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Gloria y olvido del escribiente


Este artículo se publicó originalmente el domingo 25 de junio de 2006 en El Periódico de Guatemala. Unos días después, me llamaban de Piedra Santa, para informarme: que se estaba preparando una reedición de “Los diarios de un escribiente”; y preguntarme: si me interesaba colocar este texto en dicha reedición. Por supuesto, me interesaba. Larga vida editorial a Arce.



Hurgando en una repisa ajena, en una noche de acetatos mágicos y nostálgicos, encontré el Diario de un escribiente de Manuel José Arce –tercera edición, 1987, 2,000 ejemplares, un volumen ya un poco amarillento… místico…

Luego llamé a la editorial Piedra Santa, para agenciarme una copia personal…

Pues no; agotada la obra; sin reeditarse, me explica el señor.

O sea que escribiremos desde el olvido… Desde la humedad…

Bien.

Diario de un escribiente. Así se llamaba la columna que Manuel José Arce publicó en los años setenta en El Gráfico. Tuvo la suficiente acogida como para llegar a libro, y no a uno, sino a dos volúmnes. No es honra que muchos columnistas nacionales puedan ostentar.

El primer volumen abre con prólogo del propio autor, y cierra con carta del mismo propio autor (una carta a los amigos artistas, conmovedora como ninguna y escrita cuando estaba enfermo). Entre el prólogo y la carta, una miríada de columnas. La elección y selección corrió a cargo de Francisco Albizúrez Palma, que anexa un Estudio crítico (se refiere allí a “la dosificación de lo popular y lo culto” en Manuel José Arce, y a su “preocupación por el hombre y el amor a la vida”, y lo describe como un “Poeta por sobre todas las cosas”). El trabajo compilatorio de Albizúrez Palma es valioso, si bien no muy sofisticado: no se precisa allí la fecha de aparición de cada columna –y como las columnas fueron ordenadas por temas, no hay una secuencia cronológica. No fue una edición hecha especialmente para la posteridad, aunque sin el trabajo de Albizúrez Palma no habría posteridad posible para Manuel José Arce.

Lo mismo puede decirse del trabajo de Francisco Morales Santos, quién, si no me falla la memoria, fue el encargado del segundo tomo de Diario de un escribiente. Dicho tomo lleva prólogo de Delia Quiñónez, y suyas son las palabras a continuación, sobre Arce: “Penetraba, airoso, llevando a cuestas una voz eminentemente personal: mezcla sabia de poesía y de elementos populares cuyas principales virtudes son emocionar e iluminar”.


Emocionar e iluminar


La frustración de abrir los periódicos y toparse con un montón de columnistas que no pueden ni titular sus columnas y no tienen humor y tienen como miedo o pudor periodístico de hablar de sí mismos y se enmascaran con un montón de palabras y no saben desnudarse y son todos rígidos como maximones.

El columnismo es difícil de definir, salvo por aquello que lo hace más indefinible: la intimidad, la implosión subjetiva. Es el rasgo suyo que debe ser mejor explotado. Aquellos que pretenden situar una verdad universal y moralizante en una columna se están engañando a ellos mismos los primeros. Es decir: se vale moralizar (en lo personal lo recomiendo poco) pero el columnista posee entonces la responsabilidad de clarificarle al lector –es un contrato interpersonal– que se trata de un capricho de su personalidad periodística, nada más, una alucinación peyotesca construida con percepciones flotantes: lenguaje. ¿Qué es el lenguaje? La manera que tengo de fruncir el ceño cuando veo algo que no me gusta, o de hablarle a un niño en tonos conmiserativos y un poco imbéciles, de ponerme en rojo si soy un semáforo, o en el caso de la escritura, de usar un polisíndeton o una hipálage. El lenguaje, entendido como estilo, es el encargado de establecer las cláusulas del juego. Se trata de poner en claro entre el lector y yo que hemos ingresado los dos a un espacio de libertad. A partir de allí, todo es posible. El periódico debe ser considerado como un soporte de realidades. Es por ello que la aventura periodística es tan interesante. El problema es que muchos columnistas se toman demasiado en serio a sí mismos, y piensan que son auténticos elegidos, y que Dios los ha hecho especiales portadores de valores –o, lo que es igual de lamentable, de antivalores.

