
Un texto que me pidieron para una revista pendeja, que pendejamente no lo publicó, y ni siquiera me pagó por él.
De la virginidad se ha dicho todo y está todo por decirse. Un tema fascinante que levanta polvo. A continuación, un artículo sobre los distintos tipos de vírgenes que todavía el mundo produce.
Lo fatal y lo terrible es que sigamos perdiendo pasiones. El hombre cuando pierde pasiones encalla en la amargura. El hombre sin tabú es un hombre vacío. Por lo tanto, conviene reanimar los viejos vastos temas, por demás irresueltos, que han guiado la incertidumbre del ser humano durante los siglos. Hoy en día, la conquista del tabú se percibe como una conquista de la civilización. Efectivamente lo es. Se han quebrado, una a una, todas las falacias como estatuas onerosas, mentirosas y ancianas.
Y sin embargo al derribar las apariencias solamente hemos dibujado mejor las preguntas: ¿virgen para qué?, ¿virgen para quién?, ¿virgen cuánto tiempo?
Para responder a estas preguntas hace falta delimitar los distintos tipos de virginidad: los distintos tipos de vírgenes. Son tres los principales: el precoz, el idealista, el creyente.
De la virginidad se ha dicho todo y está todo por decirse. Un tema fascinante que levanta polvo. A continuación, un artículo sobre los distintos tipos de vírgenes que todavía el mundo produce.
Lo fatal y lo terrible es que sigamos perdiendo pasiones. El hombre cuando pierde pasiones encalla en la amargura. El hombre sin tabú es un hombre vacío. Por lo tanto, conviene reanimar los viejos vastos temas, por demás irresueltos, que han guiado la incertidumbre del ser humano durante los siglos. Hoy en día, la conquista del tabú se percibe como una conquista de la civilización. Efectivamente lo es. Se han quebrado, una a una, todas las falacias como estatuas onerosas, mentirosas y ancianas.
Y sin embargo al derribar las apariencias solamente hemos dibujado mejor las preguntas: ¿virgen para qué?, ¿virgen para quién?, ¿virgen cuánto tiempo?
Para responder a estas preguntas hace falta delimitar los distintos tipos de virginidad: los distintos tipos de vírgenes. Son tres los principales: el precoz, el idealista, el creyente.
El precoz
Una y otra vez, todos fantasean: los adolescentes porque en la dudosa penumbra de su habitación sueñan con pasar al otro lado, esotéricamente penetrar o y las mujeres ser penetradas por algún estimable ser humano de barrio o de escuela; los padres a su vez fantasean con poder conducir el proceso de desfloramiento de su hijo, de su hija, en condiciones controladas, como si se tratase de algún experimento genético (a veces lo es, cuando la desflorada queda embarazada, cuando el desflorado embaraza).
El mayor problema de las personas que son vírgenes es el acomplejamiento que de ello deriva. No existe un ser humano en el mundo que no haya experimentado al menos una vez en su vida tal acomplejamiento. Muy pronto comienza a sentir la terrible frontera, a veces obsesiva, que separa fantasía y realidad
Para un adolescente, esa frontera es incluso dolorosa y su castidad una reclusión insoportable. El sexo: inmensa región experimental sólo dominada por aquellos que han tenido el coraje de recorrer sus dificultades topográficas, sus ríos entonados y excesivos, su aire etéreo y quemante. Pero el adolescente no forma parte de esa comarca deliciosa, más bien está encerrado en su cuarto, y a decir verdad opina que es un perdedor. Sus amigos incluso ya han perfeccionado una técnica, un encanto…
El adolescente ha escuchado demasiadas conversaciones estimulantes y hojeado las revistas de rigor.
Un argumento que con frecuencia usan los padres para que el adolescente no ingrese al mundo de la sexualidad activa es que existe una persona ideal allá afuera, virgen asimismo, con quien podrá compartir la experiencia de quitarse la virginidad. Una persona bella, única y congraciada. Pero el adolescente con frecuencia cede a su prisa; la misma prisa gris que ya le han enseñado un millar de masturbaciones grises. No es infrecuente que los adolescentes hombres terminen quitándose la virginidad con una prostituta y las mujeres en la parte de atrás de un automóvil, por ejemplo. Se ha visto demasiadas veces. El virgen adolescente y precoz vive la humillante experiencia de no haber hecho el amor y es como si se tratase de un suplicio infinito. Y cuando finalmente hace el amor, se encuentra con la frase de Kierkegaard: “La mayoría de los hombres persiguen el placer con tal apresuramiento, que, en su prisa, lo pasan de largo”.
