Y Calamaro canta:
“Si no me quieren en vida, cuando muera
no me lloren”.
Muchos poetas –muchos cantantes– han
sido ignorados por el ganado y la algarada. Otros fueron relativamente celebrados
por sus contemporáneos, pero ello no impidió que vivieran y murieran en
condiciones inaceptables, viendo la triste duralita, enfermos y resolos. Fueron
celebrados, sí, pero como del diente al labio. En el fondo a la sociedad le
daba igual. Ya saben cómo va eso.
Por suerte, no siempre es así. Los
poetas invocados en este texto recibieron una cuota gorda o por lo menos
regular de atención mientras estaban vivos, y ahora que se los llevó la
Subalterna, podemos llorarlos tranquilos, porque los quisimos bastante en vida.
Todos son fenecidos recientes (2014), la pintura está fresca, y cinco son:
Leopoldo Panero, el loco psiquiátrico de la Corte, Ana María Moix, la hembra de
los Novísimos, José Emilio Pacheco, inolvidable, Juan Gelman, mentor infinito,
Félix Grande, haciéndole pues honor a su apellido.
Estos son los últimos poetas muertos; y
acaso los últimos poetas.
Grande,
Félix, Grande
Escritor español, nacido durante la
guerra civil española. Hijo de los que perdieron.
Creciendo, se empleó en todo y cualquier
cosa, arreando oficios.
Pero fue, sobre todo, poeta: pasajes
líricos, se diría que memorables, rinden constancia de ello.
Murió a los 76, cáncer de páncreas. Que hayan
muerto Paco de Lucía y Félix Grande el mismo año no puede ser una simple coincidencia.
¿No era amistad espiritual lo que había entre el guitarrista inspirado y
el lúcido escritor, pues?
Félix Grande, hombre grande y noble,
sencillo y sereno. Garbo sí, pero el garbo que proviene de lo profundamente humano:
garbo del flamenco, género vital al cual dio tantas palabras. ¡Ay, Camarón!
Pelo blanquecino. Linda caligrafía.
Mujer e hija poetas.
Nosotros sabemos que primero fue artista
de la guitarra, pero escuchó a Paco de Lucía, y comprendió que lo honorable era
bajarse del estrado. Y menos mal. Porque nos dejó su literatura innovadora,
manantial resucitado de palabras, y allí lo produjo todo: poeta, crítico,
prosador.
Traía consigo a los poetas de antes
–Machado, Neruda, Vallejo, Rosales– pero supo entroncar intrínsecamente con los
Novísimos. Pueden si lo desean leer Carta
abierta, su antología poética.
Ganó todos esos premios. Premio Adonais
1963 por Las Piedras. Eugenio D´Ors
1965 por su novela Las calles. Casa
de las Américas 1967 por Blanco Spirituals.
Premio Nacional de Poesía 1978 por Los
rubáiyátas de Horacio Martín. Premio Nacional de Flamencología 1980 por Memoria del Flamenco. Premio Nacional de
las Letras 2004 por su obra toda.
Ganó todos esos premios, y tantos más, y
sin embargo lo suyo no era la posteridad ni la gloria metafísica sino el canto
inmediato de la sangre sensual y poética. Este escritor se comprometió con lo
ordinario y con lo social, con la mujer y con la muerte. No era un mercader. No
era un inmoral. Era un solidario. Uno de los nuestros.
Y bueno, era un hombre de letras.
Libros, cuántos. Por demás, dirigió esa preciosa barcaza llamada Cuadernos Hispanoamericanos.
Y sin embargo no fue uno de esos literatos
fríos, separados. Era un tributario de la vida, y de la vida razonable: no
hemos de olvidar que tras dejar de escribir muchos años, fue una visita a
Auschwitz lo que lo hizo escribir de nuevo.
Corazón
pantagruélico y anteojos librescos
Compartí una lectura con José Emilio
Pacheco en La Antigua, cuando yo era un poeta en ciernes, chavito. Y lo dulce
que se portó conmigo, este hombre de corazón pantagruélico y anteojos
librescos. Me parece recordar que hizo un juego poético con mi año de nacimiento,
o algo así.
Ahora es la tristeza. Lo recordaremos
grandísimo maestro. Cardoza también estaría lamentando su muerte.
