Creo que este texto fue un encargo para Lucrecia Méndez de Penedo.
He leído El Río unas tres veces, me parece. Cada vez con nuevos asombros, porque es un libro en varios sentidos inagotable. Aunque debo reconocer que la primera vez que lo leí tuvo un encanto intenso, escarpado y exaltante. Lo llevaba a todos lados conmigo, lo abría en cualquier sitio. Cuando los profesores en la universidad dictaban su clase, yo me dedicaba a no escucharlos, por supuesto, para escuchar a Cardoza, que me daba la educación que ellos no podían darme. Leí la obra sin tregua. Debo decir que me impuso su voluntad más allá de cualquier condición que yo podía tener respecto a la lectura; eso sobre todo lo hizo a mis ojos un libro necesario. Agrego a la vez que lo conocí en una época especial, en cierta adolescencia, la más hambrienta, que es cuando debe leerse.
Ahora mismo lo abro con frecuencia para la consulta. Me asalta una pregunta sobre cierto autor, y encuentro allí siempre un criterio, un prontuario, una aproximación. ¿Qué dice Cardoza de D.H. Lawrence, un ejemplo? Y hallamos: "D.H. Lawrence creó mañanas de México tan reales como las más bellas y escribió sobre la pasión con pasión, sobre el amor con amor, sobre el deseo con deseo y perspicacia de andrógina mantis religiosa". Es una frase para guardarla, quizá. Como ésta hay muchas, y las hay mejores, concluidas, raudas, importantes. Hay que extirparlas todas.
En los anaqueles, El Río destaca siempre por sus dimensiones, como si tratase de un ladrillo raro y enorme: un ladrillo de imágenes. No debe sorprendernos que estas memorias incluyan tal profusión onomástica. ¿Podrá haber otro libro de guatemalteco más rico en referencias, más ecuménico? Dudosamente. Yo diría que es interesante incluso en sus silencios.
El libro fue pensado así por Cardoza: como una summa, como una recuperación extensa, como un epitafio sin fin. Para el caso, se sirvió de un sinnúmero de textos que había escrito antes, en una especie de plagio calculado que hace de sí mismo. Eso aporta a la densidad del libro, que reúne varios momentos escriturales de Cardoza, y por lo mismo varias perspectivas que tuvo en el tiempo, intereses alejados de una vida entera, captaciones en el rigor de la distancia.
Hay que consultarlo sobre todo para ciertos eventos, de los cuales Cardoza fue un testigo presencial. Así por ejemplo del muralismo, del surrealismo, del Paris de Montparnasse, de Federico García Lorca... Allí se vuelve muchas veces apodíctica su opinión. Pues si bien El Río tiene como naturaleza esa frecuentación de todo lo humano, es cierto que hay cosas que quedan fuera, naturalmente. No podría encontrar, para explicar, una cita sobre Capote; de formación dibujadamente francesa, es mejor buscar a Cardoza para saber algo de Malraux, de Lautréamont...
A Cardoza se debe visitarlo mucho para cuestiones de Guatemala, si bien él mismo pasó fuera de su país buena parte de su vida. Siempre es interesante su opinión al respecto, aunque la nuestra sea muy distinta. Así por ejemplo habrá que registrar su criterio en lo que concerniente a la Revolución.
Nos parece imprescindible su opinión histórica, pues pocas veces se hizo historia en Guatemala desde la literatura. Bueno, existen los casos -el Popol Vuh podría entrar en la categoría, visto desde una perspectiva; y hay muchos otros, pero pocos tan enardecedores, personales y rotundos. Justamente, nos interesa Cardoza por la contundencia privada con la cual trata estas cuestiones. Lo mismo con México. Cardoza se convirtió en un testigo un poco extraño -por extranjero, por extranjero que no lo es del todo, por extranjero actuante- del suceso mexicano.
¿Qué pensarán de él los mexicanos, me pregunto ahora?
