Cohen. No veo mejor individuo en la faz de la tierra. Una reseña escrita para siglo XXI.
El ejemplar Leonard Cohen nos lega el más rotundo de los testamentos artísticos: el Libro del anhelo. Aquí encontraremos sus mil rostros iluminados y sus mil sórdidos rostros.
Por un lado tenemos al gran Cohen, canadiense reverenciado por cualquier mente sensible del planeta, surtidor de algunas de las canciones más significativas con las cuales se puede topar un ser humano en su tránsito peristáltico terrenal –canciones desde Suzanne hasta Waiting for the miracle, pasando por (la hermosamente covereada por Jeff Buckley) Halleluyah. Cohen es el Cocteau de nuestro lado del océano. El patriarca, el crecido, el argumento acabado de la propia genialidad, ya sea en la música o en la literatura. En cualquier lado o caverna en donde su criptovoz ha retumbado hay un altar listo para él, para este viejo cantante que sigue cantando en el siglo XXI.
Sí, es uno de los Famosos. Y además es uno de los Santos. Criaturas angelicales como Cohen, que hacen cosas aéreas, inútiles: meditar. Tenemos al Cohen aspirante de la limpieza radical, el monje zen de Mount Baldy, absorbido por interminables retiros, trabajando en su incesante subjetividad. La búsqueda espiritual de un judío de pura cepa jugando del lado de los rapados, y no exactamente los fascistas. Su gran maestro fue el gran maestro Kyozan Joshu Roshi. En algunos de sus versos hay un efecto koan y algo de haiku y un espléndido ajá. En una época en donde la religión no se estila entre los marginales, se agradece la siempre súbita presencia de Cohen.
Pero opuesto a este varón o hercúleo o beato, tenemos al pequeño sucio Cohen, adolescente y confundido perpetuo, haciendo dibujitos y machacando apuntes. Habitual Incluso desde su consagración y su importancia tiene que lidiar con la hipercotidianidad y con el insomnio, tan siempre gris. Y más aún, tenemos al Cohen desahuciado, con ese olor a cloaca, sinvergüenza predicando la mugre, Cavafis que se ahorca con la soga del deseo, con un viejo cigarro en la boca, y algo de sucio y denostado, y la dignidad tramposa de un cojo sempiterno. Hay indignación radical, hay autoasco, un eros desacralizador entre los silencios manchados de sangre. “Entonces vi que quedaban océanos/ Para carroñeros como yo”. O también: “mi droga secreta es la muerte”. Poemas que son intimidades con los que un hombre espiritual se desenmascara a sí mismo, se sabe farsante, narcisista, perennemente autorretratado. Un descreído que duda de sus propias habilidades espirituales, y que sabe, acaso, que hay algo de fiasco en todo este asunto, el de la Iluminación.
Estos Cohen tan distintos, ¿cómo reconciliarlos? Sólo en la dimensión–engrudo de la poesía se puede dar semejante bienaventuranza. Allí se dan la mano el rockstar y el monje, el santo y el vicioso. Cohen utiliza la poesía como fuerza mediadora entre sus complejas personalidades. Lo ha hecho en sucesivos libros, tales como La caja de especias de la tierra, o Comparemos mitologías. Estar en intimidad poética con Leonard Cohen ya es algo de agradecer. En Cohen encontramos la soledad sublime, fecunda del poeta, el vacío que todo lo puede y todo lo perdona. El Libro del Anhelo (libros de poemas ilustrado por cierto por el propio Cohen) es una suerte de diario poéticoespiritual que su autor hizo a lo largo de más de veinte años (eso dice la contraportada). Ejercicios verbales a la vez automáticos e hiperconscientes, de donde brota la más virtuosa tensión lírica. Hay sencillez pero también imagen, humor pero interioridad, ocurrencia pero monólogo, sinapsis pero reelaboración infinita. Y una dosis inefable de locura sagrada, la única que nos salvará de la maldición de los opuestos.