Muchos premios. En cuenta el Reina Sofía
de Poesía Iberoamericana, en 2009. Y ese mismo año el Cervantes. Recibiendo la
presea, en Alcalá, se le caen los pantalones, al señor. Pero algo como eso a
Pacheco no le hace mella, porque hay, en su figura, aparte de la sapiencia
heredera de Alfonso Reyes, humor y esa sencillez de los mexicanos que nos caen
bien.
Pertenece a la generación–semillero de
Monsiváis y Pitol. Escritor multigénero. Allí están sus novelas, como Las batallas en el desierto. Pero se le
conoce sobre todo por poeta. En su poesía están los grandes temas y la infinita
cotidianidad. Hay en ella ternura, meditación, pedagogía de lo inmediato, y
compromiso con su contexto. Poesía sin excesos, económica. El FCE publicó su
obra poética de 1958 a 2009, titulada Tarde
o temprano. Por demás, ya lo dijimos, un tipo muy enterado, que además de
decente, fue docente; además, de docente, traductor; además de traductor, editó
revistas, apoyó medios.
Pacheco era posiblemente el poeta
mexicano más visible en estos tiempos. ¿En quién descansa ahora esta grave responsabilidad?
Cuando volvamos a leer juntos, me aseguraré de llevarle un regalo, de la parte
de todos ustedes.
Gelmaneados
La Argentina convulsa, sus comisarios
inflamados. Tantos golpes de estado, a lo largo del siglo XX. Uno de ellos data
de 1930. Fue el año en que nació Gelman.
Esos golpes sucesivos, habrían de
marcarlo. Así el del ´76, el de Videla, que catapultaría su exilio.
Vida de militancia y clandestinidad. Hijo
y nuera secuestrados: ella embarazada: él ajusticiado por la corrala de
chafarotes y lanzado al río San Fernando en un barril de cemento y arena. El
higienismo político de los gorilas, de los sangrientos, de los dictatoriales
seres inférnicos.
La nuera dio a luz, para luego ser
eliminada. La nieta regalada a uruguayos, como era la usanza en el Plan Cóndor.
Se encontraría Gelman con Macarena, su nieta, hasta el año 2000.
También fueron torturados y muertos sus
compañeros, a quienes dedicó elegías encendidas y tiernas. Gelman es el poeta
de los compañeros asesinados, agusanados, asesigusanados (Francisco Urondo,
Rodolfo Walsh).
Fue el poeta de la ausencia y del
exilio. Su exilio, deterración, le llevó a Europa, luego a México. Por cierto
que terminó vecino de barrio del feliz y orondo José Emilio Pacheco, quien,
aludiendo a eso, comentó: “No soy el mejor poeta de México, ni siquiera de mi
barrio”. Pacheco y Gelman comparten dos premios muy importantes: el Premio
Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, y el Cervantes. Hoy por hoy, Gelmán es un
poeta muy famoso, respetado, microfoneado.
Salvo que está muerto. Nos hemos quedado
acéfalos. Puede parecer una exageración lo que voy a decir, pero, para mí, Gelman
fue el último gran poeta de este continente. Bueno, habrán desde luego un par más,
pero en verdad no tan altos. Y todos los demás somos residuos, colegialas de la
poesía.
Sus versos me parece que me gustan
porque deslumbran constantemente, sin cejar. Su ternura (millonaria en
diminutivos) abre por la mitad los tanques mismos. Solo un lenguaje tan
descoyuntado y tan lúdico como el suyo podía recibir tanto dolor y tanto
descoyunte. Por medio de tantos neologismos, por medio tanta gramática
desordenada, por medio de tanta interrogación bruja, por medio de tanta imagen
recién cortada, Gelman, fumando, llevó la poesía comprometida a otro nivel
formal.
Por supuesto, su poesía no solo fue
social: también fue poesía de la mujer, poesía de la poesía y poesía de la
muerte y la ausencia.
Su obra es una cosa prolífica,
amontonada. Si el tipo estaba publicando desde los cincuenta… Lo mejor es
empezar con una buena antología, como la de Visor, De palabra. Y luego aparte está su obra periodística, también digna
de ser mencionada. Cada cierto tiempo, yo leía con respeto sus columnas, en Página 12.
Libertad pedía: libertad escribió.
Hemos sido gelmaneados.
Lúcida
locura de Leopoldo
En los albores de cada generación, hay
una nueva recua de poetas malditos, abdicadores, que quieren inventar el agua
azucarada. Malditos, perros todos quieren ser. Yo incluso me tatué la palabra spleen en el brazo, en honor a
Baudelaire. Así pues, yo también quería ser un marcado.
