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Ballard el ambidiestro


Necesitaba dinero, así que le dije a Rafa, de la Revista de la USAC: vos, necesito pisto, ¿me das chance de redactar algo para la revista? Me dijo –Rafa es bastante de a huevo– que sí. Y yo no tenía idea de qué escribir. Entonces observé el anaquel: Ballard, Ballard destacó. Hice la cosa, el ensayo, se lo envié. Justo antes de salir publicado, se muere Ballard. No voy adjudicarme dones proféticos, pero yo a Ballard no lo leía desde hace un buen rato. ¿Por qué se hizo tan imprescindible acercarme de él, justamente a él, el artista de la clarividencia, de golpe?Díganmelo.



Y hace un año nos enterábamos: J.G. Ballard, el extraordinario escritor de ciencia ficción, sufría de cáncer prostático terminal. Como compensando, como juntando la infinita cal y la infinita arena, Ballard nos entregaba, además de la asquerosa noticia, una rutilante autobiografía, titulada Milagros de vida, publicada en 2008 por Mondadori, y la promesa de un nuevo libro: Conversations with My Physician (Conversaciones con mi médico). Podemos anticipar que éste último vendrá acompañado de toda clase de apreciaciones exaltadamente inteligentes sobre su enfermedad, la clase de apreciaciones que nos reventaron la tapa del cerebro en libros como Crash (llevada al cine por Cronenberg), Rascacielos, La bondad de las mujeres, Noches de cocaína, Super–Cannes, o El imperio del Sol, basada en su propia historia en un campo de concentración japonés, y luego convertida en película famosa por un tal Spielberg.

Aún si Ballard no es precisamente joven (nacido en 1930), no deja de ser su enfermedad una desagradable sorpresa. Especialmente, porque apenas nos habíamos enterado de que Terry Pratchett, otro genio de la literatura de la imaginación, había sido diagnosticado con Alzheimer.

La inminente muerte de Ballard es como una mancha en el techo de nuestro cuarto que no nos atrevemos a mirar, en ciertas tardes de completa desolación. Y sin embargo está allí, y hasta se mueve un poco, como si más que mancha, humedad, liquen grotesco, fuera una grave sustancia alienígena. Mejor por fin reconocer y aceptar su presencia; o terminará devorándonos en su avanzar amortizado.

Aceptemos la presencia de la muerte de Ballard. Hora de tributar, malditos. Reveamos aquellas maravillosas ideas que ya nos ha dejado, capítulos de una percepción superior con los cuáles se atrevió a desmantelar el estúpido paralelepípedo en el cual nos hemos encerrado confortablemente a vivir. Es por medio de sus obsesiones cómo vamos a liberarnos para siempre de las nuestras. Y por medio de sus fábulas como despertaremos al fin de nuestras pesadillas sicóticas.

Y el mejor libro para acompañarnos en esta empresa es J.G. Ballard Quotes (REsearch, 2004), una nutrida compilación de cuatrocientas páginas de citas ballardianas coagulada por V. Vale y Mike Ryan. Definitivamente, la mejor herramienta –ésta– para comprender el edificio ideológico del escritor británico, y además una edición nada mamarracha, al contrario, rejuguetona (con ilustraciones extravagantes, por ejemplos las deliciosas fotos de Ana Barrado) pero a la vez impecablemente clara, definida, camarada, amigable. He allí en síntesis toda la supernova ballardiana –ficción y no ficción– desde 1962 hasta el 2003. Un libro para aceitar el neocórtex.

V. Vale es un publisher que dirige REsearch, proyecto fabuloso del underground de San Francisco, publicando revistas y libros que son como hongos fantásticos. Ha cimentado un homenaje riquísimo a figuras míticas de la periferia, desde Burroughs hasta Henri Rollins, e iniciado exitosamente una relación editorial/espiritual con Ballard (además del libro ya citado, REsearch posee otro libro bastante seminal, J.G. Ballard: Conversations, recopilación de entrevistas). Un dato curioso de V. Vale es que comenzó su carrera en la publicación creando un fanzine –Search and Destroy– originalmente patrocinada por Ferlinghetti y Ginsberg.

