
Presenté hace mucho tiempo el libro de Alan Mills Los nombres ocultos. El texto.
Qué título profundo le puso Alan Mills a su obra. No puedo decir a ciencia cierta por qué razón la tituló de esta forma, no le he preguntado, pero me parece en lo personal un acierto sugerente: Los nombres ocultos. Según entiendo, al nombrar, el poeta aclara, pero sólo aclara, paradójicamente, cuando utiliza una palabra enigmática, un nombre misterioso, oscuro, entonces oculto. La gran poesía es la poesía que está al borde de la significación, en la intermitencia semántica de la metáfora. Todo conjuro se hace siempre desde su sombra. Por ello es que me resulta el título cabal, y talvez tácitamente deberá Alan nombrar todas sus obras por venir de la misma manera, como recordatorio de la naturaleza del auténtico lenguaje, consigna incalculable de la más grande ambición –hablo, naturalmente, de la ambición poética.
Creo que Alan Mills ya hizo suya tal ambición. Escribe con vergüenza, con el miedo vital a no decir algo que valga la pena. De mantenerlo vivo, de mantenerlo estricto, de conservarlo dolorosamente, ese pudor lo llevará a un sitio exacto y lejano. Así es como escribe el que escribe para escribir en serio. Por que no se trata –ya ahora me estoy dando cuenta– solamente de escribir mejor, de producir una expresión técnica, atlética, ocurrente; en un momento dado nos corresponderá a los escritores comprometernos con la aventura ulterior de gestar una verdad literaria.
Me ha tocado presentar Los nombre ocultos, y lo cierto me arregla, pues nada hay más destructivo para un escritor que presentar un libro que no le gusta, y no es para nada el caso aquí.
De Alan puedo apreciar que su poesía no tiene nada que ver con aquella que hacen los otros, los muchos poetas de su edad. Alan Mills es dichosamente insular dentro de un grupo de escritores que –lo acepten o no– se ofuscan a menudo por aquello que dicen, cuando más bien deberían de asombrarse por lo que aún no logran decir. De todos nosotros, yo calculo que sólo unos cuantos seguirán escribiendo más adelante, y digo escribiendo: creciendo en un universo de frases, acumulando un estilo, desarrollando una forma radical, de tan propia, de ver el mundo, tomando decisiones literarias como si fuesen las únicas importantes, porque de hecho lo son. Espero que Alan sea uno de éstos que permanezca en el ring. Por lo demás, no dudo en ningún momento que tiene toda la capacidad para quedarse si así lo desea, y asumo que lo va a hacer.
Hoy presenta un primer libro, un libro de poemas. También yo he leído algo de su prosa crítica, y en el futuro tendrá que publicar desde luego algo de la misma. Pero de momento la poesía es su mejor punto de partida. Siempre lo es: lo mismo para un poeta como para un prosista. De ello estoy profundamente convencido. Nada nos remite más al amor por las palabras que la poesía. En una novela, el escritor se puede enamorar de una trama; en un ensayo, de una idea. Pero la poesía sobre todo nos despierta un amor incondicional por las palabras, admiración por la complicidad mística, la sorpresiva mancomunidad de dos vocablos que se tocan. Y digan lo que digan, son las palabras la arcilla fundamental de todas las literaturas. Hay que verlas juntarse golosas en la pantalla de la computadora. Es cuando les digo que a mí una laptop me pone más nervioso que una mujer.
Habla muy bien de Alan que su libro es un libro parco, un libro corto, un libro, pues, cortado, manipulado, consciente de sí mismo. Ya se ha dicho antes: la obra es prodigiosa por aquello que ha rechazado, o mejor dicho: por aquello que no muestra, por aquello que todavía oculta. Volvemos entonces a la idea inicial, a la idea de los nombres ocultos, que no hay que confundir, ojo, con la afectación de las maneras verbales, o con el falso hermetismo y las soflamas vacías.
Este libro de Alan Mills es un puñado de imágenes muy logradas. Contra ese optimismo literario, ningún comentario es ni siquiera necesario, ningún comentario ni siquiera útil. Lo mejor es pasar a la lectura directa, pues aquel que se demora, aquel que posterga la experiencia de la poesía es un canalla, es un imbécil, o está muerto. Les doy muchas gracias.