Lo que hace a Manuel José Arce tan querible como escritor de columnas es su perpetua vocación lúdica.


Por momentos creo que lo más adoro de Arce es que no teme su propia ingenuidad. En el país de los asesinos se atrevió a ser un niño.

Por supuesto, su principal inocencia fue la inocencia de la poesía. Un columnista que se pierde en retruécanos, hipérboles, enumeraciones, epítetos, es porque está jugando. Las metáforas son sus juguetes.

Solamente la intimidad de la metáfora es humana en un mundo de cosas y cosificado. El adjetivo nos hace hombres, inciertos, matizados, y mutilados, hombres. Si la literatura no calienta, entonces mejor que los escritores truequen versos por maquilas. Sería más honesto.

La columna debe ser en el desayuno como un relámpago en el cráneo.

Que el abridor de periódicos diga: oh, es triste…

Arce llevó la literatura a los periódicos. Ternuras. Ocurrencias. Una prosa limpia y musical. Ritmo impecable. El secreto del párrafo.

De todos los columnismos, el columnismo de opinión es por mucho el más primitivo e imperfecto. Y habiendo otros: el columnismo de estilo, el columnismo de la imaginación…

O el columnismo de la sinceridad. Manuel José Arce hablaba con sus lectores “como si no hubiera periódico de por medio”.

Todo ese lirismo piadoso, inocente, de Arce, hasta que de pronto se le salían los charamileros, los bolos y los huecos, se le salía la ciudad cruda, inmejorable, pobre, sucia, toda. Así como el repartidor nos lleva el periódico a la calle, Manuel José Arce es el repartidor en reversa que nos lleva la calle al periódico. Un placer leerlo... al genio… al amigo espiritual de la otra década…

Manuel José Arce nos hubiera dejado más metáforas, más humor, más cotidianidad, pero la ideología le cayó encima como un piano de cola desafinado, desafinándolo a él.


Halitosis posnerudiana


A lo largo de ambos tomos de El diario de un escribiente el humor estará allí… o no. También habrá ideología.

Arce se volvió regalado para pontificar. Diagnóstico: marxismo bucolizante, columnismo–comunismo, halitosis posnerudiana.

Tal fue la represión más dolorosa, la interna, el corsé doctrinal piel adentro. Algunos en verdad no eran realmente intelectuales: eran más como padrotes del hambre. El hambre les nutría las columnas. Hablar del no–pan y de la no–tortilla los ponía contentos: les daba el párrafo.

A lo mejor en el caso de Arce le venía por las venas. A lo mejor es su biología prócer (descendiente de Manuel José Arce y Fagoaga)

Por supuesto, el idioma propio de la pontificación es la afectación. Así, cuando Arce habla de los travestís, habla franciscanamente de “las pobres mariposillas nocturnas que pueblan nuestra oscura ciudad”.

Para hablar de cosas tan serias como el hambre, sus columnas eran a veces muy ingenuas, muy empalagosas. El Arce pedagogo, demagogo y moralista era insoportable. Hasta le decía qué hacer a uno con los propios hijos. A veces era el más reaccionario, el más conservador, el más cuadrado, el más anacrónico, verdaderamente chapado a la antigua. Hay que leerlo hablar de los homosexuales…

Por supuesto, tenía –aún sigue teniendo– derecho a sus opiniones. Sus opiniones en sí no son el crimen. El crimen más bien es todo ese didactismo, esa sobremesa, esa beatería y esa especie de inmensa subestimación de sus lectores.

Demagogia, pornografía de la opinión.

Arce era un ente unidimensional, es decir que lo ensuciaban los arquetipos, las purezas. Yo no lo conocí, pero por lo que se puede derivar de sus columnas, sus enemigos jurados eran todos canchitos.