En J.G. Ballard Quotes encontramos el súmmum del pensamiento ballardiano. Definitivamente, no se pueden encontrar insights más desafiantes y terroristas en un libro de quince dólares. En sus cavidades, encontrará el lector criaturas sumamente bellas y tóxicas, tarareando verdades sobre la sociedad contemporánea.

Hay un poderoso sentido de continuidad entre la claridad quirúrgica, intelectual, de Ballard, y las atmósferas empapadamente surrealistas, oscuras, vaginales, que fantasmagorizan su obra. Quien ha leído a Ballard sabe lo acabado que es como escritor, en tanto que su paleta verbal está perfectamente diseñada para vehicular simultáneamente lo racional y lo irracional, en un doble movimiento ambidiestro. Y el tejido conectivo entre ambos universos es la ciencia ficción. Por su naturaleza, la ciencia ficción permite el merging de los más elaborados sets de abstracciones mentales con los devaneos alucinatorios más carnavalescos. Es un maravilloso género para aquellos que desean funcionalizar la totalidad de su cerebro. Ballard intuye simultáneamente tanto el lado ideológico-neurológico de las cosas como su lado sexual–estético. Las fronteras se pierden. El artista y el filósofo son uno y el mismo.

Para fines puramente anatómicos, vamos en seguida a separar los tópicos “cerebrales” de Ballard de sus tópicos “visionarios”, a sabiendas de que se trata de una separación artificial –una manera de asesinar la mariposa con el alfiler. La genialidad de Ballard radica justamente en el modo en que nos muestra la secreta consubstancialidad de ambos planos. Que el Ballard estudiante de medicina (en efecto, estudió medicina dos años antes de entregarse a las letras) nos perdone semejante disección.


El sueño de la razón

“El sueño de la razón produce monstruos”, asentó Goya, y se rasgó el velo del templo. Toda la obra de Ballard es una masiva apostilla a esta frase. Un examen tremendo sobre cómo todos esos sueños civilizatorios no han producido otra cosa que muerte. Para empezar, ha muerto la realidad, y ha muerto el futuro, y la sanidad, y el hombre, y América. (“De lo que he estado escribiendo es, en un sentido, de la muerte de la tecnología, de la muerte de América”.)

Las conclusiones de Ballard no son el resultado de una trivialización teórica compulsiva e histérica, sino la apreciación lúdica de un ser humano en completa posesión de su inteligencia. Ballard se nos presenta como un ideólogo de la realidad que se ha rebelado contra el tráfico obsceno de contenidos, y cuyo instinto filogenético nato le permitido desarrollar un poder enorme de pronosticación.

Y los pronósticos no son buenos. El futuro, para Ballard, no será otra cosa que una lucha entre distintos sistemas de psicopatología, o el craso matrimonio entre Microsoft y Disney, y un lugar para siempre sin afecto. En realidad, el futuro ya está muerto: se murió en algún lado de la década de los cincuenta, nos dice. “Quizá con la explosión de la bomba de hidrógeno”, completa Ballard.

En este contexto, la ciencia ficción como embajadora del futuro también ha muerto. “No tiene sentido escribir sobre el futuro –el futuro está aquí. El presente ha anexado el futuro a sí mismo”, nos dice Ballard. En efecto, ¿qué rol juega el escritor de ficción en un mundo que ya es en sí mismo ficción? A partir de Ballard el set utópico y elíseo del espacio sideral dejó de tener sentido. “Soy como un virus que se subió y penetró la virtud de la Ciencia Ficción y comenzó a pervertir su ADN”. Sólo queda un espacio a considerar, y es el espacio interno. Tras ese espacio interno se movilizaron Ballard y Phillip K. Dick y otros dignos representantes de la New Wave. La poesía bradburyana del espacio externo había dejado de existir.

¿El pasado? “El pasado, en términos sociales y psicológicos, se volvió una víctima de Hiroshima y la era nuclear”, nos dice Ballard, en el prólogo de Crash. Por otro lado, podríamos aferrarnos al presente, pero el presente hace mucho tiempo que no es más que una expresión desaforada de nuestro dramatis personae apocalíptico. El 11/S fue más un filme, un plagio, una rivalización absoluta con todas nuestras fábulas de box office, un cómic trascendental, que un evento real.