El idealista
I want to believe.
Aún hoy existen vírgenes que lo son porque se reservan para un encuentro
excepcional. Son personas idealistas, sentimentales, como se dice, nobles mozas y limpios hombres que van llenando su mirada de fe y deseo paciente. No es de su interés sacarse de encima esa compulsiva prisa, sino esperar el amor.
Para el precoz, la perspectiva es bastante distinta. Quizá al precoz le cuesta demasiado creer en la posibilidad inmediata de un encuentro decisivo, pulcro. O quizá no se siente listo para tal encuentro, y decide incurrir en una previa “educación sentimental”. Pero el idealista es virgen por decisión propia, virgen porque cree. Algo así como Mulder en los Expedientes X.
El virgen idealista profesa su confianza en el otro. Allá afuera, otros idealistas, damas y caballeros de transparente estirpe, también esperan y hacia ellos es preciso emprender la marcha.
Por supuesto, existen idealistas no radicales; no creen necesariamente que deban hacer el amor con otro virgen para realizarse. Incluso lo contrario: puede tratarse de una persona experimentada, sobre todo pasional. Si para el precoz el problema es la idealización fisiológica del sexo, para el idealista más bien el dilema gravita alrededor de una concepción hiperromántica o excesivamente ceremonial del amor. No faltan los encuentros y desencuentros dolorosos. A veces el idealista cede su virginidad a una persona, y al momento de estar haciendo el amor, o ligeramente después, se da cuenta que esa persona es cruel, o deplorable en la cama. A veces el deplorable en la cama es el mismo idealista; esperó tanto tiempo que ahora no tiene experiencia sexual, más bien está corrugado. Pongamos por caso el de Sonia, perfectamente adulta, veintitrés años, reservó su virginidad para el hombre indicado. Llegó Julio y ella pensó que finalmente lo había encontrado; pero él sale huyendo cuando se entera de la prolongada castidad de Sonia. Sonia es tan difícil…
Sonia en realidad tuvo suerte. Otro hubiese llegado a quitarle la virginidad como un vampiro sediento la sangre. Nos recuerda esto un verso del poeta persa Hafiz: “Jamás presa más bella fue ofrecida a las flechas del cazador”.
El creyente
Están los que quieren creer; y están los que creen. En su lógica férrea de creyentes, la virginidad es una obligación.
Se ha quedado entre nosotros la noción de que es preciso sacrificar mujeres, y además vírgenes, a los Dioses, esto con el fin de aplacar su ira. Dios las prefiere vírgenes, dice una pinta en un baño alevoso de la ciudad. (El hombre, semejante a Aquel, también las prefiere vírgenes.)
Desvirgar –no queremos desdeñar el vocabulario acostumbrado– es un término a todas luces negativo: algo hubo allí que se ha quitado. Sobre todo en caso de la mujer: se piensa que ya no tiene algo que antes tenía, y casi nunca se piensa que algo se ha agregado en su carácter y su vida. Esto por dos razones: una es demasiado biológica, otra demasiado religiosa.
La primera razón, dijimos, biológica. El himen es para uno que otro ortodoxo la frontera clara que separa la virginidad de la no–virginidad. La virgen es aquella que todavía posee el buscado sello de seguridad, por demás físico, científico, empírico, comprobable y destapable, un verdadero certificado fisiológico. Como ya se habrá dado cuenta hasta el menos advertido, semejante interpretación inspira banderas de rechazo: porque los hombres no tienen sello, porque hay mujeres que tampoco los tienen, aún cuando no han hecho jamás el amor o tenido relaciones sexuales. La virginidad según esta óptica es algo menos burdo que una forma de sangrar en la cama.
La segunda razón es religiosa. Quitarle a una mujer la virginidad es traspasar un aliento de pureza (casto–santo, bello–etéreo) y transparencia. Es el hálito mismo que autentica el cristal, la honradez de todas las probabilidades morales, la virtud y el decoro. Visto así, los hombres no escapan a su condición de vírgenes, aunque no posean himen. En realidad, para dejar de ser vírgenes ni falta hace que tengan relaciones sexuales. Los detractores con frecuencia consideran esta posición un tanto radical y a su manera de ver las cosas propicia un régimen de culpa y desacomodo sexual.
