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Las asesinadas de la literatura


En Guatemala, las matan como moscas, a las mujeres. Hace unos años, el tema se volvió picudo. Le di a Rafa Gutiérrez, de la revista de la USAC, este texto, en alusión al tema.



Esos personajes femeninos de la literatura, que han regado su sangre en páginas gloriosas, vivirán siempre. Veamos cómo la literatura universal ha liquidado a sus mujeres.


Por todo el país, en temibles esquinas, cuartos fríos, rondan los homicidas, los cazamujeres, silenciosos salvajes, hunden filos, balas, como si de una guerra se tratase. Es crudo y es cotidiano. Se habla ya de un feminicidio. Muchas de esas mujeres muertas no tienen nombre, mueren en el más grande anonimato.

Las asesinadas de la literatura han corrido mejor suerte: sus nombres han perdurados por siglos; estarán allí siempre. Ellas son: Antígona, Eurídice, la Celestina, Desdémona, Margarita, Alena Ivanovna, Elizabeth, Carmen, María, Deborah Rojack. Revivamos sus historias.


Antígona, la noble Antígona

Sin porqué, sólo por que así lo dispuso el tirano, muere Antígona, en una cárcel. La noble Antígona, junto a quién aprendimos el amor al hermano y a la raza.

Pero recordemos la tragedia, quizá la más famosa de las escritas por Sófocles.

Creón, dictador en Tebas, prohíbe que se de sepultura a Polinice. Antígona, desafiando la ley, decide enterrar de igual forma a su hermano. Por lo cuál es enviada a una caverna, en dónde expira.

Así se lamenta Antígona: “Ya voy. Me llevan manos violentas. No probé el nupcial lecho. No oí los dulces acentos del canto de bodas. No supe qué eran caricias de un esposo. No gusté la dulzura de criar un hijo. Un hijo que crece a los felices ojos de la madre. Estoy sola. Ya no tengo amigos. Y voy a la caverna que habitan los muertos”.

Al final, Creón debe sufrir las consecuencias de sus actos. Su hijo, Hemón, amante de Antígona, se mata al saber de la muerte de ésta. Su esposa, con la noticia, también se quita la vida.


Eurídice, muerta dos veces

¿Y qué hay de Eurídice, muerta dos veces, por Dios? La primera por huir de Aristeo, que pretende raptarla. En plena huida, una serpiente la muerde, y Eurídice parte de esa cuenta a las regiones inferiores. Su esposo Orfeo, depredado por el dolor, emprende el viaje hasta “las propias moradas de la Muerte”. El barquero del Orco y también Cerbero se rinden ante su egregio talento, y lo mismo Proserpina, que le permite llevarse de vuelta a Eurídice, con la sola condición: no voltear a ver a su amada hasta salir del infierno.

Viéndolo bien, una petición razonable. Pero Orfeo no puede cumplir con ella, contraviniendo la orden: “En ese momento se echaron a perder todos sus esfuerzos”, nos explica Virgilio en sus Geórgicas. A partir de tan infortunado evento, Orfeo comparte su tiempo sólo con efebos. Dicho esto, es preciso considerar que Eurídice no era exactamente una mujer, sino exactamente una ninfa. Y también que la intención de su esposo no era asesinarla, aunque de hecho, lo hizo.


Desdémona a manos del moro

Desdémona es la gran asesinada de la literatura. La noble veneciana murió por exceso de delicadeza. Que no es morir delicadamente.

Miremos a Otelo, el general moro, vencedor, triunfal, intachable guerrero, se ha casado con, nada menos, Desdémona, hija de un senador. Miremos a Yago, el envidioso Yago, urdiendo su personal y tenebroso plan, despertando en el afroveneciano los celos menos honrados, colocando en su corazón una espina irreversible. Miremos a Desdémona, musa apasionada pero a la vez abnegada, tan sutil, tan inofensiva como un pañuelo: el suyo, que habrá de llevarla a tan amargo final.

En la literatura de Shakespeare hay muchas muertas. Todas ocupando un espacio biológico, vivo, longitudinal, en nuestro imaginario. ¿Quién habrá de subestimar a las muertas de Shakespeare, y quién a la hermosa Desdémona, penetrada por la daga de los celos del moro, y por éste ahogada?