Qué título profundo le puso Alan Mills a su obra. No puedo decir a ciencia cierta por qué razón la tituló de esta forma, no le he preguntado, pero me parece en lo personal un acierto sugerente: Los nombres ocultos. Según entiendo, al nombrar, el poeta aclara, pero sólo aclara, paradójicamente, cuando utiliza una palabra enigmática, un nombre misterioso, oscuro, entonces oculto. La gran poesía es la poesía que está al borde de la significación, en la intermitencia semántica de la metáfora. Todo conjuro se hace siempre desde su sombra. Por ello es que me resulta el título cabal, y talvez tácitamente deberá Alan nombrar todas sus obras por venir de la misma manera, como recordatorio de la naturaleza del auténtico lenguaje, consigna incalculable de la más grande ambición –hablo, naturalmente, de la ambición poética.
Creo que Alan Mills ya hizo suya tal ambición. Escribe con vergüenza, con el miedo vital a no decir algo que valga la pena. De mantenerlo vivo, de mantenerlo estricto, de conservarlo dolorosamente, ese pudor lo llevará a un sitio exacto y lejano. Así es como escribe el que escribe para escribir en serio. Por que no se trata –ya ahora me estoy dando cuenta– solamente de escribir mejor, de producir una expresión técnica, atlética, ocurrente; en un momento dado nos corresponderá a los escritores comprometernos con la aventura ulterior de gestar una verdad literaria.
Me ha tocado presentar Los nombre ocultos, y lo cierto me arregla, pues nada hay más destructivo para un escritor que presentar un libro que no le gusta, y no es para nada el caso aquí.
De Alan puedo apreciar que su poesía no tiene nada que ver con aquella que hacen los otros, los muchos poetas de su edad. Alan Mills es dichosamente insular dentro de un grupo de escritores que –lo acepten o no– se ofuscan a menudo por aquello que dicen, cuando más bien deberían de asombrarse por lo que aún no logran decir. De todos nosotros, yo calculo que sólo unos cuantos seguirán escribiendo más adelante, y digo escribiendo: creciendo en un universo de frases, acumulando un estilo, desarrollando una forma radical, de tan propia, de ver el mundo, tomando decisiones literarias como si fuesen las únicas importantes, porque de hecho lo son. Espero que Alan sea uno de éstos que permanezca en el ring. Por lo demás, no dudo en ningún momento que tiene toda la capacidad para quedarse si así lo desea, y asumo que lo va a hacer.
Hoy presenta un primer libro, un libro de poemas. También yo he leído algo de su prosa crítica, y en el futuro tendrá que publicar desde luego algo de la misma. Pero de momento la poesía es su mejor punto de partida. Siempre lo es: lo mismo para un poeta como para un prosista. De ello estoy profundamente convencido. Nada nos remite más al amor por las palabras que la poesía. En una novela, el escritor se puede enamorar de una trama; en un ensayo, de una idea. Pero la poesía sobre todo nos despierta un amor incondicional por las palabras, admiración por la complicidad mística, la sorpresiva mancomunidad de dos vocablos que se tocan. Y digan lo que digan, son las palabras la arcilla fundamental de todas las literaturas. Hay que verlas juntarse golosas en la pantalla de la computadora. Es cuando les digo que a mí una laptop me pone más nervioso que una mujer.
Habla muy bien de Alan que su libro es un libro parco, un libro corto, un libro, pues, cortado, manipulado, consciente de sí mismo. Ya se ha dicho antes: la obra es prodigiosa por aquello que ha rechazado, o mejor dicho: por aquello que no muestra, por aquello que todavía oculta. Volvemos entonces a la idea inicial, a la idea de los nombres ocultos, que no hay que confundir, ojo, con la afectación de las maneras verbales, o con el falso hermetismo y las soflamas vacías.
Este libro de Alan Mills es un puñado de imágenes muy logradas. Contra ese optimismo literario, ningún comentario es ni siquiera necesario, ningún comentario ni siquiera útil. Lo mejor es pasar a la lectura directa, pues aquel que se demora, aquel que posterga la experiencia de la poesía es un canalla, es un imbécil, o está muerto. Les doy muchas gracias.
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