Y aquí es preciso separar lo burdo de lo noble.
Vamos a las fuentes. En la Carta Encíclica Sacra Virginitas, el Papa Pío XII escinde claramente las razones sociales de las razones divinas: “Por otra parte como los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia enseñan, la virginidad no es virtud cristiana sino cuando se guarda por amor del reino de los cielos, es decir, cuando abrazamos este estado de vida para poder más fácilmente entregarnos a las cosas divinas, alcanzar con mayor seguridad la eterna bienaventuranza y, finalmente, dedicarnos con más libertad a la obra de conducir a otros al reino de los cielos”.
El párrafo anterior no ofrece duda alguna; la virginidad de carácter religioso no está reservada tanto al marido y a la esposa como a Dios, y sólo lo es si proviene del sigilo de la devoción. ¿Por qué hay tantos hombres y mujeres que se mantienen vírgenes hasta el matrimonio y una vez sueltan el hueso, se sienten mal, se sienten terriblemente, profundamente, emperradamente mal, lloran, quizás, sentados sobre el retrete, encerrados en el baño para no ser escuchados por los hijos y por la pareja? Su matrimonio es un fracaso; su vida sexual es lamentable; el preciado regalo, la reserva, la flor ha quedado marchita en el rincón más gris de la habitación nupcial.
Lo cierto es que si se ha elegido empezar una vida sexual bajo la lupa gruesa del Creador (tomando en cuenta que el celibato o la castidad son formas –radicales– de la vida sexual) más vale terminarla de igual manera. Una cuestión de método. De lo contrario, la desarticulación puede pagarse con una cuota severa de infelicidad. Así es como piensa o quiere o debería pensar el creyente.
Apunte final
Imposible, por cuestiones de espacio, profundizar en otras formas tipológicas. Pero no vamos a dejar de mencionarlas.
Está el virgen ateo, el que regresa al estado de virginidad luego de un gran desencanto sexual, y aquel que simplemente no cree en el sexo. También encontraremos al virgen gay; la dificultad de ser homosexual le prohíbe un acercamiento erótico con alguien igualmente gay. Está el virgen viudo. La viudez es entendida aquí como una segunda virginidad. El virgen apodíctico: es el impotente sexual y el enfermo. El virgen paranoico, minado por el temor a la experiencia amorosa. Etcétera.
Una vez terminado este ligero repertorio, citaremos algo que dijo el escritor norteamericano Norman Mailer en una entrevista (Buzz Farfar, 1973), en honor a los vírgenes y los casados: “Creo que el matrimonio tiene cierto futuro. Creo que se va a convertir en una exigencia clásica. Por cierto, es poca la gente que se interesa en las exigencias clásicas. Pero los que se interesan lo considerarán con más respeto que el que se le tuvo en los últimos cien años. Porque no va a ser fácil imaginar a un hombre y a una mujer casándose jóvenes y vírgenes, digamos a los dieciocho o veinte o veintidós años, y luego procediendo a vivir feliz y fielmente por cincuenta o sesenta años hasta morir juntos. Esto muy pronto será tan difícil como ganar una carrera corriendo para atrás. El virtuosismo que exige será lo que finalmente mantendrá vivo al matrimonio.”
Una y otra vez, todos fantasean: los adolescentes porque en la dudosa penumbra de su habitación sueñan con pasar al otro lado, esotéricamente penetrar o y las mujeres ser penetradas por algún estimable ser humano de barrio o de escuela; los padres a su vez fantasean con poder conducir el proceso de desfloramiento de su hijo, de su hija, en condiciones controladas, como si se tratase de algún experimento genético (a veces lo es, cuando la desflorada queda embarazada, cuando el desflorado embaraza).
El mayor problema de las personas que son vírgenes es el acomplejamiento que de ello deriva. No existe un ser humano en el mundo que no haya experimentado al menos una vez en su vida tal acomplejamiento. Muy pronto comienza a sentir la terrible frontera, a veces obsesiva, que separa fantasía y realidad
Para un adolescente, esa frontera es incluso dolorosa y su castidad una reclusión insoportable. El sexo: inmensa región experimental sólo dominada por aquellos que han tenido el coraje de recorrer sus dificultades topográficas, sus ríos entonados y excesivos, su aire etéreo y quemante. Pero el adolescente no forma parte de esa comarca deliciosa, más bien está encerrado en su cuarto, y a decir verdad opina que es un perdedor. Sus amigos incluso ya han perfeccionado una técnica, un encanto…
El adolescente ha escuchado demasiadas conversaciones estimulantes y hojeado las revistas de rigor.