La piedra guatemalteca


En el fondo, era demasiado sensible para rector de masas. Adviene el desencanto.

Con Manuel José Arce se da una literatura del desencanto que aún no termina y no terminará pronto (muerto él, la influencia negativa de Arce transmigra, consciente o inconscientemente, hacia un montón de columnistas baratos, en cambio su genialidad muere).

Es la frustración del escribiente. La piedra guatemalteca que llevaba dentro.

El humorista genial y magnético se ahoga en el amargado.

El profundo asco provocado por la ignorancia y la crueldad de sus compatriotas lo lleva a decir que “ser de aquí es una enfermedad incurable”.

Leyendo el Diario de un escribiente, uno se da cuenta de cómo se lo hartó la muerte, lo dejó bien seco por dentro.


Arcenales


Y sin embargo los dioses del periodismo lo protegían. Y Arce volvía a renacer de nuevo. Renacía de patria. Volvía a llenarse de paisajes, de costumbres, de gastronomías, de humor, y de huevos.

Era, en todo el sentido de la palabra, un vitalista. Y eso se miraba en sus homenajes, en sus cartas. Por ejemplo a Jorge Sarmientos o, a Tasso, o el texto de Pablo Neruda, fulminante. Y la carta al final del primer tomo…

Había en su ser una cierta tenacidad que merece ser respetada y salvaguardada. Un cierto sentido del sacrificio. Un respeto por el otro y por la vida.

Cuando la prudencia (hipócrita) recomendaba: “No te metás a babosadas”, pues Arce se metió a babosadas, dibujando textos de dolor, compasión y pujanza (ver sus columnas de Vietnam, poderosísimas, o esa hermosura tectónica, humana, cuando pide que no maten a Chema López Valdizón). El precio de todo eso fue el exilio: el exilio emocional primero (o amargura), el exilio geográfico después (o destierro), el exilio de la sensibilidad (o trabajos forzados), y por último el exilio fisiológico (o muerte).

“Miro a Cristo vertido de lujo en la procesión frente a los ojos atónitos de los cristos harapientos de nuestras calles”.

Hay que verlo trepar por los muros de su propio escepticismo.

A pesar del empaque cursi de varias de sus columnas, puede decirse que Manuel José Arce fue en muchas otras socialmente superdotado. Es decir que su sensibilidad para con los desposeídos era prodigiosa. Sentía como ninguno las brutales sutilezas de la contradicción colectiva.

El mejor Arce es el que logra una tensión insostenible entre su inocencia y su amargura.

Tal tensión enferma a cualquiera. Los columnistas, los verdaderos columnistas llevan siempre el demonio azul adentro… rozan el mal. Y luego les da cáncer. Por eso es que hay que respetarlos. Por los otros se queman. Esto que digo es tabú aún en nuestras sociedades. Pero es cierto.

Nadie nos ha devuelto más la vergüenza que Arce. Su ironía nos incomoda hoy.

Es la gloria del diario escribiente, viva para siempre en un libro cuya edición se ha agotado.


Carta de treinta y cinco palabras a nadie


La literatura guatemalteca es una cadena rota; y Manuel José Arce un eslabón perdido. Creo que lamento y me duele que no sea más leído. En el espejo de su olvido habré visto mi muerte.

1 comentario:

Gabriel Woltke dijo...

puta madre! había visto el segundo tomo en una venta de usados en la universidad, una edición bonita, bien cuidado el libro aunque de hojas ya oscuras, tenía un Q60.00 clavado la primera vez que lo ví así que sin pisto no lo compre, luego se me olvidaba ir, y luego otra vez sin pisto. Para mi suerte este sábado aún estaba allí, la señora me dijo: si se lleva otro se lo dejo en Q5.00. La gente a veces no sabe ni que vende.

Si yo escogiera me quedo con el segundo tomo, más introspectivo, bastará quedarme con el pequeño texto titulado INEDITOS...
bien lo dijo: como si estos textos fueran a salvarme de la muerte...
y del olvido y la falta de reconocimiento que ni siquiera para lucrar se le da.

 
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