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Ética del submarinador

Leí este texto en el IGA, posiblemente en la presentación del Diccionario Esotérico.


¿Qué pasaría si el presidente de un país equis decidiera someterse a una operación de cambio de sexo en la mitad de su período gubernamental?

El escritor tiene la obligación de inventar historias que lleven nuestra tensión moral a nuevos límites.

Como dice Norman Mailer, “el propósito final del arte es intensificar –incluso, si es necesario, exacerbar– la conciencia moral de la gente”.

Podemos decir que el arte es como un submarino especial que baja en el océano a profundidades donde ya no hay luz.

Este submarino es una máquina muy sofisticada. Le permite al artista conocer la oscuridad real de sus congéneres –y la propia– sin por ello tener que participar directamente en ella. El submarino se sumerge en las aguas frías, pero adentro del submarino la temperatura está regulada, todo está climatizado, el aire cabal. Es decir que el artista (o su asistente, que es el lector) está en la mar, pero no realmente. Una reconfortante capa metálica lo protege de los peligros inminentes.

Mi nombre es Fedor Dostoyevski y creo a un personaje llamado Raskolnikov que mata a una usurera.

Raskolnikov no existe en ese plano estricto que suele llamarse realidad. Y sin embargo, al leer Crímen y castigo, me sumerjo en la pasión que consiste en enterrarle un hacha a una anciana en la nuca.

Además de esta virtualidad, el arte goza de otro atributo: su autonomía. La moral no es autoridad del arte. Y esto le proporciona una enorme libertad. Al no tener ninguna dependencia ética con aquello que está explorando –puesto que hace mucho que el arte se ha transvalorado a sí mismo– nuestro submarino tiene toda la libertad de ir hacia donde se le de la gana, sin temor a represalias. En efecto, el arte no depende de la valoración para existir, ni muy siquiera de la valoración estética. No obedece a ningún conjunto cristalizado de reglas para existir, como la religión. No está circunscrito ni a las ideas ni a los imperativos, aunque tampoco por principio se abstiene de los mismos. En sí mismo, el lenguaje es completamente neutral. Es posible que algunos digan que el lenguaje es esencialmente ideológico. Pero sépase que aquí se habla del lenguaje poético, es decir del lenguaje que se ha purgado y se purga constantemente a sí mismo de sus propias tendencias autocráticas.

El submarino es un lugar relativamente seguro, a condición por supuesto de no abrir la escotilla, porque entonces se pierden tanto la virtualidad como la autonomía, y surgen en esencia dos peligros.

Para empezar, el peligro que nace de querer extender el propio reinado artístico más allá de sus fronteras naturales. Es cuando el arte ingresa a la realidad, interfiere con los ecosistemas que va tocando, destruye especies, causa desequilibrios, fagocita lo externo, un desastre. Se ha perdido un respeto básico ante el entorno.

También ocurre que la realidad ingresa en el submarino, anegándolo todo. Una experiencia alienante en la cuál la realidad nos impone su punto de vista.

Hemos dicho que el arte no responde a ninguna ética, pero eso no es cierto. Hay una “ética de la escotilla”. Una ética como ésta comporta al menos dos responsabilidades.

Siendo la primera: el artista debe mantener la lucidez a toda costa. Lucidez es la capacidad de trazar una raya en la arena. El compromiso de no volverse loco y de no volver loco a mis semejantes; no proyectar alucinaciones en el mundo como un rey sin juicio; no salir a la calle y disparar contra la multitud, en plan Breton/Columbine.

Y la segunda: el artista tiene la responsabilidad de no encogerse en ninguna posición moral, cristalización de poder, o congelamiento. El escritor debe explorar al máximo, moverse hacia todas las direcciones posibles. Como dijera Nietzsche: “La objeción, el aparte, la desconfianza serena, la ironía son signos de salud. Todo lo que es absoluto es dominio de la patología”.

Esta frase, esta frase magnífica de Nietzsche, bien podría servir de guía al submarinador.

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