Así como Desdémona es la gran asesinada de la literatura, Otelo (representada por primera vez en 1604) es la obra definitiva sobre el fenómeno de los celos. Es increíble la cantidad de muertos que puede abarcar un lecho matrimonial a causa de los celos, uno y otro y otro y otro… En América Latina, el crimen pasional es tan común y popular como el crimen frío, meramente transaccional.


La Celestina

La Celestina murió por bien poca cosa. Una cadena de oro, que no quiso compartir con los criados de Calixto: Sempronio y Parmeno. Recordemos tan decisivo momento de las letras españolas:

SEM.–¡O vieja auarienta, muerta de sed por dinero! ¿No seras contenta con la tercia parte de lo ganado?
CEL.–¿Qué tercia parte? Vete con Dios de mi casa tu. Y essotro no de bozes, no allegue la vezindad. No me hagays salir de seso, no querays que salgan a plaça las cosas de Calisto y vuestras.
SEM.–Da bozes o gritos, que tu compliras lo que prometiste, o compliras oy tus dias.
ELI.–Mete, por Dio, el espada. Tenlo, Parmeno, tenlo, no la mate esse desuariado.
CEL.–¡Justicia, justicia, señores vezinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!
SEM.–¿Rufianes, o que? Espera, doña hechizera, que yo te hare yr al infierno con cartas.
CEL.–Ay, que me ha muerto. ¡Ay, ay! ¡Confession, confession!


Ingenua Margarita

Ninguna muerte tan oscura como la muerte de Margarita, en el Fausto de Goethe. ¿Por qué causa semejante conmoción su destino trágico? ¿Será por qué contrasta letalmente con un cierto tono general de la obra, un poco burlón, a menudo cómico? ¿Será por qué Margarita muere, como la hermosa Ofelia, en manos del peor verdugo, la locura?

Nunca subestimemos el rasgo asesino de la locura. Margarita, enajenada por los caprichos de Fausto, loca de amor, provoca indirectamente la muerte de su madre, de su hermano, termina matando a su propio hijo. El tema de Margarita es uno de los temas mayores del universo jurídico: ¿qué clase de crimen comete una persona que carece de equilibrio mental?; ¿qué clase de culpa es la suya?; ¿es que se puede acusar al loco de haber perdido la razón?; ¿es culpable Margarita de haber perdido la razón?; ¿o es que su destino estaba pactado?

De momento, no sabemos si Margarita muere en estado de inocencia, pero sí muere en estado de perfecta ingenuidad. La locura es el grado supremo de la ingenuidad. Eso es lo que más nos impacta de la obra: Margarita muere ingenua (y esa ingenuidad le garantiza el perdón divino), amando inclusive a Fausto, quién ha traído tantos males a su vida.


Elizabeth, con marcas en el cuello

Era una noche de tormenta, y en la misma casa acaso dormían Shelley y Byron. Mary Wollstonecraft Godwin, luego conocida como Mary Shelley, recibía directo a su cerebro –como un aparato recibe electricidad de un tomacorrientes– una de las crónicas mas conmovedoras, espléndidas, terroríficas, lúgubres, arquetípicas, alarmantes, filosóficas, alegóricas, inacabables de todos los tiempos: Frankestein o el moderno Prometeo. Con el tiempo, la historia y el monstruo se han ido caricaturizando, pero la profundidad de la obra permite siempre a un alma profunda encontrar nuevas bellezas y terrores. No hablemos de la bestia, hablemos de la bella: Elizabeth, la prometida de Victor Frankestein, muere en la noche de su boda a manos del monstruo que aquel ha creado en un trabajo sinceramente mal hecho de cut and paste. Típico caso de la mujer asesinada (o la variante: secuestrada) por causa de la ambición de su marido, luego que el marido ha encontrado un nuevo juguete, cuyo nombre es la gloria, la inmortalidad. Moraleja: no se puede timar lo Inescrutable.


