A Monteforte lo leí en el colegio y ya en el colegio lo respetaba.
Yo había leído cuentos suyos.
Lo conocí personalmente en la presentación de su libro Llegaron del mar, cuando fue reeditada por Piedra Santa. Diré que esa novelita o novela es lo mejor que hizo don Mario, allí su prosa está en óptimas condiciones.
Murió sin concluir sus memorias, se deduce que las memorias es preciso escribirlas mejor a la par de la vida.
De eso, de la vida, y asimismo de la muerte, don Mario sabía lo suyo. ¿Le preocupaba la muerte? Muchísimo. “No es porque la siento próxima”, me dijo cierta vez. “Próxima yo la he sentido siempre”, agregó.
Presenté un libro suyo, que se llama Los adoradores de la muerte. Un libro malo, pero el honor de presentarlo fue más fuerte.
Leyó mi primer libro y le gustó o me dijo que le gustó. A veces almorcé con él, y lo escuchaba casi sin decir nada. Decir algo correspondía a desperdiciar un valioso y pertrechado segmento de información. Era un brillante conversador. Lo entrevisté numerosas veces, y poseo –las busqué– dos entrevistas grabadas (supongo que borré las demás) que guardaré hasta que alguien haga algo interesante con ellas. Tuvimos una relación sobre todo periodística, estuviésemos o no trabajando: yo preguntaba, él respondía.
Ahora me siento un tanto huérfano, y ahora más que nunca me gustaría preguntarle cómo hizo para lidiar con ciertos problemas domésticos o narrativos.
Era bravo y solemne, y también reía o cortaba circunstancialmente la conversación con una salida ingeniosa, vulgar o un chiste, pero su risa nunca era mayor que su solemnidad y no amenizaba. Hasta hace muy poco tuve una foto de cuando cumplió noventa años: una comida que se hizo para él y sus amigos en Bancafé. La foto no me gustaba, por lo que siempre que la miraba flotando en algún lado del escritorio volvía a preguntarme si debía guardarla o más bien no. Debí haberlo hecho. La diferencia generacional era rotunda (sesenta años), pero comunicábamos.
Una vez llamó y habló conmigo, y me preguntó cómo estaba: “Por alguna razón deprimido”, respondí. “Hombre”, replicó indignado, “razones para deprimirse hay muchas”. Y me exhortó a que cambiase de ánimo.
Monteforte se encabronaba, pero no se deprimía.
Ya su piel trascendida es el pergamino de las palabras.
Yo había leído cuentos suyos.
Lo conocí personalmente en la presentación de su libro Llegaron del mar, cuando fue reeditada por Piedra Santa. Diré que esa novelita o novela es lo mejor que hizo don Mario, allí su prosa está en óptimas condiciones.
Murió sin concluir sus memorias, se deduce que las memorias es preciso escribirlas mejor a la par de la vida.
De eso, de la vida, y asimismo de la muerte, don Mario sabía lo suyo. ¿Le preocupaba la muerte? Muchísimo. “No es porque la siento próxima”, me dijo cierta vez. “Próxima yo la he sentido siempre”, agregó.
Presenté un libro suyo, que se llama Los adoradores de la muerte. Un libro malo, pero el honor de presentarlo fue más fuerte.
Leyó mi primer libro y le gustó o me dijo que le gustó. A veces almorcé con él, y lo escuchaba casi sin decir nada. Decir algo correspondía a desperdiciar un valioso y pertrechado segmento de información. Era un brillante conversador. Lo entrevisté numerosas veces, y poseo –las busqué– dos entrevistas grabadas (supongo que borré las demás) que guardaré hasta que alguien haga algo interesante con ellas. Tuvimos una relación sobre todo periodística, estuviésemos o no trabajando: yo preguntaba, él respondía.
Ahora me siento un tanto huérfano, y ahora más que nunca me gustaría preguntarle cómo hizo para lidiar con ciertos problemas domésticos o narrativos.
Era bravo y solemne, y también reía o cortaba circunstancialmente la conversación con una salida ingeniosa, vulgar o un chiste, pero su risa nunca era mayor que su solemnidad y no amenizaba. Hasta hace muy poco tuve una foto de cuando cumplió noventa años: una comida que se hizo para él y sus amigos en Bancafé. La foto no me gustaba, por lo que siempre que la miraba flotando en algún lado del escritorio volvía a preguntarme si debía guardarla o más bien no. Debí haberlo hecho. La diferencia generacional era rotunda (sesenta años), pero comunicábamos.
Una vez llamó y habló conmigo, y me preguntó cómo estaba: “Por alguna razón deprimido”, respondí. “Hombre”, replicó indignado, “razones para deprimirse hay muchas”. Y me exhortó a que cambiase de ánimo.
Monteforte se encabronaba, pero no se deprimía.
Ya su piel trascendida es el pergamino de las palabras.
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