Nuestra es la era del entumecimiento. Como esos gordos de Wall–e, calibrados por los beatos fogonazos de las pantallas sempiternas, el infierno vacío de la convergencia digital, y el “media landscape”. (“Los media son la realidad que la mayoría de personas habita”.) Una “tiranía sonriente”, el “condominio del tedio”. Suburbia extrema para los futuros Manson de los desiertos neocorticales, nacidos en una sociedad en donde, como quedó dicho en Super–Cannes, “hasta el alma humana tiene código de barras”.

Porque de todo este monopolio del aburrimiento y el agotamiento nervioso saldrá o ya ha salido, a modo de compensación, una psicopatología voraz: es la única salida al chovinismo suburbano y hábitat de seconal en el cual vivimos. Una nueva calistenia de crímenes sin motivo y un repertorio de american pychos a caballo entre la vida en los odres administrativos y los asesinatos nocturnos (“Todos mis psicópatas son socialmente integrados”.) Cada vez nuestras adicciones serán más y más incompetentes. Nuestros programas se volverán más laicamente extremos (los Nip/Tucks del futuro) pero por lo mismo progresivamente menos hábiles para hacernos sentir cualquier cosa verificable, repertoriable en una realidad significativa. Por tanto, procederemos a adicciones terminales, en donde nuestras dendritas arderán en la vasta orgía psicoevolutiva. Freud y Darwin arrancándose mutuamente los labios. Y nos degustaremos dispararando bretonianamente contra las multitudes, cosa que por demás ya se volvió hábito desde Columbine hasta Winnenden, y llevaremos hasta las últimas consecuencias la unio mystica del sexo y la tecnología. Crearemos clubs de pelea a lo Chuck Palahniuk, y apuñalaremos a nuestras segundas esposas a lo Norman Mailer. Todo esto sobre las alfombras mullidas de nuestras bunkers empresariales, o en la paz sin presagios de nuestras comunidades cerradas. En Super–Cannes: “Los Adolfo Hitlers y Pol Pots del futuro no saldrán del desierto. Saldrán de los centro comerciales y los parques de negocios corporativos”.


La razón del sueño

Lo hermoso de Ballard, lo que propaga en nosotros una lealtad a sus definidos universos, es el modo en que este escritor está enamorado de sus temas filosóficos desde un punto de vista puramente, incorruptamente estético. Si sus ideas no fueran visiones, nos limitaríamos a leer a Baudrillard. Pero en Ballard todo está surrealizado, abastecido de conexiones inconscientes profundas, de sinestesias encantadoras y perturbadores imágenes, que vitalizan sus nociones dándole una contraparte instantánea y exenta de mediación intelectual.

Ello se debe en buena parte a su condenada admiración por los grandes pintores, especialmente los surrealistas. En su texto En lo que creo, él mismo se encarga de decirnos: “Yo creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Titian, Goya, Leonardo, Vermeer, Chirico, Magritte, Redon, Durer, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y todos los artistas invisibles en las instituciones psiquiátricas del planeta”.

“A veces pienso que toda mi escritura no es sino el trabajo compensatorio de un pintor frustrado”, confiesa en Paris Review, en 1984.

Y en una entrevista, argumenta: “Yo no vi las exhibiciones de Francis Bacion, Max Ernst, Magritte y Dalí como muestras de pinturas. Las vi como las más radicales declaraciones de la imaginación humana jamás hechas, a la par de los descubrimientos radicales de las neurociencias o la física nuclear”.

No hay duda que este banco de imágenes lo dotó de cierto afecto por los paisajes viscerales, playas desiertas, hoteles abandonados, piscinas vacías, aeropuertos, supercarreteras, espacios fosilizados, vestíbulos sin tiempo. “Los paisajes externos reflejan directamente estados interiores de la mente”. Es como si la experiencia misma legitimara los argumentos extravagantes de Ballard, posibilitando toda clase de contextos oníricos extremadamente sugestivos.

