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"El Código Da Vinci” o el enigma de los best–sellers


Una reseña publicada en la Revista de San Carlos, cuando el boom del reputo libro.


Un título bonito, un éxito descomunal. En la librería Sophos, le reservaron el sitial de honor durante varias largas semanas. Por fortuna, el entusiasmo ya empieza a decaer, sustituido por otro libro… de Dan Brown.

Sí, sí, es mejor leer los libros cuando el revuelo disminuye…

Por supuesto, El Código Da Vinci tendrá siempre a su disposición un público cautivo: siempre hay voluntarios dispuestos a impugnar la compulsiva historia de un hombre llamado Jesús; siempre existen aquellos que encuentran en lo oculto y en lo arcano una sombra refrescante, como una sombrilla clavada en la playa ardiente del tedio.

Un par de títulos y lecturas Nueva Era comprados en De Museo bastarán. Sólo un poco de lobreguez, algo con lo cuál emocionarse un poquito, y sentirse parte del Gran Misterio. Como cuando pasaban las historias de Mulder y Skully por la tele. No es difícil predecirlo: el próximo Expedientes Secretos X de la televisión será sin duda un programa sobre sociedades secretas, templarios, masones, rosacruces. Está simplemente en el aire. Mientras la humanidad se vuelve hiperconsciente de la naturaleza de las conspiraciones, desciende la mística de éstas, gradualmente hasta su grado TV, esto es: su grado de puerilidad máxima.

Emocionó muchísimo en su momento la última escena de los Buscadores del Arca Perdida: cuando un hombre está almacenando el Arca de la Alianza en un sitio con miles de miles de cajas, y queda claro que en cada caja hay un objeto no menos enigmático que el receptáculo de las tablas de la Ley. La película de Indiana Jones ya es un poquito vieja, pero hoy en día el hombre emprendedor sabrá encontrarse con informes similares: desde el juego para Playstation Lara Croft, hasta El Código Da Vinci, del escritor norteamericano Dan Brown.

¿Se puede ser más norteamericano que Dan Brown? Parece que aprendió a escribir viendo películas. ¿Se puede ser más norteamericano que eso? Todos sus recursos proceden del cine, da la impresión. Más que un buen libro de literatura, su libro es un buen y trivial guión de cine, una invitación a la butaca y el pop–corn. Un experto en ritmo, en la cadencia del relato… un hijo del cine, sí. Que no extrañe que en poco tiempo aparezca El Código Da Vinci, la película. Y seguramente no la va a filmar Darren Aronofsky.

Como thriller policiaco –esto es: como un conjunto de operaciones narrativas muy precisas y meditadas– el libro funciona a la perfección, y asimila las mejores técnicas del juego. Dan Brown es un buen narrador, en el sentido de que te lleva de la página uno a la última página sin problemas (salvo trozos pobres, prescindibles, no son tantos) a través de pequeños capítulos eficaces. Un auténtico Atador de Cabos: suspense impecable, golpes de efecto, y secuencia casi perfecta. Es obvio que tiene el don de la ocurrencia, de la vuelta de tuerca. Pero el problema queda justamente en el ingente exceso de trama, o lo que es igual: la falta completa de psicología, tanto en los personajes como en los ambientes. Por lo mismo, su novela es como un aeroplano muy veloz pero a la vez muy torpe. Hacia la página 492 uno ya comienza a enojarse. Tanto movimiento le descodifica la paciencia a cualquiera.


El alter ego

El policiaco es un género cuyo mayor reto es su volumen bibliográfico: por cada solución o trama ingeniosa que se ha descubierto en el pasado, existe una menos disponible en el presente. El lector de policiacos, el lector serio, es de hecho un lector tan severo que es capaz de recordar el giro de una trama que leyó hace veinte años, y de recordarla con la nitidez con que se recuerda una enfermedad de infancia. Por lo tanto, no es fácil burlarlo. Nadie podrá volver a intentar The Murders in the Rue Morgue: está hecho, y la gente lo sabe. Cada solución reclama soluciones más creativas, más desconcertantes.

Anta la imposibilidad de hacer policiacos simples, puros y duros, como antes, novela negra sin más, se ha optado por hacer policiacos de la erudición, de la historia, de la religión, de la tecnología. Umberto Eco es el mamut del género. En efecto, El Péndulo de Foucault es un poco o un mucho el alter ego de El Código Da Vinci.

Ha quedado dicho que ambas novelas son policiacos de la cultura, de la sapiencia, del conocimiento, y aquí vamos a agregar, no de cualquier conocimiento, sino del conocimiento encriptado, el alto conocimiento. Ambas novelas transcurren en Paris (a nuestros ojos, sigue siendo simbólicamente la capital del saber, y asimismo la capital formal del misterio esotérico). Incluso, ambas novelas transcurren en un museo. ¿Y qué es un museo sino el símbolo máximo de la cultura?

Por supuesto, El Péndulo de Foucault también fue un best–seller, y sin embargo distinto a El Código Da Vinci. Estamos hablando de dos públicos distintos. ¿En qué radica la diferencia entre ambos libros? Bueno, en principio, comparado con El Péndulo de Foucault, El Código Da Vinci palidece en referencias (además de tener la clara desventaja de haber sido escrito después). Si al lector le ha parecido que el libro de Dan Brown es una ficción especializada, es que no ha leído el libro de Eco. Además, el libro de Brown se permite ciertas concesiones didácticas. Un ejemplo: Brown habla en un momento dado de las Tullerías, que para el caso se ve obligado a describir de esta manera: “el equivalente parisiense del Central Park”. Está demasiado consciente de sus lectores, que son, justamente, lectores de best–sellers.

Otra diferencia capital es el lenguaje. Eco nos propone una prosa más compleja, menos filmable. A diferencia de El Código Da Vinci, El Péndulo de Foucault es intransferible al cine, al menos sin mutilación evidente. ¿Por qué? Porque es literatura en el sentido más exigente del término. Escrito con una pobreza exasperante, El Código Da Vinci carece de la agitación gramática de las grandes novelas, es más bien una novela verbalmente seca. En todo el libro –y es un libro más bien grande– solamente se hallan unas pocas frases realmente ilustres. Sus metáforas son simples, cuando no burdas (“Se acercó a las enormes puertas, que se abrieron como una boca”). Sus diálogos, rígidos. Los personajes nunca se materializan del todo; no tienen matices…

Pero sobre todo, se agradece la novela de Eco porque nos hace pensar sobre el misterio y la mentira del misterio. Brown no se atreve a tanto. El Péndulo de Foucault parece decirnos al final: los seres humanos inventamos complejidades y criptografías, arduos protocolos y complicaciones, no para defender, y mucho menos revelar la verdad, sino para alimentar nuestra soberbia y nuestro afán de poder, ese traje costoso. En la novela de Brown, los personajes principales quedan muy contentos porque la verdad no sale a luz. Así es como se vende libros en América.

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