Es interesante echarle un vistazo al índice onomástico de El Río, bastante monumental. De todas esas referencias estaba llena la cabeza de Cardoza, y de muchas más, seguramente. Desde allí podemos notar las cosas o personas que ocuparon más espacio en las memorias del antigueño: América; Antigua; Baudelaire; Lázaro Cárdenas; los Contemporáneos; Cristo; Cuba; Rubén Darío; España; Europa; Estados Unidos; Federico García Lorca; Guatemala; Lya Kostakowsky; Latinoamérica; México (que supera en referencias a Guatemala, un dato curioso); Paris; Picasso; Orozco; Rimbaud; Siqueiros; Tamayo; Rivera; Vasconcelos...
Con lo cual acabo de dibujar a muy grandes rasgos a Cardoza.
Ahora bien, si la utilidad de El Río como referencia onomástica, como catálogo calculado, es importante, me parece mucho más interesante como azar y bibliomancia, debo decirlo. Nada mejor que abrir las páginas a la suerte, en una especie de vagabundeo trascendente, si se permite tanto derroche, y toparse con una imágen vital, que nos arroja toda su luz y toda su oscuridad. Es una forma de leer, y de ningún modo la más pobre: muy al contrario. Para fines ilustrativos, un ejemplo: dejo que se abra el libro de sí, y encuentro en la página 419: "Nunca, nunca, me he sentido a gusto con la inmensa mayoría de encumbrados o arribistas con la que me topado. Sí sabría que hacer con el poder. Genéticamente soy inepto para las genuflexiones. En mis experiencias, de antemano he sabido que entre los jefecillos y mi vida profunda la incomunicación es total".
Reconfortante, en efecto.
Veamos otro caso (p. 850): "Los recuerdos, mínimas resurrecciones, son para no estar consigo y por temor a esa soledad convocamos fantasmas".
Probemos una tercera vez (p. 179): "En la puerilidad de las cosas más cotidianas y simples, no en las abstractas y librescas, se esconden los gérmenes de los bosques de la memoria".
Con lo cual queda más o menos demostrado que en este libro hay grandes frases constantes y diseminadas, instructivas o deslumbrantes. Es normal encontrar aquí sentencias con voluntad propia, autónomas, autosuficientes en cuanto al sentido de las mismas. Cardoza fue un gran aforista, y por lo tanto el hecho de abrir el libro sin dirección previa no es una mera ocurrencia: las frases se sostienen por sí solas, sin ayuda de las otras, las que estuvieron antes o vienen después. Explica Cardoza en el prólogo de la Pequeña sinfonía del nuevo mundo que quería lograr, como Flaubert, un libro que "sólo sobre la escritura se sostuviera". Ese imperativo está presente, en mayor o menor grado, en toda su obra. Y para el caso, una escritura con ese grado de suficiencia reposa sobre todo en la autonomía de sus frases. Por eso es posible abrir impunemente El Río y encontrar un sinnúmero de ellas.
¿No es un tremendo homenaje a Cardoza esta forma de leer, como si se tratase de un acto surrealista, una suerte de cadáver exquisito, dibujado esta vez por el lector, que va saltando de frase en frase, sin orden, o bajo el dictado de un orden espontáneo, imprevisto?
Tengo que ir a traer a una prima al aeropuerto, y anticipando demoras siempre ineluctables, busco algún libro en los anaqueles, para sentir menos la espera, y una vez allí no tener que considerar a la gente, por lo general irritante. El Río se hace reclamar, salta a primera vista, por sus dimensiones; aún a pesar de ser un libro incómodo para llevar, lo tomo conmigo.
En el aeropuerto. Estoy sentado entre mucha gente (que no ha leído a Cardoza, es obvio). De los altavoces se desprende un rumor entre blando e irritado, inerte o puntual. Los niños corren en los pasillos, tragados por la prisa, por el entusiasmo inconciente de saberse nuevos. En el río de gente que se desplaza aquí, en este aeropuerto sin atributos, hay una Ofelia que se ha ahogado en su grito. Abro el libro, una vez más al azar. La frase, en la página 832, me lo dice todo: "El tiempo ahí está, inmóvil; frente a él pasamos, ensueños de indecisas sombras chinescas".
