No recuerdo cuándo escribí este texto, o si alguna vez lo publiqué. Pero lo releí y me gustó.
El título que corona este apunte puede pasar por ambicioso, puede parecer que hablaremos sobre las relaciones o incompatibilidades entre la Economía (como decurso o comisariato totalizante, enajenador, de la experiencia humana) y su relación crítica con el poeta (o individuo radical). Es en realidad un apunte más discreto sobre la pequeña verdad domestica del poeta. El presupuesto prolijo que, como las abuelitas y los adolescentes, el escritor tiene que cuidar con celosa regularidad, en este caso para así seguir escribiendo y poder echar –al decir del cubano y la canción– los versos del alma.
Se entiende pronto que hablamos del poeta pobre.
O sea que esto finalmente y efectivamente trata sobre las incongruencias entre un sistema regido por el colosal dinero y las vicisitudes privadas del escritor, pero sin ahondar (no se puede ahondar, pues entonces le estaría dando más importancia de la que me puedo permitir darle). Lo que pasa es que preferimos quedarnos con la observación somera y no inaugurar un gordo tratado.
Claro, no todos los escritores pobres son así de concisos, comedidos, responsables, así de patéticos, y sospechosos, como para andar contando minuciosas monedas. De hecho, existen muchos registros de pobreza. Están los pobres bucólicos (Miguel Hernández), los burócratas (Kafka), los casos tristes (todos), por supuesto los alcohólicos (Poe) y drogadictos, los pobres por razones políticas. Del otro lado del espectro están los descarados y los sangrones, también el bon vivant (Balzac) o el dandy (Baudelaire), y hasta el criminal (Villon).
Entre los relámpagos fulgurantes de la inspiración y los descensos fúnebres a las catacumbas de su sensibilidad, el poeta tiene que reservar un espacio para, bueno, pagar la luz. Y el problema es que usualmente a nadie le interesa pagarle a él por un trozo de inventiva literaria. Nadie pagará una colaboración (por ejemplo, ésta). Sólo queda vivir a costa de otros, del mecenazgo ocasional de almas nobles, y cuando no se puede, tontas.
O dedicarse a otra cosa. Con lo cuál el problema adicional es que el poeta deja de ser poeta, se descondensa. En ese caso, su mayor reto será darle congruencia a su vida y a su obra, construir puentes sólidos de comunicación entre una cosa y la otra. Hemingway, me parece, no cesó de sugerir en vida un acto literario: se pegó un tiro, de hecho. Hemingway es el caso extremo de vindicación de la poesía, y lo hizo de un modo tan magistral que su vida es una novela memorable, como cazador en África o en las aguas de Cuba, como corresponsal o chofer de ambulancia en la Primera Guerra Mundial.
No todos tenemos esas ocurrencias. Varios en cambio deudas y dudas económicas. No hay más fuerte paganización que la que ocurre cuando el poeta debe preocuparse por conseguirle leche a su hijo. Es como ver a un perro eminente con la cola entre las patas, humillado. En principio, un poeta quiere pagarse un ticket de avión y deambular en la Tate Gallery. Por ejemplo. Experiencia que no garantiza un libro (recordemos a Musset en Italia, escribiendo nada y pendiente sólo de las putas), pero desde luego si el hombre hace el viaje y no crea con ello carece por lo menos de excusas, es poeta o no lo es.
Las editoriales no van a pagar, o sólo talvez en libros, y no regalías, y no derechos de autor. Los concursos no ocurren inmediatamente. El Estado es el enemigo. El escritor lee a Chesterton, el San Francisco de Asís de Chesterton, y allí: “Podríamos decir, si nos place, que san Francisco, en la desnuda y mísera simplicidad de su vida, se había asido, sin embargo, a un jirón de lujo: a las maneras de una corte”. Es lo que le queda al poeta, cuando el dinero no alcanza, y no basta: la gracia, su talento, su elegancia poética.
Pero mantener la gracia es doble tarea, cuando se va por allí mal vestido y agobiado. . “El amor –dice Neruda en sus memorias– (…) no está de acuerdo con la desnutrición.” Si no es posible ni cuidar el aplomo –la forma– lo es aún menos torear la nave de las intuiciones y las ocurrencias, la prosa y un estilo. El tigre de la mediocridad se desplaza por abajo de la piel, dilatando las venas del sano juicio, hasta estropearlas. El poeta forma entonces parte de la clase media.
Esto es lo más aniquilante que le puede suceder. Es cuando ocurre el verdadero desdoro. Porque se puede ser pobre de a de veras, con todas las de la ley, y allí unirse a un destino y a un coraje. O se puede tener mucho dinero, como Francisco Pérez de Antón, y meditar aristocráticamente, una vez comprado el password del ocio creativo. Pero el crimen, el menos heroico crimen, es formar parte de la clase media, cuya naturaleza es inocular nuestras salvajes noblezas.
