Halfon cae bien y escribe bien. Aquí una reseña de su libro Siete minutos de desasosiego, aparecida el 31 de agosto de 2008, en Siglo XXI.
Un placer leer a Eduardo Halfon. Su libro Siete minutos de desasosiego, presentado en la última edición de FILGUA, nos da a un cuentista preciso con momentos profundos.
Allí está la sencillez de Halfon. Se agradece sinceramente que su escribir no pretenda ser una vuelta en el Six Flags, ni tenga nada de barroco ni haya pasado por fase neocardoziana alguna ni fomente los grandes onanismos del lenguaje.
En esta viña lo mejor es que haya de todo para todos. Y si bien es correcto que existan escritores que gustan de complicar la frase y usen las palabras más allá de sí mismas, también es bueno que no falten los que, como Eduardo Halfon, apuesten por la sobriedad como arte en el arte. Halfon posee esa cualidad: en nada lo dice todo. Algunos cuentos suyos son instantáneas y nada más, polaroids emocionales y a veces ni eso, o apenas eso.
Adentro y afuera
Siete minutos de desasosiego no se decide entre el campo y la urbe. Uno se encuentra en ese sentido con un libro que es dos libros. A la vez nos topamos con los escenarios típicamente citadinos: ya sea en el Portal del Comercio con el libanés Salim Mussa en el relato titulado Sacerdote; o en la ciudad jadeante de un niño rico retratada en Clases de hebreo; o dentro de un reconocible burdel fronterizo en Putas llorando; o en un taxi en Londres en Pradera del ganso, o en el proverbial aeropuerto de Miami (“No hay como el aeropuerto de Miami para sentirse una mierda”). Por otro lado, Eduardo Halfon nos lleva a escenarios típicamente… de Rey Rosa. Mucha selva. Toda la segunda parte del libro se demora en esta clase de atmósfera. Lo cuál es una lástima, pues sus mejores cuentos son los urbanos, no los rurales, y es entendible por qué: en lo urbano el desasosiego respira siempre mejor.
Pero es que Halfon, como muchos de los escritores de su generación, se debate entre distintas visiones de cómo debe abordarse el hecho literario. Siempre hay esa, por caso, esa dicotomía entre lo local y lo universal. Una dicotomía bastante bien resuelta, por demás, en el sentido de que su escritura está desprovista de localismos excesivos, libre de la dictadura de la pertenencia, de las pretensiones de lo propio. Pero a la vez, no obstante, este libro no pudo haber sido escrito, en lo mayor, sino por un guatemalteco. Sucede que es un guatemalteco muy particular: judío, de cierta clase social, y con cierta cultura. Esa misma cultura es la que le permite tener un ojo ancho con el cual observar la realidad, capturar la riqueza de los diálogos y transponerlos, encontrar esencias. Sus cuentos no son locales por el lenguaje, sino por las situaciones descritas y el dolor personal que éstas proponen.
El novelista versus el cuentista
Hablemos pues de dicotomías. Quizá la dicotomía más evidente en Halfon es aquella que lo tira por un lado a realizarse como novelista y lo tira por el otro a gestar relatos. En Siete minutos de desasosiego este problema se deja sentir. Los peores cuentos del libro –aunque la mayoría, lo vamos a decir, son excelentes– son aquellos que muy seguramente proceden de un proyecto de novela y al final se fueron quedando en relatos: relatos como Santos o M8–10. O ese texto completamente innecesario, el más largo y narrativo de todos: El matapalos. El algo que un cuentista jamás debe hacer: hacer leña de un tronco novelístico caído.
Sin embargo, cuando sus cuentos son cuentos, Halfon nos deja un libro bastante impecable, sólido, importante, con mucho más que un título ingenioso. Sus historias están grávidas de pequeños aciertos. Esa clase de pequeños aciertos que en un cuento son grandes y lo son todo. Así lo testimonian los relatos Garibaldi o Putas llorando o Chiquero. Sensibilidad y oficio, juntos. Y una capacidad nata para digitar el fracaso humano sin recurrir a grandes efectos. El secreto suyo es que trata el Gran Asco con alguna delicadeza que es a la vez una malicia o crueldad casi imperceptible (y por imperceptible más cruel). Halfon es un notable captador de patetismos. Sus ocurrencias son como flechas que dan en el centro que rige nuestras resistencias. Nos ablandamos.
