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Hay un animal suelto en las regiones astrales: vida y muerte de Hunter S. Thompson


Cuando se murió–mató HST fue cómo si me metieran un batazo en el hocico. Horrible esa mierda. Inmediatamente, escribí mi homenaje, publicado por demás en El Periódico.



Lunes demasiado temprano por la mañana. Buscando cualquier información en el Wikipedia, me topo de bruces con la devastadora noticia: Hunter S. Thompson se ha pegado un tiro. Por supuesto, no ha fallado.


¿Y cómo iba a fallar? HST era un experto consumado en armas. Además, el viejo seguramente había craneado el golpe desde hace mucho tiempo –desde hace décadas. Sabía exactamente cómo encajar el arma, qué pasaría exactamente con su masa cerebral, de qué manera iba desperdigarse por el aire… un cuadro de Jackson Pollock. Todos nos sorprendimos con su suicidio, pero no había tanto de qué sorprenderse. Previsto estaba, por lo menos, en la Nota de autor (que en lo que a mí respecta vale diez veces más que cualquier prólogo de Borges) al comienzo de La gran caza del tiburón, en dónde ya amenaza con tirarse 28 pisos hasta la Quinta Avenida. Dice, el muy bestia: “Así que si decidiese tirarme a la calle al acabar, quiero dejar muy clara una cosa: me encantaría sinceramente dar ese salto, y si no lo doy lo consideraré siempre un error y una oportunidad perdida (…)”. En sus libros encontraremos mil señales y mil augurios. Lo que sucede es que nunca nos tomamos en serio a los escritores cuando dicen que algo les molesta. Nos parece que está haciendo otra vez literatura. Toda la vida de Hunter S. Thompson apuntaba a su suicidio, de hecho: fue un ensayo para ese instante en dónde el límite de la bala se une al límite del cerebro, formando así un nuevo límite que no es sino el límite de la vena de Dios cuando Dios se corta las venas con el límite de una gillette comprada previamente en la Farmacia Que No Tiene Límites. Algo así. Vivir rápido. Eso que todos hacemos solamente del diente al labio.


Largo camino al apocalipsis

No tengo problema alguno para escribir en primera persona pero esta vez no sólo me parece un derecho poderoso que poseo como periodista sino además una obligación. Después de todo, ha muerto el maestro de la subjetividad radical: un homenaje mínimo se impone. Y ya que estamos en esto, voy a pretender que Hunter S. Thompson no se mató a los 67 años. Voy a inventar que lo conozco bien y que somos bueno amigos. De hecho, nos hallamos ambos en un descapotable endemoniado cuyo nombre es Gran Tiburón Rojo, con rumbo a Las Vegas: mi nombre es Oscar Acosta: mi cerebro un jardín químico.

Hunter, por alguna razón que no me interesa entender, me está hablando de un vago actor puertorriqueño que se llama Benicio del Toro, para después hablarme de su vida, de Kentucky, su lugar de nacimiento, de cómo a los nueve años fue acusado por dos agentes del FBI de dañar un buzón del U.S. Mail, en Louisville, a todas luces un delito federal.

–Yo lo había hecho, por supuesto –me explica Hunter, los dientes súbitamente amarillos–. Botamos el maldito buzón para que el bus del colegio colisionara con él, y vengarnos así del chofer, que nos trataba como mierda. Verás, en ese tiempo los buzones eran enormes… Los dos agentes querían que yo confesara. Pero no les solté nada. Amenazaron con llevarme preso. Finalmente se fueron.

Me he quitado la camisa. El sol se consagra en mi pecho desnudo. El carro avanza en la carretera.

–A los dieciséis años me metieron preso –continúa Hunter– por treinta días, acusado de violación. Era todo una gran mentira. La lección que aprendí de esos treinta días en la cárcel fue que no había que regresar nunca más a la cárcel. Punto. No era necesario.

Me está hablando de una cárcel… no, me está hablando de cuando se enroló en la Fuerza Aérea (editor de deportes del periódico de la base aérea de Florida). Habla y habla.

–Como tu abogado –señalo– te ordeno que disfrutes del sol y no me hables más de los dos años que estuviste en la Fuerza Aérea. Mejor háblame de cuando viviste en Puerto Rico.

–Escribí una novela. Se llama El diario del ron. Jamás la he publicado. Se la di a leer a un amigo: me dijo que era como si un admirador/imitador mí hubiese escrito copiando mi estilo, y queriéndolo emular, con resultados muy correctos, más no brillantes. Creo que estoy de acuerdo con él. Se publica cualquier mierda en estos días. Especialmente en los periódicos…


20/02

Interrumpamos esta crónica imposible, grávida de fantasía y anacronismos, para comentar un poco sobre una nota que he encontrado en la web. La nota asegura que nuestro periodista se suicidó mientras hablaba con Anita, su mujer.

Acababan de casarse, relativamente (2003). Unos días antes de que HST se quitara con gran decoro la vida, leía yo una de esas deliciosas columnas suyas que escribía para ESPN (gran periodista deportivo) en dónde relataba esto de su casamiento (The royal wedding). Pura sincronicidad jungiana, a mi juicio, dado que en mucho tiempo –meses y meses– no había leído a HST, y de súbito tuve un anhelo irreprimible de leerlo, y así lo hice, y al poco tiempo se mató.