Un argumento que con frecuencia usan los padres para que el adolescente no ingrese al mundo de la sexualidad activa es que existe una persona ideal allá afuera, virgen asimismo, con quien podrá compartir la experiencia de quitarse la virginidad. Una persona bella, única y congraciada. Pero el adolescente con frecuencia cede a su prisa; la misma prisa gris que ya le han enseñado un millar de masturbaciones grises. No es infrecuente que los adolescentes hombres terminen quitándose la virginidad con una prostituta y las mujeres en la parte de atrás de un automóvil, por ejemplo. Se ha visto demasiadas veces. El virgen adolescente y precoz vive la humillante experiencia de no haber hecho el amor y es como si se tratase de un suplicio infinito. Y cuando finalmente hace el amor, se encuentra con la frase de Kierkegaard: “La mayoría de los hombres persiguen el placer con tal apresuramiento, que, en su prisa, lo pasan de largo”.
El idealista
I want to believe.
Aún hoy existen vírgenes que lo son porque se reservan para un encuentro
excepcional. Son personas idealistas, sentimentales, como se dice, nobles mozas y limpios hombres que van llenando su mirada de fe y deseo paciente. No es de su interés sacarse de encima esa compulsiva prisa, sino esperar el amor.
Para el precoz, la perspectiva es bastante distinta. Quizá al precoz le cuesta demasiado creer en la posibilidad inmediata de un encuentro decisivo, pulcro. O quizá no se siente listo para tal encuentro, y decide incurrir en una previa “educación sentimental”. Pero el idealista es virgen por decisión propia, virgen porque cree. Algo así como Mulder en los Expedientes X.
El virgen idealista profesa su confianza en el otro. Allá afuera, otros idealistas, damas y caballeros de transparente estirpe, también esperan y hacia ellos es preciso emprender la marcha.
Por supuesto, existen idealistas no radicales; no creen necesariamente que deban hacer el amor con otro virgen para realizarse. Incluso lo contrario: puede tratarse de una persona experimentada, sobre todo pasional. Si para el precoz el problema es la idealización fisiológica del sexo, para el idealista más bien el dilema gravita alrededor de una concepción hiperromántica o excesivamente ceremonial del amor. No faltan los encuentros y desencuentros dolorosos. A veces el idealista cede su virginidad a una persona, y al momento de estar haciendo el amor, o ligeramente después, se da cuenta que esa persona es cruel, o deplorable en la cama. A veces el deplorable en la cama es el mismo idealista; esperó tanto tiempo que ahora no tiene experiencia sexual, más bien está corrugado. Pongamos por caso el de Sonia, perfectamente adulta, veintitrés años, reservó su virginidad para el hombre indicado. Llegó Julio y ella pensó que finalmente lo había encontrado; pero él sale huyendo cuando se entera de la prolongada castidad de Sonia. Sonia es tan difícil…
Sonia en realidad tuvo suerte. Otro hubiese llegado a quitarle la virginidad como un vampiro sediento la sangre. Nos recuerda esto un verso del poeta persa Hafiz: “Jamás presa más bella fue ofrecida a las flechas del cazador”.
El creyente
Están los que quieren creer; y están los que creen. En su lógica férrea de creyentes, la virginidad es una obligación.
Se ha quedado entre nosotros la noción de que es preciso sacrificar mujeres, y además vírgenes, a los Dioses, esto con el fin de aplacar su ira. Dios las prefiere vírgenes, dice una pinta en un baño alevoso de la ciudad. (El hombre, semejante a Aquel, también las prefiere vírgenes.)
Desvirgar –no queremos desdeñar el vocabulario acostumbrado– es un término a todas luces negativo: algo hubo allí que se ha quitado. Sobre todo en caso de la mujer: se piensa que ya no tiene algo que antes tenía, y casi nunca se piensa que algo se ha agregado en su carácter y su vida. Esto por dos razones: una es demasiado biológica, otra demasiado religiosa.