He leído El Río unas tres veces, me parece. Cada vez con nuevos asombros, porque es un libro en varios sentidos inagotable. Aunque debo reconocer que la primera vez que lo leí tuvo un encanto intenso, escarpado y exaltante. Lo llevaba a todos lados conmigo, lo abría en cualquier sitio. Cuando los profesores en la universidad dictaban su clase, yo me dedicaba a no escucharlos, por supuesto, para escuchar a Cardoza, que me daba la educación que ellos no podían darme. Leí la obra sin tregua. Debo decir que me impuso su voluntad más allá de cualquier condición que yo podía tener respecto a la lectura; eso sobre todo lo hizo a mis ojos un libro necesario. Agrego a la vez que lo conocí en una época especial, en cierta adolescencia, la más hambrienta, que es cuando debe leerse.
Ahora mismo lo abro con frecuencia para la consulta. Me asalta una pregunta sobre cierto autor, y encuentro allí siempre un criterio, un prontuario, una aproximación. ¿Qué dice Cardoza de D.H. Lawrence, un ejemplo? Y hallamos: "D.H. Lawrence creó mañanas de México tan reales como las más bellas y escribió sobre la pasión con pasión, sobre el amor con amor, sobre el deseo con deseo y perspicacia de andrógina mantis religiosa". Es una frase para guardarla, quizá. Como ésta hay muchas, y las hay mejores, concluidas, raudas, importantes. Hay que extirparlas todas.
En los anaqueles, El Río destaca siempre por sus dimensiones, como si tratase de un ladrillo raro y enorme: un ladrillo de imágenes. No debe sorprendernos que estas memorias incluyan tal profusión onomástica. ¿Podrá haber otro libro de guatemalteco más rico en referencias, más ecuménico? Dudosamente. Yo diría que es interesante incluso en sus silencios.
El libro fue pensado así por Cardoza: como una summa, como una recuperación extensa, como un epitafio sin fin. Para el caso, se sirvió de un sinnúmero de textos que había escrito antes, en una especie de plagio calculado que hace de sí mismo. Eso aporta a la densidad del libro, que reúne varios momentos escriturales de Cardoza, y por lo mismo varias perspectivas que tuvo en el tiempo, intereses alejados de una vida entera, captaciones en el rigor de la distancia.
Hay que consultarlo sobre todo para ciertos eventos, de los cuales Cardoza fue un testigo presencial. Así por ejemplo del muralismo, del surrealismo, del Paris de Montparnasse, de Federico García Lorca... Allí se vuelve muchas veces apodíctica su opinión. Pues si bien El Río tiene como naturaleza esa frecuentación de todo lo humano, es cierto que hay cosas que quedan fuera, naturalmente. No podría encontrar, para explicar, una cita sobre Capote; de formación dibujadamente francesa, es mejor buscar a Cardoza para saber algo de Malraux, de Lautréamont...
A Cardoza se debe visitarlo mucho para cuestiones de Guatemala, si bien él mismo pasó fuera de su país buena parte de su vida. Siempre es interesante su opinión al respecto, aunque la nuestra sea muy distinta. Así por ejemplo habrá que registrar su criterio en lo que concerniente a la Revolución.
Nos parece imprescindible su opinión histórica, pues pocas veces se hizo historia en Guatemala desde la literatura. Bueno, existen los casos -el Popol Vuh podría entrar en la categoría, visto desde una perspectiva; y hay muchos otros, pero pocos tan enardecedores, personales y rotundos. Justamente, nos interesa Cardoza por la contundencia privada con la cual trata estas cuestiones. Lo mismo con México. Cardoza se convirtió en un testigo un poco extraño -por extranjero, por extranjero que no lo es del todo, por extranjero actuante- del suceso mexicano.
¿Qué pensarán de él los mexicanos, me pregunto ahora?
