Textos escritos para “La inquisición en los tiempos modernos”, una exhibición constuida a partir de obras de Jorge de León y Aníbal López, y vinculada temáticamente a la Antigua Guatemala. Dicha exhibición, curada por Juan Carlos Orellana, nunca pudo darse. Tiempo después releo esto: Aníbal ya está muerto.
Nuestra ciudad
de la Antigua, sede en su momento de la Capitanía General de Guatemala,
representa ornamental, elegiacamente, el prototipo de una ciudad colonial. Aquí
aparcaron bellas iglesias, blasonadas estructuras monásticas, y se positivaron
cuadros contundentes de tiernos penitentes y pasiones religiosas, que cada
cierto tiempo acaban siendo robados.
Llamarla una
ciudad inquisitorial, productora de hogueras y pendencias teológicas, es abusar
de todas las licencias. No tuvimos aquí nosotros un colosal o dramático
Torquemada, ni eventos sangrientos que incluyeran la garrucha o el rocanrol de
la descuartización, como aquellos que uno mira representados en amables
grabados, por demás disponibles en Google Images.
Sí hubo
teóricamente un régimen jurídico–religioso formal en conexión con el Santo
Oficio (en dependencia con los tribunales de México), pero difícilmente podemos
rastrear la clase de persecución psicótica que tuvieron que vivir, cada cual en
su momento, cátaros, moriscos, protestantes, brujas norteamericanas, judíos
españoles, intelectuales europeos, científicos universales y no pocos sensatos.
La clase de persecución que aún hoy se vive en el seno del Islam integrista
profundo.
Y sin embargo,
la Antigua bien nos da, nos ha dado otra clase de Inquisición: una Inquisición
callada, tácita, colaboracionista y represora. En efecto, siempre ha tenido eso
de analretentiva y pasivoagresiva; aún en la actualidad perviven en ellas capas
de un peinado conservadurismo criollo, con su rígida solemnidad religiosa. Es
una gota lenta que cae, una y otra vez,
sobre un cráneo frío.
No hemos de
olvidar que sobre esta clase de conservadurismo Guatemala instauró la
mentalidad encomendera, exploradora, y sembró las grandes dictaduras. Y después
de todo, ¿qué sentido tiene prohibir un libro en un país en donde la gente no
sabe, o no quiere, leer?
Una gran necesidad de pecar
Asturias
escribió esa frase magnífica, refiriéndose a La Antigua: “En esta ciudad de
iglesias se siente una gran necesidad de pecar”.
Tal es el
espíritu de esta exhibición.
Se han
invitado, como pecadores formales, a un par de herejes como lo son Jorge de
León y Aníbal López, ruptores del arte, desuprimidos, irreprimibles,
cismáticos, blasfemos, renegadores, profanantes, delincuentes y diputados de lo
feo: dos gritos.
En su obra,
Jorge de León nos invita a recordar el valor de una flama. Cuando se le
preguntó a Cocteau que qué salvaría si su casa estuviera incendiándose, él
respondió: el fuego.
Y en la obra
de Aníbal, artista intelecto–visceral, lo vemos pisar lo que parece ser sangre,
entraña, en una ceremonia altamente simbólica.
Al ver lo que
hacen estos dos artistas guatemaltecos uno recuerda que inquisición también
quiere decir preguntar (inquirir). Contra lo inquisidor, surge, inflamado,
sangriento, lo inquisitivo.
Una misma galaxia de brutalidad
¿Por qué
“modernos”? Hay un guiño. La “inquisición moderna” es una expresión que separa
la inquisición española de la medieval y pontificia. Implica la idea de que la
Inquisición es un organismo dinámico, que evoluciona y adopta nuevas formas
coercitivas. Todo eso forma parte de un mismo arco, de una misma galaxia de
brutalidad, que llega hasta la máquina torturadora de Kafka –la Solución Final–
y que aún se sigue extendiendo bajo el
aspecto de nuevas modalidades sintomáticas.
De esa cuenta
hay que entender que la “inquisición en los tiempos modernos” en realidad
incluye los premodernos y los posmodernos. La modernidad es solamente una zona
referencial, a la cual no terminamos de llegar y de la cual no terminamos de
salir, en este cintajo ardiente en el cual infravivimos. Las viejas preguntas
no han terminado de parquearse y ya se unen otras más cromadas pero igual de
irresolubles.