En fin, la nota periodística explica: “Anita Thompson recordó que su esposo le pidió que regresara a casa desde el gimnasio para que trabajaran juntos en su columna semanal, pero en lugar de despedirse con un “adiós”, se disparó en la cabeza”.

En Kingdom of Fear habla muy bien de Anita, según recuerdo. Pero en lugar de amarla/venerarla por el resto de sus días, decide buenamente pegarse un tiro con una 45 mientras habla por teléfono con ella, sin avisar ni despedirse. ¿Es creíble?

La nota periodística indica que la esposa de Thompson dijo que en los meses previos al suceso repetidamente su marido hablaba de suicidarse y que había dejado instrucciones verbales y escritas sobre el destino de su cuerpo, sus trabajos no publicados y sus pertenencias.

No es descartable –así lo creo yo– que ella no sólo estaba vagamente enterada del propósito de su marido sino que además sabía exactamente que iba a quitarse la vida. Posiblemente sí se despidieron. Todo estaba pactado.

Esto se me está convirtiendo en novela policíaca. Regresemos al descapotable.


Sobre los hombres de un gigante borracho

Me he puesto los anteojos oscuros. El descapotable corre a 160. No hay peligro de micrófonos o espías. Hunter me sigue hablando de su vida. Me agrada Hunter. Me gustó mucho ese libro suyo: Los Ángeles del Infierno. Los Ángeles del Infierno es la obra que lo permitió todo. Qué reportaje. Hunter tuvo el coraje de vivir y montar con esos animales durante un año entero. Cualquier escuela respetable de periodismo debería de ponerlo como texto base de estudio sin pensarlo dos veces. A mi juicio, todo está en la manera en que HST mira a los motociclistas: como lo que son, bestias, pero sin condenar su bestialidad. Periodismo no religioso, periodismo amoral, periodismo limpio, carajo… La amoralidad es el punto culminante de lo objetivo. ¿Cómo es que algunos todavía pretenden que el periodismo objetivo es un balance de subjetividades, un equilibrio de puntos de vista? Tal cosa no es más que una contradicción. Pura hipocresía. Periodismo hipócrita. En todo caso, el reportaje objetivo lo es porque está más allá del bien y del mal. Y Hunter sabe realizar perfectamente este tipo de reportaje…

(El viento me echa sobre la cara su aliento quemante; ¿en dónde está el salero de la cocaína?)

Por supuesto, lo que a Hunter S. Thompson le terminó gustando no es tanto el periodismo amoral, sino más aún, el inmoral, el más divertido de los cuatro tipos de periodismo (oficial/hipócrita/amoral/inmoral). El periodismo inmoral: radicalmente subjetivo, ficcionalizado, literario, abusivo. El menos hipócrita, porque se reconoce como lo que es: gonzo. El autor no es solamente testigo de la historia, sino además forma parte de ella, no sólo la altera: la manipula, la inventa, o incluso prescinde de ella: cuando Norman Mailer estaba viendo como buen chico la pelea Alí/Foreman, Thompson estaba en la piscina de un hotel en Zaire, fumando hash. (Por cierto, en The Fight, Mailer describe así a Thompson: “Era un manojo de nervios equilibrado por otro manojo de nervios que se desplazaba en unos chirriantes patines”.)

(Dios mío. Sympathy for The Devil sigue sonando a todo volumen. Esto es viajar.)

Veo tres diferencias básicas entre un autor como Norman Mailer y Hunter S. Thompson, ambos considerados preclaros representantes del llamado Nuevo Periodismo. En principio, Norman Mailer no está tan loco como Thompson. Es un gran escritor, sin duda, pero al leer Los Ejércitos de la Noche uno se queda con la sensación de que a Mailer no le sucedió realmente nada interesante durante aquella famosa marcha de Washington del 67: ni aún su arresto fue muy sugestivo. En segundo lugar, Mailer habla de sí mismo refiriéndose a “Norman”, lo cuál le permite introducir una distancia aséptica entre el escritor y el narrador, que no es otra cosa que un cierto pudor o resistencia ante la franca utilización de la primera persona: no desea ensuciarse las manos.

(Nos dirigimos a Las Vegas, cubriremos el Mint 400.)

Trabajando para Rolling Stone, HST logra escribir dos proyectos delirantes que habrán de cambiar para siempre la historia del periodismo, Miedo y asco en Las Vegas (1971) y Miedo y asco en la campaña del 72. Dice Hunter: “Miedo y asco en Las Vegas tendrá que ser calificado como un experimento loco, como una idea excelente que enloqueció de pronto… víctima de su propia esquizofrenia conceptual, cazada & finalmente paralizada en ese vano limbo académico que hay entre “periodismo” & “ficción”. Y luego izada en su propio petardo de delitos múltiples y de irregularidades e ilegalidades directas suficientes como para encerrar a quien admitiese una conducta repugnante de tal género en la prisión estatal de Nevada hasta 1984” (Introducción a “Miedo y Asco en Las Vegas: un viaje salvaje al corazón del Sueño Americano”).

