obra
crítica
maurice
echeverría

Conrad, o el testigo


En 2007 se cumplió centenario de Conrad, y yo con unas ganas tremendas de escribir sobre Lord Jim. Se me acabó el año y nada hice, por desidia o falta de tiempo. A principios de 2008, Rafa Gutiérrez me pidió un texto para la revista de la USAC, y entendí que allí estaba mi posibilidad de escribir el famoso texto. Es un homenaje tardío pero honrado.



Sólo en un autor como Conrad pueden coincidir personalidades literarias tan disímiles como Jorge Luis Borges y Hunter S. Thompson. Es un autor omniabarcante. A ciento cincuenta años de su nacimiento, cumplidos el pasado diciembre, su legado persevera, con la misma fuerza de un tsunami o una teología. Y en especial, Lord Jim, novela publicada en 1900. En ella, Conrad –por medio de su alter ego Marlow– se erige como el testigo absoluto de lo humano y lo inhumano.

Se podría decir de hecho que de todos los testigos–novelistas, Conrad es el más extraordinario. Otros podrían rebatir semejante aserto, pero no sin batalla.

Lord Jim es un libro cundido de párrafos brillantes. Estimable su poderosa sencillez poética (que nunca degenera en alegoría) y allí está la descripción impecable del hundimiento del Patna, una descripción que ocupa decenas y decenas de páginas, pero el lector no pierde por un instante la atención. De hecho, Lord Jim contiene varios pedazos por completo autosuficientes y perfectos (como el contado por el entomólogo Stein) que pueden extraerse fácilmente del resto del libro –son excelentes cuentos– pero que a la vez contribuyen vitalmente al ritmo general de la obra. Conrad, siendo un maestro de la frase, es un maestro de la armazón: los suyos son navíos perfectamente ensamblados, diseños que hoy en día nos siguen pareciendo temerarios y deslumbrantes. Como buen narrador, detesta la linealidad; como navegante que una vez fue, no concibe el mar sin tormentas, sin contratiempos, sin retos de alguna especie.

En Lord Jim, queda certificado como un gran escritor en tercera persona que se desliza sin problema hacia múltiples refocalizaciones de prodigiosa estampa y gran precisión periodística, y en donde el testimonio deja de ser un recurso para convertirse en género artístico por derecho propio (la relación de Jones del suicido del capitán Brierly, cautivante). Su yoga narrativo es absoluto, y sólo desde esta flexibilidad de registros y perspectivas pudo construir criaturas tan peculiares como las suyas, entes–intersticios que viven en un limbo que rechaza tanto lo real como lo irreal, disputados por la historia y por el mito, por la presencia y el recuerdo. Y hay ese momento, además, fecundo, cuando Marlow queda hipostasiado, elevado a una cierta mancomunación universal del relato. El lector, tan embebido está, ni siquiera se da cuenta que esta extensísima crónica de varios centenares de páginas es en buena parte una –completamente inverosímil, entonces– charla de sobremesa. Marlow consigue hacerse, él también, Dios. Por supuesto: un Dios incompleto, desdeñoso, nostálgico, ignaro, maileriano, extraviado en su propia fantasmagórica obsesión (1), pero un Dios al fin.

Como Onetti, su franco discípulo, Conrad construye una realidad infamantemente subjetiva: algo parecido al bardo descrito por los tibetanos: delirio de capas de confusión, de perspectivas superpuestas, hipersocializadas. En cierta manera, sólo podemos mirar el mundo a través de las miradas de los diez mil egos, de los diez mil otros, no hay mayor definición del infierno. Pero este nuestro infierno narrativo es la gloria de Conrad. Los cineastas –que saben apreciar esta consecución de capas o velos– encuentran en Conrad a un iniciado del plano. No es extraño que Orson Welles quisiera –infructuosamente, hélas– llevar al cine El corazón de las tinieblas; es una fortuna que Francis Ford Coppola –genialmente– lo consiguiera. Apocalipsis Ahora por cierto también supo nutrirse de Lord Jim (el libro posee no obstante su propia versión cinematográfica, con Peter O´Toole).