Pero ser poeta cucú nunca ha sido fácil:
de allí que el título en rigor solo le corresponda a unos dos o tres criaturas,
cada siglo.
Leopoldo Panero, quizá el poeta español
más famoso de estos tiempos, por lo menos entre los jóvenes y los artistas –que
peregrinaban para verlo, al santón, y oírle hablar en su tono oracular y
borroso– murió en marzo de este año, a los 65. Sin temor a equivocarnos,
podemos decir que Leopoldo María Panero fue, calificadamente, un viejo maldito.
Podemos decir que se ganó el piso en los blancos municipios de la miseria. Podemos
decir que en su hígado estaba escondido el membrillo amargo de Satanás.
Hijo de Felicidad Blanc y de Leopoldo
Panero, aquel alcohólico y franquista escritor. Hermano de Michi y Juan Luis
Panero, este último un buen poeta, aunque menos conocido (su muerte, en 2013,
no fue, a diferencia de la de Leopoldo, un trending
topic).
Todos ellos (menos el padre, que ya para
entonces estaba enterrado) coralizan un documental de los setenta, llamado El desencanto, de Jaime Chávarri, que
fue y es de hecho muy famoso. Es simultáneamente un documento interesante y uno
muy aburrido, no sé cómo explicarlo.
Unos dicen que fue un acto de sinceridad
loable. Umbral se va por otro lado, y dice que los Panero vendieron el arcón
visceral de la familia para seguir viviendo y bebiendo.
Es la radiografía de la familia
disfuncional que ha leído muchos libros. Hablan de todas esas cosas lúgubres y
sórdidas con cierta distensión de aristócratas culturales venidos a menos. Qué
vertedero, qué buhardilla tétrica de pésimas pasiones, qué historia más desconsolada
hay en todo ese parentesco. Luego hay que ver esa otra película, la de Ricardo
Franco, llamada Después de tantos años, de
1994, que complementa la primera, la retoma, la revisa y la comenta. Salvo que ya
no aparece Felicidad Blanc, quien para entonces ya había sido cancelada por el
cáncer.
Ya en esos años, Panero era el loco clínico
que hoy conocemos, y su mente un gran estero paranoico. En las últimas décadas,
fue residente de varias instituciones mentales, para regocijo de los
submalditos de pacotilla que hoy le celebran. En el futuro, su demencia
excéntrica será cantada por los bardos oscuritos de todos los tiempos y
latitudes: como la de Van Gogh, es una locura universal.
Y sin embargo, siendo locura, no lo era.
O dicho de otra manera, era una locura lúcida, llena de entendimientos, de ocurrencias,
de transgresiones calculadas. Prueba de ello es que Panero escribía mucho y
bien, era un poeta completamente funcional y verticalmente prolífico. Después
de todo, si no hubiera escrito lo que escribió, ¿qué sentido tendría su demencia
para nosotros? Lo que quiero decir es que no basta con pasear una langosta en
la calle para ser un Nerval.
Se diría que Panero más bien estaba como
en el borde, en la orilla que une y separa los mundos de lo consensuado y lo
irracional. Estar completamente chalado no tiene mérito. El mérito es que,
siendo marciano y psicótico, te publique Visor.
A eso hay que agregar que Panero tuvo también
cierto pacto con la autodestrucción. El alcohol, la droga, el vuelo erótico, la
poesía desestructurante, la filosofía oscura.
Todo eso ya implica otra manera de
enloquecimiento. Las salidas de tono de Bukowski no son las de Artaud. Pero lo
que vemos es que Panero sintetizó varias formas de delirio. Dicho más claro:
Panero estaba loco, pero fingía estar loco; fingía estar loco, pero además se
metía locura; y se metía locura, pero loco ya estaba.
Le empezaron a poner mucha atención al
poeta Leopoldo Panero cuando fue incluido en la famosa antología aquella de
Castellet, Los Novísimos (1970). Figuraron
en este grupo, históricamente: él mismo, Vásquez Montalbán, Antonio Martínez
Sarrión, José María Álvarez, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina
Foix, Guillermo Carnero, y Ana María Moix, de quien estuvo o no enamorado. Ana
María Moix murió unos días antes que Panero. Así es como los novísimos se van
convirtiendo en los muertísimos.
La
poesía de Leopoldo Panero es de excremento, excrementicia, en el sentido
optimal de la palabra: nihilismo, satanismo, malditismo, suicidismo, drogadictismo,
paranoidismo.