(Ron, hielo: quiero más.)

Miedo y Asco en Las Vegas nos presenta algo profundamente nuevo –un nuevo tipo de outlaw, ni beat (aunque algo le debe a Kerouac) ni por supuesto hippie sino algo tan distinto– y aún siendo así de inédito, es a la vez algo arquetípico, y profundamente americano. Ciertamente a Hunter no pueden tildarlo de antiamericano: no hay nada más americano que él.

(Nada en ciento sesenta kilómetros a la redonda.)

Hay unos imbéciles que todavía se están preguntando si HST es o no un genio. HST es superdotado, ninguna duda. Sus hallazgos, que han sido miles, así lo atestiguan. Sólo él puede transcribir El gran Gatsby de cabo a rabo con el sólo propósito de saber cómo está escrito. Aparte de ser un gran periodista y consumado escritor, también es un brillante e irreverente comentarista político. Su crítica sostenida contra Nixon es una lección de decencia, y lo mismo, más tarde, contra Bush, a quién simplemente califica de Nazi (Is it even vaguely posible that some New Age Republican whore-beast of a false president could actually make Richard Nixon look like a Liberal?). HST estuvo a punto de convertirse sheriff de Pitkin County, Colorado, con un programa delirante que incluía cambiar el nombre de Aspen por el de Fat City así como el control de la venta de drogas. El tercer punto del programa provisional Thompson para sheriff especifica: “Lo primero que haré como sheriff será instalar, en el patio del juzgado, un tablado de castigo con una serie de palos de diverso tamaño, para castigar adecuada y públicamente a los traficantes inmorales”.

¿Pero por qué estoy pensando todas estas cosas? ¿Es que el ácido ya me ha pegado?


La criatura salchicha

Cuando HST se suicidó, su hijo, nuera y nieto estaban de visita en el rancho del escritor, en Woody Creek, Colorado. Fue su hijo Juan quién encontró el cadáver: la criatura salchicha. HST se casó con Sandra Dawn Conklin, en 1963, divorciándose de ella en 1980. Producto de ese matrimonio es su hijo Juan. No debe de haber sido fácil para Juan haber encontrado por todo el cuarto el cerebro genial pero ya inservible de su padre, ese cerebro que tantos extraños esquemas neurológicos había reunido en vida, a raíz de un consumo prolongado y alienígena, si bien no tan exagerado como lo promueven sus libros.

Por supuesto, se mató con un arma de fuego. Era un adicto a la pólvora. En lo general, soporto mal a los que elevan culto alrededor de las armas, pero hice siempre una saludable excepción con Hunter S. Thompson, porque él era un esteta de la pólvora: “Lo mío son las armas. Nombradme una y la conozco seguro: armas cortas y largas, bombas, gas, fuego, cuchillos y todo lo demás. Hay muy poca gente en el mundo que sepa más que yo de armas. Soy especialista en demolición, balística, armas blancas, motores, animales: cualquier cosa capaz de hacer daño a hombres, animales o edificios. Es mi profesión, mi asunto, mi rollo, lo mío… mi maldita especialidad.”

Hablando la otra vez vía teléfono con José Luis Perdomo, que es la persona mejor capacitada para entender a Hunter S. Thompson en Guatemala, me dijo, no recuerdo sus exactas palabras, pero en suma me dijo que era lícito suicidarse para evitar la decadencia, y yo en suma estoy de acuerdo. También me comentó de cómo le había parecido decepcionante que Cioran no se quitase nunca la vida, después de amenazar siempre con hacerlo. Y yo en suma de acuerdo.

Es bastante increíble leer el reportaje que hizo HST cuando se suicidó Hemingway (¿Qué llevó a Hemingway a Ketchum?), para el National Observer. Su lucidez ante el suicidio de Hemingway: conmovedora.


De cómo tras el suicidio de HST uno se siente más solo en el universo, o viajando en descapotable y a toda velocidad a una ciudad llamada crisis nerviosa, o Johnny Depp no se llevó de nuevo el Oscar, o posfacio para el suicidio de Owl Farm

El descapotable se detiene en Owl Farm, el complejo fortificado de Hunter. Nos bajamos los dos, seriamente averiados por las amyls. Directo a la cocina, a buscar más ron y hielo. Allí nos encontramos con todos los amigos: Bob Dylan, Jack Nicholson, George Plimpton, Ken Kesey, Bill Murray… y todos los demás, esperándonos. Bebemos hasta vomitar, como enfermos. Luego callamos: Hunter ha anunciado que ha llegado la hora. Es un gran momento solemne. Lo vemos cargar el arma; lo vemos fumar el cigarro; lo observamos mientras llama a Anita por teléfono. “Sí, sí, ya es hora”, le dice a Anita. Luego se coloca el arma, dispara. Los invitados, uno a uno, salen de la cocina. Yo permanezco un rato más. He olvidado hasta mi nombre.

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