Así que tenemos a Jim y tenemos a Marlow: no uno, sino dos personajes míticos, con la estatura obsesiva de la misma Bovary, del propio Raskolnikov. Jim por su lado es uno de los personajes literarios más enigmáticos con los cuáles uno puede toparse. Esa mezcla de ausencia y firmeza. Y luego tenemos a Marlow, con quien Conrad se erige como un maestro de la caracterización y la individualización: hombre granítico que se convierte finalmente en un niño en alguna medida embobado ante la presencia inasible de Jim; una traslación psicológica brillante.

Conrad sabe calcular exactamente el poder de un hombre, por ello crea personajes memorables. Se sirve de situaciones límite para entender las deficiencias y potestades de sus protagonistas. Muchos son hombres duros, venerables varones pulidos por el salitre que hablan el idioma del desdén. (Marlow insulta a sus escuchas, forma sutil con la cuál Conrad insulta a sus lectores.) Pero es capital entender que en todos estos hombres duros subsiste sempiternamente alguna cobardía, alguna traición y alguna locura (Marlon–Kurtz), alguna forma de explotación o también –grandísimo tabú– alguna forma de ser explotado (Conrad, gran precursor de Céline).

Lo cuál no quiere decir que en el mundo de Conrad no exista la pureza. Conrad siempre habla de las desolaciones externas, y de las grandes batallas interiores, y en medio de todo eso nace algo santo, la preciosa intimidad (2), el heroísmo y la honra, el orgullo y grandeza resplandecientes de un hombre que sabe despreciar su propia raza en nombre de la redención.

Por supuesto, esta pureza es efímera y siempre estará rodeada de una mística negrura, que es su condición eterna. La lucidez sólo puede nacer de la intuición del horror. Y siempre te lleva de vuelta al mismo lugar, al corazón, sudoroso, de las tinieblas. Nadie nos dijo mejor la fiebre, la negra orina, que Conrad. Con Conrad el mundo cesa su luminosa posibilidad, se hunde en la raíz y en la noche. Esos pobres peregrinos… ¡yendo a la Meca! La emoción con la cuál es contado el naufragio tétrico… En toda la novela hay algo así como un Sino Adverso, un 11/S planeando cerca, cual ave de carroña. La historia de Jim es lo que resulta cuando el Hado decide jugarle una mala pasada a un hombre con escrúpulos. Las palabras arquetípicas de Conrad son: noche, abismo, horror. “Noche” se repite una y otra vez, sisíficamente. Conrad es el gran descriptor de la noche, y esto es porque, si bien ha renunciado al sentido, no ha renunciado al pecado, y si bien ha renunciado a la esperanza, no ha renunciado al misterio. Por lo mismo es que a veces el mismo Jim tiene eso de sobrenatural: “Un hombre como ese no va a ninguna parte concreta”; “Parecía una criatura no solo de otra especie, sino de otra esencia”. Y la naturaleza se transforma en el signo numénico de nuestras imposibilidades, en donde se da esa comunicación silenciosa entre lo natural y lo sombrío. Esa comunicación es la conciencia, como un mar destructor. Se puede decir que con Lord Jim empieza el tenebroso siglo XX.


(1) Marlow vive la tragedia del Dios–Escritor, condenado a jamás coincidir con su propia fábula demiúrgica.
(2) Nietzsche: “Entre los hombres duros, la intimidad es asunto de pudor, y es algo precioso”.

2 comentarios:

Oswaldo J. Hernández dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Oswaldo J. Hernández dijo...

He llegado sin voluntad propia a la reapertura salivaria, guiado por un SPAM, por una secuencia de atentados codificados (virtualmente) en la motricidad de interminables y eléctricas combinaciones lineales; conspirando, cada una, en mi mozilla/google recargado repositoriamente en mi Ubuntu último modelo (8.04).
He llegado por pura causalidad, supongo.
En todo caso, saludo las reanimaciones blogarianas.

 
Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 3.0 License.