Título: Siete minutos de desasosiego
Editorial: Panamericana
Año: 2007
Páginas: 190
Un placer leer a Eduardo Halfon. Su libro Siete minutos de desasosiego, presentado en la última edición de FILGUA, nos da a un cuentista preciso con momentos profundos.
Allí está la sencillez de Halfon. Se agradece sinceramente que su escribir no pretenda ser una vuelta en el Six Flags, ni tenga nada de barroco ni haya pasado por fase neocardoziana alguna ni fomente los grandes onanismos del lenguaje.
En esta viña lo mejor es que haya de todo para todos. Y si bien es correcto que existan escritores que gustan de complicar la frase y usen las palabras más allá de sí mismas, también es bueno que no falten los que, como Eduardo Halfon, apuesten por la sobriedad como arte en el arte. Halfon posee esa cualidad: en nada lo dice todo. Algunos cuentos suyos son instantáneas y nada más, polaroids emocionales y a veces ni eso, o apenas eso.
Adentro y afuera
Siete minutos de desasosiego no se decide entre el campo y la urbe. Uno se encuentra en ese sentido con un libro que es dos libros. A la vez nos topamos con los escenarios típicamente citadinos: ya sea en el Portal del Comercio con el libanés Salim Mussa en el relato titulado Sacerdote; o en la ciudad jadeante de un niño rico retratada en Clases de hebreo; o dentro de un reconocible burdel fronterizo en Putas llorando; o en un taxi en Londres en Pradera del ganso, o en el proverbial aeropuerto de Miami (“No hay como el aeropuerto de Miami para sentirse una mierda”). Por otro lado, Eduardo Halfon nos lleva a escenarios típicamente… de Rey Rosa. Mucha selva. Toda la segunda parte del libro se demora en esta clase de atmósfera. Lo cuál es una lástima, pues sus mejores cuentos son los urbanos, no los rurales, y es entendible por qué: en lo urbano el desasosiego respira siempre mejor.
Pero es que Halfon, como muchos de los escritores de su generación, se debate entre distintas visiones de cómo debe abordarse el hecho literario. Siempre hay esa, por caso, esa dicotomía entre lo local y lo universal. Una dicotomía bastante bien resuelta, por demás, en el sentido de que su escritura está desprovista de localismos excesivos, libre de la dictadura de la pertenencia, de las pretensiones de lo propio. Pero a la vez, no obstante, este libro no pudo haber sido escrito, en lo mayor, sino por un guatemalteco. Sucede que es un guatemalteco muy particular: judío, de cierta clase social, y con cierta cultura. Esa misma cultura es la que le permite tener un ojo ancho con el cual observar la realidad, capturar la riqueza de los diálogos y transponerlos, encontrar esencias. Sus cuentos no son locales por el lenguaje, sino por las situaciones descritas y el dolor personal que éstas proponen.
El novelista versus el cuentista
Hablemos pues de dicotomías. Quizá la dicotomía más evidente en Halfon es aquella que lo tira por un lado a realizarse como novelista y lo tira por el otro a gestar relatos. En Siete minutos de desasosiego este problema se deja sentir. Los peores cuentos del libro –aunque la mayoría, lo vamos a decir, son excelentes– son aquellos que muy seguramente proceden de un proyecto de novela y al final se fueron quedando en relatos: relatos como Santos o M8–10. O ese texto completamente innecesario, el más largo y narrativo de todos: El matapalos. El algo que un cuentista jamás debe hacer: hacer leña de un tronco novelístico caído.
Sin embargo, cuando sus cuentos son cuentos, Halfon nos deja un libro bastante impecable, sólido, importante, con mucho más que un título ingenioso. Sus historias están grávidas de pequeños aciertos. Esa clase de pequeños aciertos que en un cuento son grandes y lo son todo. Así lo testimonian los relatos Garibaldi o Putas llorando o Chiquero. Sensibilidad y oficio, juntos. Y una capacidad nata para digitar el fracaso humano sin recurrir a grandes efectos. El secreto suyo es que trata el Gran Asco con alguna delicadeza que es a la vez una malicia o crueldad casi imperceptible (y por imperceptible más cruel). Halfon es un notable captador de patetismos. Sus ocurrencias son como flechas que dan en el centro que rige nuestras resistencias. Nos ablandamos.
Título: Siete minutos de desasosiego
Editorial: Panamericana
Año: 2007
Páginas: 190
No hay comentarios:
Publicar un comentario