Sobre las
ruinas de nuestros monumentos antigüeños pasean los viejos y nuevos neuróticos
sociales. Su próximo punto de agenda será visitar la tumba del Adelantado
(Pedro de Alvarado, fundador de Santiago de los Caballeros, hoy Antigua
Guatemala) para tomarle una foto con su móvil.
Del claustro a la claustrofobia
¿Inquisiciones?
El espacio inquisitorial refrenó sus expresiones barbáricas localizadas, solo
para democratizarse y desujetarse: perder pues su rostro reconocible, en un
océano de anonimato legal. Es la alienación espontánea del mercado totalitario
que ya trascendió incluso al sujeto inquisidor. Y más preocupante todavía: que
ya trascendió el sujeto hereje. Desde hace muchas décadas los filósofos han
puesto en evidencia cómo las sociedades industriales, así como las
posindutriales y espectaculares, absorben las rupturas, se apropian de ellas.
Hay allí otra manera de colonización, pero más fantasmagórica e inasible.
Es así como
hemos pasado de la hoguera a la desertización, de la trampa tribunalicia a la
hiperregulación del deseo. En verdad podemos llamar a las inquisiciones
subvencionadas por la sociedad contemporánea claustrofobias.
Se nos vienen
a la mente algunas: la violencia nihilizadora, las democracias bancarias, el
reinado commodity y la comodidad desdentada, el colonialismo de las urbes, la
obsolescencia planificada, la domesticación mediática, la muerte ecológica, la
tecnodegollina esclavista animal, la hiperfricción social, la corrección
política, el caos material y metafórico, la intolerancia pimpeada, los nuevos
balnearios mitológicos, la migración, la narcofeudalización, el materialismo
espiritual, la nada hecha un selfie.
Etcétera.
Terminaremos
diciendo que, en el universo claustrofóbico, la frontera entre juez y herético
ha dejado de existir. Hemos entrado a un estado de perfecta reversibilidad.
Toda inquisición produce una contra–inquisición, que es una inquisición a su vez
aún cuando niega sus mecanismos de enajenación y asfixia.
En estos
tiempos, todos somos, de una u otra forma, Torturadores.
Jorge de León [1]
1541,
septiembre. La lluvia se deslizaba desde la boca del cielo con furia arcaica,
sobre la ciudad de Santiago, entonces ubicada en las faldas del Volcán de Agua.
Pronto vino el
desastre: la correntada, inundación o deslave, que bajó espectralmente, con
furia excrementicia, desde el mismísimo volcán, y que provocaría la muerte de
Beatriz de la Cueva, esposa del Adelantado. Fue un extraño 11S, que habría de
dejar cientos de cientos de muertos y soterrados. Una de las varias tragedias
elementales que se vivieron en el área, con sus onerosas pérdidas y traslados.
Luego hubo
desastres de la tierra: por ejemplo, en 1717, el terremoto llamado de San
Miguel Arcángel, y los dos de Santa Marta, en 1773.
Por su lado,
el aire también ha dejado su furia, bajo la forma de arteriales tormentas, así
aquella de 2010, llamada Agatha.
¿Qué hay del
fuego? Si el Volcán del Agua dejó su huella sádica, no podemos dejar de sentir
cierta inquietud cada vez que ese otro volcán –el de Fuego– escupe brutal y
tantálicamente esa lava sádica, ese humo atronador, esa ceniza suya. Ya una vez
se vivió un incendio proverbial en esta ciudad, en 1538; y ha quedado en los
anales de la historia.
Cuando el
fuego pierda por fin su paciencia, y retorne, arderán jacarandas, extranjeros,
cerros, hoteles criollos, leyendas, cucuruchos, monumentos, museos, negocios,
artesanías, cafés, restaurantes, barcitos, arderán los solemnes y respetables
habitantes de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros.
Todo se verá
envuelto en un vapor ardiente, llamarada brutal, que desfigurará los rostros,
calentará las piedras.
Jorge de León [2]
En la babelia
telemática de posts y comments, olvidamos a veces que, en otras épocas, las
cosas iban a dar al fuego.
