Monteforte cayó como el verdadero gigante que era: indomable y sin darse tregua. Su pensamiento, su porfía intelectual era una verdadera red de lucidez. Una red que impidió de maneras insospechadas el descalabro absoluto de este país. Era el vigilante de la cordura nacional. Lo digo sin ánimo de exagerar. Monteforte me regaló la medida absoluta de la creación literaria, y será siempre mi mentor literario más severo. Me enseñó el honor de vivir sin reticencias y de escribir con todas las células disponibles. Un mandarín de raza y de granito, como los grandes escritores.
Lo que más se comentó, lo que ciertamente se comentó una vez muerto Monteforte es lo bien que vivió su vida larga, sobre todo cuando más larga estaba, es decir a sus noventa años. Procedieron a comentar a Monteforte como de un niño que usa por primera vez un orinal, aprobándolo. Estaban todos orgullosos. Por supuesto, es así como el ser humano se aprovecha de la muerte de otro ser humano. Pero no nos engañemos: somos nosotros los que aprendimos algo de él, y casi jamás al revés.
Dicho esto, no queda sino preguntarse a conciencia qué fue eso que aprendimos de su persona, y otra vez, de su vida larga. Yo también soy un saqueador de tumbas.
Don Mario de pie
Alan Mills, quien acompañó a Monteforte en sus últimos años, y lo visitaba con frecuencia escribe en un texto que ha mandado por internet: “Don Mario siempre me invitó a desconfiar de los viejos y de la gente que da la mano como si extendiera un pez agonizante”. Esa frase es el mejor establecido acercamiento a la figura de Don Mario que he leído en todos lo que se publicó luego de su muerte. A don Mario le daba asco que lo saludasen con una mano blanda y caída (“linfática”, diría Antoine Roquetin en La Náusea, al describir la mano del Autodidacta).
Con esto quiero decir que a Mario Monteforte Toledo le gustaba la firmeza, el carácter. Detestaba yo creo la complacencia. Mala su suerte, porque todo el mundo lo quería complacer y decirle así cuánto lo admiraba.
Sus rasgos menos importantes (menos importantes en el sentido único de que sólo van a pervivir los otros rasgos, los de su estilo y prosa) estaban al servicio del mal genio, de un lado, y la genialidad, del otro. El mal genio solamente es soportable en la genialidad, cabe decir. Por lo tanto Schopenhauer es soportable.
Mal genio y genialidad son a veces lo mismo.
Pero me estoy limitando a oficiar como periodista, recabando opinión ajena. Conmigo no fue pesado, más bien nunca. Lo que sucede es que en un país en donde las personas son a menudo medio timoratas, el carácter pasa por cólera. Es claro que le gustaban las cosas a su manera, pero su manera era el siglo veinte, nada menos, enterito o casi, una vivencia detallada y suprema de una época convulsa, irracional y política. Eso se respeta.
El diario Siglo Veintiuno sacó después de la muerte de don Mario un dossier (se iba a sacar antes, no dio tiempo); allí se insiste que don Mario era un hombre despistado. Yo recuerdo, sí, haberme subido al carro con él, y lo cierto dudar si don Mario estaba del todo consciente de lo que hacía. Cuando llegamos al sitio, me di cuenta que su vista no era nada, NADA, confiable.
Mi punto es que todavía manejaba. Talvez un ángel lo llevaba anatómicamente por las avenidas, porque no chocaba, esto por supuesto, hasta que chocaba.
Pero así siendo un hombre despistado, no del todo engarzado en la realidad cotidiana, no era posible burlarse de él. No estaba oxidado, o arrinconado contra la pared de los años. Quizá todos estos despropósitos microscópicos y domésticos en los cuales se enredaba como un gato en un ovillo afirman a su manera al gamberro y al insobornable, al que no quiso nunca alinearse con las consignas vitoreadas de la realidad comestible.
También tuvo un chofer; me contó que había sido el de Chupina. Se reía cuando me lo contaba…
En cuanto a sus dones de conversación, esos son los que más yo voy a extrañar. ¿Existe algo más hediondo que un escritor que no sabe expresarse oralmente…? Monteforte, al contrario, llevaba la charla –siempre había en ella algo de monólogo o clase magistral– con tenacidad química y a veces perfecto virtuosismo, como cierta vez que lo escuché hablar del amor en la Galería Plástica Contemporánea. Lamento que a nadie se le ocurrió grabar esa exposición suya de ternura, lucidez y moldura verbal. Monteforte fue y era, más que un docente (lo fue en la UNAM), un maestro. “Un maestro de energía”, como habla Francisco Umbral de Camilo José Cela.
Del amor sabía lo suyo; se casó suficientes veces como para aprender alguna lección gris y otras mil ardientes. “El amor es todo”, me dijo. No sé del todo cómo articulaba amor y pasión. Recuerdo que me relató una cogida que tuvo en un cementerio. Usó esa palabra: cogida. El sexo fue en todo caso lo suyo, no lo fueron, por ejemplo, las drogas.
“Yo he sido muy sensual”, me expresó. “A través de la sensualidad yo me acerqué a las mujeres.”
Como se sabe, se casó con una indígena; un amor, por lo visto, de película. Don Mario era un hombre de la vida (le daba horror el nihilismo) y al final estaba metido hasta el hueso en lo de su filme, Donde acaban los caminos. De ese tamaño era la tempestad que llevaba dentro.