Todo eso no era algo nuevo, pero a
Leopoldo María Panero le salía bien, auténtico. Por lo menos es lo que pienso
ahora, luego cambio de parecer. Con Panero siempre estoy cambiando de opinión.
Primero lo leí y me deslumbró. Luego lo leí otra vez y me pareció banal. Releí
hace poco su Poesía completa: me voló
el cráneo.
Allí está. Se nos fue. El que tomaba
cocacola. El bisexual. El místico. El nihilista. El bufón. El fumador. El de la
izquierda esquizofrénica. Lúcido. Devastado. Perro.
De hoy en adelante el Hospital de Salud
Mental Federico Mora se llamará Leopoldo María Panero.
Ana
María Moix, aquí
Alguna foto de aquella época la muestra
incluso bella, pero nos damos cuenta viendo otras fotos que bella, en realidad,
no era. Muere de cáncer, 66. Aquí Ana María Moix.
Había que defenderse del cuadro heredado
de valores políticos y artísticos de la posguerra española. Cómo y cuánto le
hizo bien a la poesía ibérica que un puñado de jóvenes españoles en los sesenta
decidieran abrirse a un nuevo orden de referencias, por ejemplo del cine y la
cultura de masas, más allá del blanqueado y castizo, a menudo carcelario,
realismo de las décadas anteriores. Nos referimos a los Novísimos, ya
mencionados como tres veces en este artículo. De 1968 son aquellos versos hipnóticos
de Gimferrer: En las cabinas telefónicas
/ hay misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios. Etc.
Ana María Moix, nacida en 1947, es la
sola mujer que aparece en la significativa antología de Castellet. Al final yo
no resultó ser la esplendente poeta que algunos quisieron ver en ella, pero fue
una mujer como sea importante para la cultura española, y es por ello, y por
morir en 2014, que aquí la ponemos.
Hermana de Terenci Moix, el conocido escritor
catalán, esta poeta–editora nació en el seno de la pequeña burguesía, de allí
que siempre quede asociada a la gauche
divine barcelonesa. Fue una pieza de referencia en el medio cultural emergente
del tardofranquismo, que habría de dar atmósfera a la Transición, y seguramente
fue precursor de la Movida madrileña.
Pero incluso pasados esos años
significativos, Ana María Moix siguió señalando las taras de la democracia
sepulcral y mercantil, y gestando múltiples empresas culturales. Yo recuerdo con
particular cariño la colección de bolsillo que dirigió en Plaza & Janés, un
tremendo gesto en pos de vulgarizar dignamente la palabra poética. Allí leería yo
por primera vez a un Jaime Gil de Biedma, por ejemplo. En lo que respecta a la
escritura propiamente, Ana María Moix publicó lo suficiente, en novela, cuento
y ensayo, desde libros como A Imagen y
semejanza hasta Manifiesto personal.
Mi memoria es una chucha sin obediencia,
pero creo recordar que Ana María Moix vino a Guatemala, hace algunos añitos.
Puede ser que incluso la haya entrevistado. Ya ni recuerdo. Es como si el
muerto fuera yo.
Entre
las patas de los caballos.
Termino este homenaje múltiple con un
poema propio, dedicado a los dos mil catorce poetas muertos. Allí les va:
Entre las patas de los caballos,
los poetas mueren.
A las 00:15 horas,
esa hora impaciente,
son cancelados,
los amarillos:
los errantes:
los deshacidos:
los de la mar tan honda o gris:
los que se atrevieron a cantar
entre las patas de los caballos.
Cantaron en la alta torre cerebral,
entre cosas psiquiátricas,
entre Mondragones
y faroles fusilados,
y luego,
bajo animales galopantes,
los poetas, esos, cesaron,
fueron liquidados
en un alfaque violento,
cómo cáscaras licuándose en el fuego,
como pulmones en llamas
bajo el peso
insoportable
de lo pútrido.
Los caballos en carne y madera
aprovecharon para derribar a los poetas
de un hachazo
cuando estos salieron a recoger
los frutos de la noche,
cuando se distrajeron
buscando ángeles
o serpientes,
escribiendo a la muerte
sin embargo próxima,
o cuando fueron a fumar
cigarros y poemas,
poemas y cigarros,
en medio del silencio.
Puedan darnos, por lo menos,
las cenizas de estos asmáticos,
para así confundirlas
con el polvo que alborotan
los corceles pendientes del olvido.
los corceles pendientes del olvido.
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