En la estética ballardiana, necesariamente hay un lugar para la estética de la subversión. Y en este caso de una subversión liderada por la insanidad misma. Por un lado, pareciera ser que Ballard lanza una advertencia contra la locura que el ser humano está generando. Por el otro, parece considerar la psicopatología como redención, y acoge las corrientes subterráneas del sexo, la violencia y la muerte como brújulas de la desocultación. Es la famosa ambigüedad moral ballardiana. “La ambigüedad está en el corazón de todo.” “Volverse loco es la única manera de quedarse cuerdo”, dice. Nos invita a una “voluntaria y sensible psicopatía”. Sin rendirle un estúpido tributo, no desacredita la demencia y el crimen como forma de significación. Para empezar, en su oficio de escritor, en donde nos dice que establece deliberadamente “una franja mental obsesiva” para poder trabajar. “Siempre he tratado de hacerle justicia a mis obsesiones”, completa.

Volvamos al texto En lo que creo, en donde llanamente explica: “Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo”.

La locura del arte es superior a la mentira de la realidad. “El arte existe porque la realidad no es ni real ni significativa”.

Si existe una salida a toda la tecnocarroña reinante, será por vía de la remitologización, y por vía de enervar todos los poderes de la creatividad y la imaginación. Lo hermoso de Ballard es que siendo tan actual y tan siglo XXI (padre indiviso de los cyberpunks) nos ofrece una salida tan elegante, tan seminal, y tan… cardoziana, en tanto que misteriosa pero sin afecciones religiosas puntuales de ningún tipo.


El chamán del nihilismo

Cuando Alex Grey realizó su pintura titulada Gaia –retrato formidable de un árbol cósmico– situó elementos que son ya vulgarmente familiares para nosotros: las torres gemelas, esos aviones ominosos volando en el cielo, a George W. Bush, y puso en el mix a un terrorista… Es casi aburrido, salvo que la pintura fue realizada en 1989 –esto es: diez años antes del 11/S.

Hay artistas con un enorme poder de anticipación. Así, por el ejemplo el Mailer de El Negro Blanco, que supo describirnos en 1957 lo que habría de ser el masivo y machacante imperio del hip hop en el mundo, cuarenta años después.

El espíritu de pronosticación en Ballard es a su vez bastante extraordinario. Hay un éxtasis de profecía en toda la obra de Ballard, que rebasa el mero anticipo propuesto por la ciencia ficción. Su precisión casi da miedo (en 1962 hablaba con enorme fluidez de un ambiente en donde se derriten los casquetes polares). Es el resultado de una inteligencia crítica al servicio de la observación profunda y de una monomanía sin restricciones imaginativas –otra vez su habilidad como ambidiestro. La profecía no es otra cosa que la conexión de la claridad intelectual con las profundidades del inconsciente; de la sociología científica con la paranoia sin reservas en plan William Burroughs o Phillip K. Dick, carajo.

David Pringle –que bien podríamos considerar el guardián intelectual de la obra de Ballard– teclea en su libro Ciencia Ficción Las 100 mejores novelas, sobre Ballard: “Concentrándose obsesivamente en el futuro tal como se revela en el presente, Ballard se ha convertido en el más mordaz de los profetas modernos”.

Ballard confirma lo dicho por Pringle, y nos dice que sus novelas están situadas en un “presente visionario”.

Uno mira cosas –cosas digamos como You Tube– y uno sabe que son puras emanaciones ballardianas. Ballard ya había escrito de todo esto antes de que existieran, y ahora que existen las aborda nuevamente, lo cuál da un efecto raro. Es como si un profeta del Apocalipsis viviera lo suficiente como para presenciarlo. Uno se muerde los labios, porque sabe además que muchas de las profecías ballardianas están por cumplirse, y serán divertidas a más no poder (por ejemplo, la primera religión nacida completamente en Internet).

Lo bonito con Ballard es que no acompaña todo este poder profético de ninguna carga de moralismo. Ballard no enjuicia. Y tampoco salva. “Mi ficción es investigativa, exploratoria, y no ofrece conclusión moral alguna”. No hay ninguna clase de compensación, como si lo tienen otras críticas a la realidad (por ejemplo, Zeitgeist, con su proyecto Venus, que pertenece a la prehistoria de las visiones futuristas). Ballard entiende que sólo el hecho de ver con semejante profundidad es un acto moral en sí mismo, y el más alto, acaso, de todos. Se trata, a todas luces, de una auténtica ética de la clarividencia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Intuición, supongo.
Sergio

 
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