La primera razón, dijimos, biológica. El himen es para uno que otro ortodoxo la frontera clara que separa la virginidad de la no–virginidad. La virgen es aquella que todavía posee el buscado sello de seguridad, por demás físico, científico, empírico, comprobable y destapable, un verdadero certificado fisiológico. Como ya se habrá dado cuenta hasta el menos advertido, semejante interpretación inspira banderas de rechazo: porque los hombres no tienen sello, porque hay mujeres que tampoco los tienen, aún cuando no han hecho jamás el amor o tenido relaciones sexuales. La virginidad según esta óptica es algo menos burdo que una forma de sangrar en la cama.
La segunda razón es religiosa. Quitarle a una mujer la virginidad es traspasar un aliento de pureza (casto–santo, bello–etéreo) y transparencia. Es el hálito mismo que autentica el cristal, la honradez de todas las probabilidades morales, la virtud y el decoro. Visto así, los hombres no escapan a su condición de vírgenes, aunque no posean himen. En realidad, para dejar de ser vírgenes ni falta hace que tengan relaciones sexuales. Los detractores con frecuencia consideran esta posición un tanto radical y a su manera de ver las cosas propicia un régimen de culpa y desacomodo sexual.
Y aquí es preciso separar lo burdo de lo noble.
Vamos a las fuentes. En la Carta Encíclica Sacra Virginitas, el Papa Pío XII escinde claramente las razones sociales de las razones divinas: “Por otra parte como los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia enseñan, la virginidad no es virtud cristiana sino cuando se guarda por amor del reino de los cielos, es decir, cuando abrazamos este estado de vida para poder más fácilmente entregarnos a las cosas divinas, alcanzar con mayor seguridad la eterna bienaventuranza y, finalmente, dedicarnos con más libertad a la obra de conducir a otros al reino de los cielos”.
El párrafo anterior no ofrece duda alguna; la virginidad de carácter religioso no está reservada tanto al marido y a la esposa como a Dios, y sólo lo es si proviene del sigilo de la devoción. ¿Por qué hay tantos hombres y mujeres que se mantienen vírgenes hasta el matrimonio y una vez sueltan el hueso, se sienten mal, se sienten terriblemente, profundamente, emperradamente mal, lloran, quizás, sentados sobre el retrete, encerrados en el baño para no ser escuchados por los hijos y por la pareja? Su matrimonio es un fracaso; su vida sexual es lamentable; el preciado regalo, la reserva, la flor ha quedado marchita en el rincón más gris de la habitación nupcial.
Lo cierto es que si se ha elegido empezar una vida sexual bajo la lupa gruesa del Creador (tomando en cuenta que el celibato o la castidad son formas –radicales– de la vida sexual) más vale terminarla de igual manera. Una cuestión de método. De lo contrario, la desarticulación puede pagarse con una cuota severa de infelicidad. Así es como piensa o quiere o debería pensar el creyente.
Apunte final
Imposible, por cuestiones de espacio, profundizar en otras formas tipológicas. Pero no vamos a dejar de mencionarlas.
Está el virgen ateo, el que regresa al estado de virginidad luego de un gran desencanto sexual, y aquel que simplemente no cree en el sexo. También encontraremos al virgen gay; la dificultad de ser homosexual le prohíbe un acercamiento erótico con alguien igualmente gay. Está el virgen viudo. La viudez es entendida aquí como una segunda virginidad. El virgen apodíctico: es el impotente sexual y el enfermo. El virgen paranoico, minado por el temor a la experiencia amorosa. Etcétera.
Una vez terminado este ligero repertorio, citaremos algo que dijo el escritor norteamericano Norman Mailer en una entrevista (Buzz Farfar, 1973), en honor a los vírgenes y los casados: “Creo que el matrimonio tiene cierto futuro. Creo que se va a convertir en una exigencia clásica. Por cierto, es poca la gente que se interesa en las exigencias clásicas. Pero los que se interesan lo considerarán con más respeto que el que se le tuvo en los últimos cien años. Porque no va a ser fácil imaginar a un hombre y a una mujer casándose jóvenes y vírgenes, digamos a los dieciocho o veinte o veintidós años, y luego procediendo a vivir feliz y fielmente por cincuenta o sesenta años hasta morir juntos. Esto muy pronto será tan difícil como ganar una carrera corriendo para atrás. El virtuosismo que exige será lo que finalmente mantendrá vivo al matrimonio.”
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