Es interesante echarle un vistazo al índice onomástico de El Río, bastante monumental. De todas esas referencias estaba llena la cabeza de Cardoza, y de muchas más, seguramente. Desde allí podemos notar las cosas o personas que ocuparon más espacio en las memorias del antigueño: América; Antigua; Baudelaire; Lázaro Cárdenas; los Contemporáneos; Cristo; Cuba; Rubén Darío; España; Europa; Estados Unidos; Federico García Lorca; Guatemala; Lya Kostakowsky; Latinoamérica; México (que supera en referencias a Guatemala, un dato curioso); Paris; Picasso; Orozco; Rimbaud; Siqueiros; Tamayo; Rivera; Vasconcelos...
Con lo cual acabo de dibujar a muy grandes rasgos a Cardoza.
Ahora bien, si la utilidad de El Río como referencia onomástica, como catálogo calculado, es importante, me parece mucho más interesante como azar y bibliomancia, debo decirlo. Nada mejor que abrir las páginas a la suerte, en una especie de vagabundeo trascendente, si se permite tanto derroche, y toparse con una imágen vital, que nos arroja toda su luz y toda su oscuridad. Es una forma de leer, y de ningún modo la más pobre: muy al contrario. Para fines ilustrativos, un ejemplo: dejo que se abra el libro de sí, y encuentro en la página 419: "Nunca, nunca, me he sentido a gusto con la inmensa mayoría de encumbrados o arribistas con la que me topado. Sí sabría que hacer con el poder. Genéticamente soy inepto para las genuflexiones. En mis experiencias, de antemano he sabido que entre los jefecillos y mi vida profunda la incomunicación es total".
Reconfortante, en efecto.
Veamos otro caso (p. 850): "Los recuerdos, mínimas resurrecciones, son para no estar consigo y por temor a esa soledad convocamos fantasmas".
Probemos una tercera vez (p. 179): "En la puerilidad de las cosas más cotidianas y simples, no en las abstractas y librescas, se esconden los gérmenes de los bosques de la memoria".
Con lo cual queda más o menos demostrado que en este libro hay grandes frases constantes y diseminadas, instructivas o deslumbrantes. Es normal encontrar aquí sentencias con voluntad propia, autónomas, autosuficientes en cuanto al sentido de las mismas. Cardoza fue un gran aforista, y por lo tanto el hecho de abrir el libro sin dirección previa no es una mera ocurrencia: las frases se sostienen por sí solas, sin ayuda de las otras, las que estuvieron antes o vienen después. Explica Cardoza en el prólogo de la Pequeña sinfonía del nuevo mundo que quería lograr, como Flaubert, un libro que "sólo sobre la escritura se sostuviera". Ese imperativo está presente, en mayor o menor grado, en toda su obra. Y para el caso, una escritura con ese grado de suficiencia reposa sobre todo en la autonomía de sus frases. Por eso es posible abrir impunemente El Río y encontrar un sinnúmero de ellas.
¿No es un tremendo homenaje a Cardoza esta forma de leer, como si se tratase de un acto surrealista, una suerte de cadáver exquisito, dibujado esta vez por el lector, que va saltando de frase en frase, sin orden, o bajo el dictado de un orden espontáneo, imprevisto?
Tengo que ir a traer a una prima al aeropuerto, y anticipando demoras siempre ineluctables, busco algún libro en los anaqueles, para sentir menos la espera, y una vez allí no tener que considerar a la gente, por lo general irritante. El Río se hace reclamar, salta a primera vista, por sus dimensiones; aún a pesar de ser un libro incómodo para llevar, lo tomo conmigo.
En el aeropuerto. Estoy sentado entre mucha gente (que no ha leído a Cardoza, es obvio). De los altavoces se desprende un rumor entre blando e irritado, inerte o puntual. Los niños corren en los pasillos, tragados por la prisa, por el entusiasmo inconciente de saberse nuevos. En el río de gente que se desplaza aquí, en este aeropuerto sin atributos, hay una Ofelia que se ha ahogado en su grito. Abro el libro, una vez más al azar. La frase, en la página 832, me lo dice todo: "El tiempo ahí está, inmóvil; frente a él pasamos, ensueños de indecisas sombras chinescas".
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