Ficha técnica
Título: Libro del anhelo
Editorial: Lumen
Año: 2006
Páginas: 247
El ejemplar Leonard Cohen nos lega el más rotundo de los testamentos artísticos: el Libro del anhelo. Aquí encontraremos sus mil rostros iluminados y sus mil sórdidos rostros.
Por un lado tenemos al gran Cohen, canadiense reverenciado por cualquier mente sensible del planeta, surtidor de algunas de las canciones más significativas con las cuales se puede topar un ser humano en su tránsito peristáltico terrenal –canciones desde Suzanne hasta Waiting for the miracle, pasando por (la hermosamente covereada por Jeff Buckley) Halleluyah. Cohen es el Cocteau de nuestro lado del océano. El patriarca, el crecido, el argumento acabado de la propia genialidad, ya sea en la música o en la literatura. En cualquier lado o caverna en donde su criptovoz ha retumbado hay un altar listo para él, para este viejo cantante que sigue cantando en el siglo XXI.
Sí, es uno de los Famosos. Y además es uno de los Santos. Criaturas angelicales como Cohen, que hacen cosas aéreas, inútiles: meditar. Tenemos al Cohen aspirante de la limpieza radical, el monje zen de Mount Baldy, absorbido por interminables retiros, trabajando en su incesante subjetividad. La búsqueda espiritual de un judío de pura cepa jugando del lado de los rapados, y no exactamente los fascistas. Su gran maestro fue el gran maestro Kyozan Joshu Roshi. En algunos de sus versos hay un efecto koan y algo de haiku y un espléndido ajá. En una época en donde la religión no se estila entre los marginales, se agradece la siempre súbita presencia de Cohen.
Pero opuesto a este varón o hercúleo o beato, tenemos al pequeño sucio Cohen, adolescente y confundido perpetuo, haciendo dibujitos y machacando apuntes. Habitual Incluso desde su consagración y su importancia tiene que lidiar con la hipercotidianidad y con el insomnio, tan siempre gris. Y más aún, tenemos al Cohen desahuciado, con ese olor a cloaca, sinvergüenza predicando la mugre, Cavafis que se ahorca con la soga del deseo, con un viejo cigarro en la boca, y algo de sucio y denostado, y la dignidad tramposa de un cojo sempiterno. Hay indignación radical, hay autoasco, un eros desacralizador entre los silencios manchados de sangre. “Entonces vi que quedaban océanos/ Para carroñeros como yo”. O también: “mi droga secreta es la muerte”. Poemas que son intimidades con los que un hombre espiritual se desenmascara a sí mismo, se sabe farsante, narcisista, perennemente autorretratado. Un descreído que duda de sus propias habilidades espirituales, y que sabe, acaso, que hay algo de fiasco en todo este asunto, el de la Iluminación.
Estos Cohen tan distintos, ¿cómo reconciliarlos? Sólo en la dimensión–engrudo de la poesía se puede dar semejante bienaventuranza. Allí se dan la mano el rockstar y el monje, el santo y el vicioso. Cohen utiliza la poesía como fuerza mediadora entre sus complejas personalidades. Lo ha hecho en sucesivos libros, tales como La caja de especias de la tierra, o Comparemos mitologías. Estar en intimidad poética con Leonard Cohen ya es algo de agradecer. En Cohen encontramos la soledad sublime, fecunda del poeta, el vacío que todo lo puede y todo lo perdona. El Libro del Anhelo (libros de poemas ilustrado por cierto por el propio Cohen) es una suerte de diario poéticoespiritual que su autor hizo a lo largo de más de veinte años (eso dice la contraportada). Ejercicios verbales a la vez automáticos e hiperconscientes, de donde brota la más virtuosa tensión lírica. Hay sencillez pero también imagen, humor pero interioridad, ocurrencia pero monólogo, sinapsis pero reelaboración infinita. Y una dosis inefable de locura sagrada, la única que nos salvará de la maldición de los opuestos.
Ficha técnica
Título: Libro del anhelo
Editorial: Lumen
Año: 2006
Páginas: 247
No hay comentarios:
Publicar un comentario