El fuego, la
sustancia ígnea, resumía más o menos todas nuestros destinos y nuestras
pesadillas. Ese fuego lujurioso de purificación, en su lago de fiebre, ardiendo
impersonalmente durante las eternidades, asaba jurídicamente a los inflamables
pecadores, combustionaba a los flexibles hermeneutas, chamuscaba a los braceros
con ideas propias, carbonizaba a las brujas ideológicas, que se consumían
bautismalmente entre columnas de brasa y prisiones de hoguera. El fuego era el
locus final de todos nuestros temores.
Luego nos
dimos cuenta que, además de ser destruidos por el fuego, también podíamos
usarlo nosotros para destruir. Algunos, en su anarquía, quisieron incluso
incinerarlo todo. No solo lo malo, sino todo –pues todo es una versión del mal.
Así pues, esas cosas que desde un ángulo parecen tan bien formadas, desde el
otro son execrables deformaciones.
Eso incluye la
Antigua Guatemala. A la gran mayoría le resulta una ciudad hermosa, con sus
conglomerados de turistas, parquecitos espontáneos, ruinas cavilosas,
estudiantes uniformados, riendo alegremente en las calles de piedra. La Antigua
con su historia tan sanitizada en los websites de turismo.
Pero detrás de
esa Antigua hay otra Antigua, la que fuera sede y símbolo de un régimen
explotador y hambrienta de privilegios.
La acción
artística puesta en estas fotos, a cargo del ladrón de fuego Jorge de León,
traduce el deseo que arda simbólicamente nuestra Antigua farisaica y
fraudulenta.
Para el
inconsciente, el fuego representado sigue siendo el real.
Jorge de
León [3]
Jorge de León
(1976) es un artista limítrofe.
Situado en una
especie de frontera creadora, su historia personal lo llevó a interesarse tanto
en la realidad de la calle como en el arte formal de las galerías, creando
puentes y pasajes entre ambos universos.
De la ciudad
–esa gigantesca ambulancia– conserva cicatrices incendiarias y tatuajes
crudos, violencias de origen clánico, actividades delictivas de todo tipo,
experiencias carcelarias y visceralidades urbanas. Jorge de León es el
dibujante de la alienación social guatemalteca.
En el mundo
contenido de la cultura ha colectado premios y reconocimientos, recogido y dado
saberes artísticos, pero sobre todo ha producido un cuerpo creciente de
trabajos marcados por la curiosidad investigativa y la búsqueda de un oficio
consecuente y comprometido.
A través de
lenguajes híbridos como la acción, el performance y el body art, Jorge de León une dos orillas en una misma claridad de
fuego.
Aníbal López [1]
La Antigua es
piedra, sueño y sangre. Pasa que la sangre ya no es visible: el sol
despreciable del olvido se ha encargado de ocultarla.
Algo hay que
decir de la violencia sangrienta de la naturaleza, que ingresa cuando quiere en
La Antigua Guatemala, con sus venas gordas de damnificados. Pero más que los
sismos, más que las inundaciones, tormentas, desbordamientos, deslaves,
erupciones y lo que fuere, el peor desastre natural es el humano mismo, con su
gravosa falta de respeto hacia el medio ambiente, con su incontenida agresión
demográfica.
El ser humano
lleva una gema de odio y codicia incrustada en el pecho cínico. La llevaba
ciertamente don Pedro de Alvarado, que no liquidó uno o dos indígenas: de su
cuello español cuelgan vastas masacres organizadas. Resultado de ese espíritu
mismo es Santiago de los Caballeros, no hemos de olvidarlo. No hay que dejarse
engañar por el garbo cuadriculado de la ciudad ni por el colorido de sus
flores. Es más bien en sus rastros y mataderos donde encontraremos la fragancia
verdadera de la conquista y la colonia. Esta colonia instauró un orden de
asimetría y explotación, a través de sus centros políticos, en cuenta la
hermosa ciudad que nos concierne, hoy asediada, en contra de las superficiales
apariencias, por los demonios de la administración corrupta y la delincuencia
común.
El proceso de
evangelización por demás supuso un palimpsesto violento, un auténtico genocidio
cultural y espiritual.
