A veces me encuentro con textos como éste perdidos en el disco duro. Estupideces.
El blasón de los espacios urbanos, el bunker cultural más fiero, surtidor de todas nuestras metáforas financieras, casa de los imitadores sociales, como en Roma el circo: el centro comercial.
A lo único que puede aspirar una persona como yo en este sitio es a un café.
Por lo demás, casi miedo de entrar. Y entrando, miedo completo. Una masa de objetos por millares puestos juntos, artículos, colores, contornos, y personas. No puedo respirar: no hay silencios, resquicios, concesiones, no hay vacío. La ausencia de interrupción es la muerte de lo sagrado. De este continuum de objetos se deduce la primera ley de un centro comercial: todo transcurre, en modo Heráclito.
Y sin embargo, el centro comercial está construido para dar una sensación de fijeza: templo granítico en la mitad de las ciudades, en él todos los objetos están estacionados, casi reposan, si no fuésemos más sagaces diríamos que esto es un especie de depósito gigante, variado y bonito. Pero no duermen. Los artículos sólo esperan; aguardan la transacción, la compraventa, como el drogadicto profesional aprende a esperar su droga, aún y si se está muriendo por una dosis. Entonces se trata de una falsa fijeza. Así como se trata de una falsa variedad: todo es lo mismo, más de lo mismo, mejor de lo igual. Ninguna cosa que yo pueda adquirir aquí me cambiará la vida de manera radical.
Sólo lo sagrado es habitable. El centro comercial sólo es circulable. Si me siento, es como si estoy traicionando un poquito su esencia, que no estoy formando parte del trazado. Nada debe acumularse, ni yo mismo sentándome, en esta vorágine de la asimilación. Si tengo malestar y me siento, me sentiré particularmente mal, me sentiré peor. Si soy un perdedor y me siento en la banca seré dos veces un perdedor, porque el Centro Comercial se tomará la molestia de convertirme en un insecto. Y todos lo sabrán.
El blasón de los espacios urbanos, el bunker cultural más fiero, surtidor de todas nuestras metáforas financieras, casa de los imitadores sociales, como en Roma el circo: el centro comercial.
A lo único que puede aspirar una persona como yo en este sitio es a un café.
Por lo demás, casi miedo de entrar. Y entrando, miedo completo. Una masa de objetos por millares puestos juntos, artículos, colores, contornos, y personas. No puedo respirar: no hay silencios, resquicios, concesiones, no hay vacío. La ausencia de interrupción es la muerte de lo sagrado. De este continuum de objetos se deduce la primera ley de un centro comercial: todo transcurre, en modo Heráclito.
Y sin embargo, el centro comercial está construido para dar una sensación de fijeza: templo granítico en la mitad de las ciudades, en él todos los objetos están estacionados, casi reposan, si no fuésemos más sagaces diríamos que esto es un especie de depósito gigante, variado y bonito. Pero no duermen. Los artículos sólo esperan; aguardan la transacción, la compraventa, como el drogadicto profesional aprende a esperar su droga, aún y si se está muriendo por una dosis. Entonces se trata de una falsa fijeza. Así como se trata de una falsa variedad: todo es lo mismo, más de lo mismo, mejor de lo igual. Ninguna cosa que yo pueda adquirir aquí me cambiará la vida de manera radical.
Sólo lo sagrado es habitable. El centro comercial sólo es circulable. Si me siento, es como si estoy traicionando un poquito su esencia, que no estoy formando parte del trazado. Nada debe acumularse, ni yo mismo sentándome, en esta vorágine de la asimilación. Si tengo malestar y me siento, me sentiré particularmente mal, me sentiré peor. Si soy un perdedor y me siento en la banca seré dos veces un perdedor, porque el Centro Comercial se tomará la molestia de convertirme en un insecto. Y todos lo sabrán.
1 comentario:
Magnífico Maurice! Bellísimo como todos tus trazos de síntomas urbanos, interrupciones de flujo en la máquina continua y dispersa.
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