Un texto bajo encargo de Alan Mills, para una revista suya que me parece ya dejó de publicarse.
Me he pasado toda la semana en cama. Toda la semana torciéndome y retorciéndome, experimentado un dolor que posiblemente jamás había sentido antes. Y no obstante, lo único que he tenido en mente es escribir. Pero me refreno: una duda me prohíbe seguir: ¿es moral escribir bajo estas circunstancias? ¿Es que no debería detenerme? Ya mi esposa me está viendo con cara rara, después de todo…
No sería inexacto decir que además de ser un hombre enfermo, soy un poeta.
No me basta mi enfermedad: además, tengo que escribir.
No soy el único... Villon, además de ladrón, criminal, asesino, era poeta. Rumi, además de iluminado, era poeta. Ginsberg, además de homosexual, era poeta. ¿Es que no les bastó a todos ellos su prodigiosa biografía? ¿Y de dónde sacaron el impulso extra, el superávit, el deseo poético? Me refiero a esa manera de coagular la realidad… ¿No fue eso que los mató, acaso? ¿Agrega el deseo poético –apéndice de experiencia fantástica– algo a la vida, o más bien la abrevia, la satura?
Algunos dirán que el deseo poético constituye la tentativa más grande del hombre por actualizarse y sentirse vivo. Esa especie de fiesta de disfraces de los arquetipos, esa bien colmada trabazón de delirios, ese Bianchon visitando para siempre a Balzac en su lecho de muerte. A eso le llamaremos deseo poético.
Pero otros –ah– recordarán los destinos trágicos de muchos pobres santos tontos poetas. Les fue muy mal por seguir un discurso poético por demasiado tiempo. La soledad, la cárcel, la muerte. Y la desesperación de pueblos enteros, que creen en sus poetas.
En realidad, vivir poéticamente es vivir sin garantías.
El poeta, cuando enferma, nunca sabe si debe escribir o dejar de escribir, para curarse. Incluso, nunca sabe si ha enfermado por tanto escribir. No sabe si su enfermedad es la poesía misma. Si ser poeta es una especie de malformación congénita y vitalicia. O todo lo contrario… Sospecha, de vez en cuando, que su oficio no es más que una neurosis aplicada al lenguaje, una estereotipia de carácter verbal, una refundición constante de las capas sintácticas, una especie de obsesiva circularidad en los márgenes del idioma. Pero sospecha también que cada metáfora es una sinapsis filogenética, una jugada a favor en el laberinto divino, un beso cósmico. No sabe. No sabe.
La pregunta es: ¿Bianchon mató a Balzac? ¿Le puso un veneno, a escondidas quizá? ¿O lo volvió, por el contrario, resistente? ¿Le ayudó desde siempre? ¿Hasta que punto el deseo poético está ligado a la vida, o es que más bien la traiciona? ¿El deseo poético ha extendido en alguna medida la evolución humana, o está intoxicando al hombre? ¿Genialidad, autodestrucción?
A veces el deseo poético viene en forma de redención, y a veces en forma de noche apocalíptica. La tragedia del poeta (y de toda la civilización) es no saber cuáles metáforas lo van a reconstruir y cuáles metáforas lo van a terminar aniquilando.
Me he pasado toda la semana en cama. Toda la semana torciéndome y retorciéndome, experimentado un dolor que posiblemente jamás había sentido antes. Y no obstante, lo único que he tenido en mente es escribir. Pero me refreno: una duda me prohíbe seguir: ¿es moral escribir bajo estas circunstancias? ¿Es que no debería detenerme? Ya mi esposa me está viendo con cara rara, después de todo…
No sería inexacto decir que además de ser un hombre enfermo, soy un poeta.
No me basta mi enfermedad: además, tengo que escribir.
No soy el único... Villon, además de ladrón, criminal, asesino, era poeta. Rumi, además de iluminado, era poeta. Ginsberg, además de homosexual, era poeta. ¿Es que no les bastó a todos ellos su prodigiosa biografía? ¿Y de dónde sacaron el impulso extra, el superávit, el deseo poético? Me refiero a esa manera de coagular la realidad… ¿No fue eso que los mató, acaso? ¿Agrega el deseo poético –apéndice de experiencia fantástica– algo a la vida, o más bien la abrevia, la satura?
Algunos dirán que el deseo poético constituye la tentativa más grande del hombre por actualizarse y sentirse vivo. Esa especie de fiesta de disfraces de los arquetipos, esa bien colmada trabazón de delirios, ese Bianchon visitando para siempre a Balzac en su lecho de muerte. A eso le llamaremos deseo poético.
Pero otros –ah– recordarán los destinos trágicos de muchos pobres santos tontos poetas. Les fue muy mal por seguir un discurso poético por demasiado tiempo. La soledad, la cárcel, la muerte. Y la desesperación de pueblos enteros, que creen en sus poetas.
En realidad, vivir poéticamente es vivir sin garantías.
El poeta, cuando enferma, nunca sabe si debe escribir o dejar de escribir, para curarse. Incluso, nunca sabe si ha enfermado por tanto escribir. No sabe si su enfermedad es la poesía misma. Si ser poeta es una especie de malformación congénita y vitalicia. O todo lo contrario… Sospecha, de vez en cuando, que su oficio no es más que una neurosis aplicada al lenguaje, una estereotipia de carácter verbal, una refundición constante de las capas sintácticas, una especie de obsesiva circularidad en los márgenes del idioma. Pero sospecha también que cada metáfora es una sinapsis filogenética, una jugada a favor en el laberinto divino, un beso cósmico. No sabe. No sabe.
La pregunta es: ¿Bianchon mató a Balzac? ¿Le puso un veneno, a escondidas quizá? ¿O lo volvió, por el contrario, resistente? ¿Le ayudó desde siempre? ¿Hasta que punto el deseo poético está ligado a la vida, o es que más bien la traiciona? ¿El deseo poético ha extendido en alguna medida la evolución humana, o está intoxicando al hombre? ¿Genialidad, autodestrucción?
A veces el deseo poético viene en forma de redención, y a veces en forma de noche apocalíptica. La tragedia del poeta (y de toda la civilización) es no saber cuáles metáforas lo van a reconstruir y cuáles metáforas lo van a terminar aniquilando.
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