El cielo
también tiene su propio rastro, en donde los angelitos rococó descuartizan las
creencias del otro para luego hartárselas, hasta el huesillo, con un buen
vinito sacramental.
Aníbal López [2]
Esta foto, de
composición maestra, es una imagen del maestro Daniel Chauche. Fue tomada en el
Cerro de la Cruz. Retrata una acción restringida: la primera de varias llevadas
en La Antigua por artistas contemporáneos guatemaltecos.
La obra en sí
es de Aníbal López, el sujeto que hemos conocido a veces como A1–53167. Es él
quien aparece en la foto, aunque no podemos verle del todo. No alcanzamos a ver
sus grandes gafas epistémicas, la mínima melena surgida de su calvicie, su
rostro, bueno, de loco, no sospechamos su cojera, ignoramos si está
alcoholizado o no; solo vemos el atuendo negro y las negras botas western
(miren el cincho). Está plantado sobre las vísceras de una res, que
machuca/mancilla. Fíjense: su mano ha quedado justo sobre la cruz, y atrás de
la misma está la ciudad serena, a pesar de culpable. La raíces de la tierra se
confunden con los órganos sanguinolentos, y se confunden con la sangre.
La sangre que
es lo más valioso, pues nadie vivirá sin ella. Y sin embargo la historia ha
querido sublimar a aquellos que la han derramado: a los genocidas patricios con
su ejército de degolladores; a los violantes monstruosos; a todos esos que han
impuesto su propia sangre sobre la sangre del otro, sin embargo desdeñándola,
pues el mestizaje aquí siempre tuvo eso de racista.
Los explotados
–bienes semovientes, ganado– por su lado dejaron la sangre en los graderíos de
la nuevas pirámides laborales del consorcio colonial. Y sobre esta sangre se
pudo, a modo de manto, la sangre de Cristo.
El Cerro de la
Santa Cruz fue el sitio escogido para realizar esta acción artística. Aunque en
rigor cualquier landmark o lugar de Antigua podría haber servido lo mismo: cualquier comercio, casona,
catacumba, calle con flores malvas a los lados, hotelito boutique, ruinas
preciosas, convento, museo, restaurante, mercado, fuente, portal, café internet
o tienda de ropa o galería de arte: todo participa, nepóticamente, de la misma
sangre olorosa, intestinal y humillada.
Aníbal López [3]
Aníbal López
(1964): artista de las marginalidades.
Sigue siendo un áspero periférico en su propia sociedad.
Esta sociedad es la misma que derriba y atropella a sus criaturas en jornadas
emponzoñadas, para luego sorber y libar sus tripas, en alguna cuneta
indiferente.
Algunos lo
siguen conociendo por su nombre de cédula (A–1 53167). Es con tal nombre que ha
firmado ya múltiples trabajos. Ahora que la cédula, como documento de
identidad, dejó de existir en el país, es como si este nombre quedara en algún
limbo sin asideros y espectral.
Uno está
tentado a decir que es en este limbo precisamente donde vive Aníbal López. Que
es en esta zona arreferencial donde este mórbido intelectual, este inteligente
paranoico, este oscuro moralista objetivo, este productor de fantasías y pesadillas
conceptuales, de tenebrosas bromas artísticas y peligrosos voyeurismos, aborda
sus temas predilectos. Es allí donde decodifica las maldades legales del
universo consensuado y deroga las fronteras entre lo estético y lo
para–artístico.
Trascendida la
fascinación primeriza o rechazo ad
hominem ante la obra de López, conviene pasar a un nivel más serio de
apreciación de su obra. Esta obra revela pureza en intención, proceso y
resultado. Es una cosa completamente sintética, informada y elegante. Es como
entrar a un quirófano antes de la operación. Pero luego también es como entrar
a un quirófano después de la
operación. Esto es: cuando ya todo ha sido extirpado, cuando ya todo ha
mostrado su sangre y linfa, su horror inherente.
Aníbal López,
cavilante, machacador, nos saca de nuestra zona de confort por medio de
descargas de provocación y lucidez. Su obra no está construida para rozar los
corazones, sino para pisotearlos, encender los cerebros y para sacudir las
entrañas.
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