Carmen insumisa

El caso de Carmen es uno de lo más apasionantes que ha dado la literatura. Otra historia de celos, pero aquí podría decirse que hay un cierto acomplejamiento por parte del asesino, José Navarro: sabe que su libertad es inferior a la libertad de su amada. La mata porque no puede poseerla. José Navarro hizo todo lo que pudo. Por ella, se volvió criminal. Pero Carmen no lo ama… Lo ha dejado por un picador… Es insoportable... Carmen cristaliza el arquetipo de lo bello y de lo inasible. Bizet hizo en su momento una ópera de esta historia, original de Prosper Mérimée.


Bueno, adiós, Alena Ivanovna

El estudiante de Derecho Raskolnikof adhiere un hachazo al conjunto de actos y eventos que pueblan el tupido mundo de la literatura. Lo hace con manos temblorosas. Pero este hachazo cambia para siempre el curso de la humanidad. El mundo no es el mismo después de Crimen y castigo.

La víctima: una vieja usurera, Alena Ivanovna; y de paso, su hermana, Isabel Ivanovna. Dos crímenes tan distintos el uno del otro –a pesar de haberse cometido en un mismo espacio y en una misma franja de tiempo– que son como dos galaxias distintas.

El homicidio de Alena es el homicidio de la premeditación, de la alevosía, y de la ventaja. El homicidio de Isabel es el homicidio accidental, o mejor dicho, impulsivo. El homicidio de Alena nace del exceso de juicio y el de Alena de la falta de juicio. El primero contiene una cierta pretensión teomaniaca, y el segundo es básicamente un episodio animal. Alena es asesinada por la espalda, desde lo desconocido; Isabel, de frente, en una atmósfera de terror.


María o el sentido común

Los libros también son a su modo ciudades, ciudades de palabras, en dónde las muertas abundan. De hecho, ubicaremos a una de las asesinadas más acreditadas –una clásica, vaya– en un libro ya bien conocido: El Túnel, del argentino Ernesto Sábato.

El Túnel es un libro muy leído y sigue leyéndose, en parte, porque diferentes tiempos conviven en su interior. Castel adolece de la enfermedad del mal du siècle decimonónico, entendido en particular como nostalgia del otro –su cepa más resistente. A la vez es éste un libro producto del oleaje existencialista. El existencialismo constituyó en verdad el último rotundo intento del hombre por sublimar su soledad. Sin embargo, la obra se abre a lo que será la enfermedad del siglo XXI, la enfermedad tecnológica por excelencia: la inconmensurable neurosis. Castel no es celoso al modo de Otelo. Castel es sobre todo un formalista de los emociones, a diferencia del moro, quien está más directamente ligado a sus contenidos internos. Castel construye una red de intermediaciones –interpretaciones–, organiza su demencia, utiliza constantemente las cursivas. Al final, todas esas intermediaciones le han separado completamente del objeto de su amor, María. La frustración de la distancia le atrofia de tal manera, le transforma en un animal. Más fácil que remontar como un salmón esa distancia es aniquilar de una vez por todas –estocada final– lo que está del otro lado, la Realidad. María es la Realidad. Lejos de ser esa idealización que su cabeza en principio se había empeñado en formar (ser humano suprasensible que comprende las profundidades ignotas de una escena en un cuadro), María no es más que esa mujer que le pregunta, en un intenso momento de sentido común, al momento de ser asesinada: “¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?”.


Deborah Rojack, en caída libre

An American Dream es uno de los libros más emocionantes de Norman Mailer, ese minotauro de las letras norteamericanas

Stephen Rojack es aquí el asesino, y su mujer, Deborah, la asesinada. Rojack (graduado de Harvard, congressman en su momento, héroe de guerra, intelectual, figura de la tv) estrangula a Deborah, para lanzarla después desde el balcón: diez pisos en picada. Rojack sostiene que se trata de un suicidio.

La muerte de Deborah Rojack le da luz verde a Mailer para establecer una investigación –en clave de ficción– sobre la naturaleza compleja, a menudo ambigua, cuando no inasible, del mal. Para Mailer, la función del arte es exacerbar la conciencia moral de la gente.

Mailer, en una entrevista titulada Estética existencial (Laura Adams), ha catalogado a Deborah Rojack como“una persona que, por momentos, estaba esclavizada por el demonio”, pero también como “una mujer compleja, con algunos contactos con el bien.”

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