El título que corona este apunte puede pasar por ambicioso, puede parecer que hablaremos sobre las relaciones o incompatibilidades entre la Economía (como decurso o comisariato totalizante, enajenador, de la experiencia humana) y su relación crítica con el poeta (o individuo radical). Es en realidad un apunte más discreto sobre la pequeña verdad domestica del poeta. El presupuesto prolijo que, como las abuelitas y los adolescentes, el escritor tiene que cuidar con celosa regularidad, en este caso para así seguir escribiendo y poder echar –al decir del cubano y la canción– los versos del alma.
Se entiende pronto que hablamos del poeta pobre.
O sea que esto finalmente y efectivamente trata sobre las incongruencias entre un sistema regido por el colosal dinero y las vicisitudes privadas del escritor, pero sin ahondar (no se puede ahondar, pues entonces le estaría dando más importancia de la que me puedo permitir darle). Lo que pasa es que preferimos quedarnos con la observación somera y no inaugurar un gordo tratado.
Claro, no todos los escritores pobres son así de concisos, comedidos, responsables, así de patéticos, y sospechosos, como para andar contando minuciosas monedas. De hecho, existen muchos registros de pobreza. Están los pobres bucólicos (Miguel Hernández), los burócratas (Kafka), los casos tristes (todos), por supuesto los alcohólicos (Poe) y drogadictos, los pobres por razones políticas. Del otro lado del espectro están los descarados y los sangrones, también el bon vivant (Balzac) o el dandy (Baudelaire), y hasta el criminal (Villon).
Entre los relámpagos fulgurantes de la inspiración y los descensos fúnebres a las catacumbas de su sensibilidad, el poeta tiene que reservar un espacio para, bueno, pagar la luz. Y el problema es que usualmente a nadie le interesa pagarle a él por un trozo de inventiva literaria. Nadie pagará una colaboración (por ejemplo, ésta). Sólo queda vivir a costa de otros, del mecenazgo ocasional de almas nobles, y cuando no se puede, tontas.
O dedicarse a otra cosa. Con lo cuál el problema adicional es que el poeta deja de ser poeta, se descondensa. En ese caso, su mayor reto será darle congruencia a su vida y a su obra, construir puentes sólidos de comunicación entre una cosa y la otra. Hemingway, me parece, no cesó de sugerir en vida un acto literario: se pegó un tiro, de hecho. Hemingway es el caso extremo de vindicación de la poesía, y lo hizo de un modo tan magistral que su vida es una novela memorable, como cazador en África o en las aguas de Cuba, como corresponsal o chofer de ambulancia en la Primera Guerra Mundial.
No todos tenemos esas ocurrencias. Varios en cambio deudas y dudas económicas. No hay más fuerte paganización que la que ocurre cuando el poeta debe preocuparse por conseguirle leche a su hijo. Es como ver a un perro eminente con la cola entre las patas, humillado. En principio, un poeta quiere pagarse un ticket de avión y deambular en la Tate Gallery. Por ejemplo. Experiencia que no garantiza un libro (recordemos a Musset en Italia, escribiendo nada y pendiente sólo de las putas), pero desde luego si el hombre hace el viaje y no crea con ello carece por lo menos de excusas, es poeta o no lo es.
Las editoriales no van a pagar, o sólo talvez en libros, y no regalías, y no derechos de autor. Los concursos no ocurren inmediatamente. El Estado es el enemigo. El escritor lee a Chesterton, el San Francisco de Asís de Chesterton, y allí: “Podríamos decir, si nos place, que san Francisco, en la desnuda y mísera simplicidad de su vida, se había asido, sin embargo, a un jirón de lujo: a las maneras de una corte”. Es lo que le queda al poeta, cuando el dinero no alcanza, y no basta: la gracia, su talento, su elegancia poética.
Pero mantener la gracia es doble tarea, cuando se va por allí mal vestido y agobiado. . “El amor –dice Neruda en sus memorias– (…) no está de acuerdo con la desnutrición.” Si no es posible ni cuidar el aplomo –la forma– lo es aún menos torear la nave de las intuiciones y las ocurrencias, la prosa y un estilo. El tigre de la mediocridad se desplaza por abajo de la piel, dilatando las venas del sano juicio, hasta estropearlas. El poeta forma entonces parte de la clase media.
Esto es lo más aniquilante que le puede suceder. Es cuando ocurre el verdadero desdoro. Porque se puede ser pobre de a de veras, con todas las de la ley, y allí unirse a un destino y a un coraje. O se puede tener mucho dinero, como Francisco Pérez de Antón, y meditar aristocráticamente, una vez comprado el password del ocio creativo. Pero el crimen, el menos heroico crimen, es formar parte de la clase media, cuya naturaleza es inocular nuestras salvajes noblezas.
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