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Gálvez Suárez: claro y complejo

Leído ya el último libro de Gálvez Suárez, La palabra cementerio. 

Gálvez Suárez es la solícita exigencia  –el puro engace– de crear cosas estructuradas. Es así como él se va adueñando de su tiempo y espacio narrativo, abosquejando una realidad literaria solida y funcional, pero también sugerente y fina de planos. 

Y con ello van todas las pequeñas adherencias, las prolijidades, las medidas, las precisiones, la manía, se diría, que aborrece el descuido, que aborrece la platitud, que aborrece, más allá de toda duda, el lugar común.

Y lo notable es cómo consigue luego el autor reunir estos detalles todos –todas estas enhebraciones y finuras– en un big picture. 

En efecto, uno se pregunta cómo, con tantísima intención narrativa, el resultado final queda tan perniciosamente sobrio, aún en aquellos cuentos que podrían beneficiarse de más síntesis, más contracción y menos despliegue. 

Es la naturaleza paradojal de la escritura de Gálvez Suárez. A la par de la limpieza hay eso complejo y revuelto, casi tórrido, conspiratorio, esa masa de insinuaciones, de informaciones no plenamente cedidas, un estilo indirecto libre neblinoso, indiferenciante. 

Y a la vez ocurre que de toda esta argucia perversa nace una estimulante precisión. Eso es evidente en los diálogos, por ejemplo, que se van sumergiendo en los párrafos, interinamente, pero nunca el lector se pierde, nunca el hilo Ariádnico se corta, nunca el autor cae en el esnobismo o la criptocracia escritural. Gálvez Suárez es todo un master del diálogo. 

Esta claridad narrativa de Gálvez Suárez también contrasta con su oscura sensibilidad. Ya habíamos visto esa crudeza en su novela Los Jueces, que refleja a cabalidad los ostracismos violentos de la sociedad en la que vivimos. 

En la que vivimos hasta que nos mata. 

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