Tras conocerlo un poco, me entró la cabeza que don Mario realmente sí conocía a las mujeres. Las conocía. Hablaba de ellas todo el tiempo.
Cuando me separé de una pareja con la cuál había yo tenido una relación de cuatro años, decidí hacerlo hablar del tema. Lo que me dijo fue tan reconfortante, salí de su casa menos culpable... “El matrimonio se forma por los dos y el divorcio igualmente; no hay uno malo en la película”.
Escribió Monteforte: “Las mujeres han sido causa de mis mayores pasiones, de mis mayores errores y de casi todas mis decisiones fundamentales”.
Don Mario tuvo varios hijos, y de ellos dijo en una columna que eran “medio cabrones”. Lo fui a ver a su casa y me mostró una pintura que había hecho su hijo Mario. “¿Pinta su hijo?”, le pregunté. “Pintaba”, contestó. “Se idiotizó cuando entró a la escuela”.
Experimentó el mundo. No experimentó la droga. Jamás se lo hubiese permitido su forma de encarar la existencia.
Además, su hermano se tragó merodeando por la casa unas pastillas; morfina. Dos de sus hijos usaban marihuana, y un primo de ellos los utilizaba para vender la droga en México, me explicó.
Me señaló que la literatura de la droga, no importa si buena o mala, no sale de la droga. “Rubén Darío era un gran poeta no porque bebía sino a pesar de que bebía”, me respondió cuando le pregunté acerca del tema. “Desde muy temprano desarrollé un gran respeto por las fuerzas personales para hacer las cosas. Como nací en una sociedad en donde no existía la ayuda ni la solidaridad, desde muy temprano uno desarrollaba la capacidad de pelear. Yo he tenido mucha fe en las cosas que puedo hacer. Las hago con una gran pasión. Nunca he sido abstemio; bebo como todo el mundo. Pero yo no me he emborrachado para escribir, ni me he emborrachado porque no me salen las cosas. En resumen, creo que es una inmensa bobada y que con eso no se llega a ninguna parte, y que nunca la droga va a compensar la lucidez, la inteligencia, y el honor que significa crear.”
Don Mario era un vitalista. Su mayor firmeza era su firmeza contra la muerte. Conocemos su tesis: “Hay que pasar del amor a la muerte sin pasar por la vejez”. Me expuso: “Como he vivido en el peligro, he vivido en el movimiento, en la aventura, siempre he estado cerca de la muerte: me da la gana de vivir en la vida de verdad”.
“Yo diría que usted es, en términos literarios, totalmente antagónico a Cardoza y Aragón”, le señalé: quería que me hablase de Cardoza. “Completamente”, corroboró, “exactamente lo contrario”. Y añadió un comentario enigmático: “No diferente: lo contrario”.
Se podría pensar que Monteforte era un hombre científico, tanto por su forma de abordar positivamente la literatura –todo lo contrario a Cardoza, que jamás hubiese podido ser un novelista– como por ese enorme corpus sociológico que edificó en vida. Sin embargo, Monteforte no era diferente a Cardoza, es verdad: también creía en las potencias irracionales y biológicas de la existencia. Don Mario era más escritor que sociólogo. Me concedió esta frase magnífica: “Hay que tener todas la sensibilidades –las que uno conoce y las que uno no conoce– abiertas”. Y luego otra que viene al caso: “Nietzche me enseñó a abominar a Descartes”.
Generalmente asociamos al gran escritor, el escritor milenario, como lo fueron Goethe o Thomas Mann, a la figura del hombre corcovado, casi aburrido y casi uniforme. Nada más alejado de la verdad: esos escritores no fueron, en figura, lentos y débiles bibliotecarios, sino verdaderos instrumentos de la vida, en el sentido más inaplazable del término: seres intensamente activos.
En el caso de Monteforte, diremos que estaba tan grávido de impulso propio, que no necesitó de ningún Dios. Yo necesito a Dios, porque no tengo la suficiente energía como para estar a la altura de mi autosuficiencia. Pero Monteforte fue bastante rotundo al respecto: “Un invento del hombre, absolutamente un invento”, así define a Dios en su Diccionario privado. Monteforte fue un ateo respetable y responsable. No los hay muchos.
El proceso de la muerte de Don Mario fue por lo menos rápido. En su caso, se puede decir que tuvo la muerte que merecía. A su figura no convenía una agonía larga, tortuosa, cristiana, sino una muerte contundente y atea. Me cuentan que ya no quiso comer. Bien por él. Podría decir que emprendió el viaje total, como siempre se dice y se dice tan mal. Pero de eso no sé nada. Todos los viajes que hizo en vida fueron tan interesantes, en todo caso comprobables, que no hace falta en realidad introducir aquí ningún criterio teológico. Monteforte fue, no un viajero ocasional y provisional, sino un contumaz viajero y hasta, señalan, un buscador de tesoros y de lacandones. Pero quiero decir que fue un gran viajero en el sentido sobre todo de que supo enraizarse en otros países y desenraizarse con la misma profundidad. Así en México, en donde sobre todo vivió su exilio. Alguna vez me contó con lujo de detalle cuando llegó a China a entrevistar a Mao.
La política ocupó buena parte de su vida (presidente del congreso, vicepresidente de la llamada República) ya sea como funcionario, como preso, o como pensador. Quizá es más difícil ser pensador que funcionario.
Por encima de todo emprendió el viaje del arte. La persona que no es artista difícilmente sabe lo que esto supone. El artista es una suerte de esquizofrénico, con la terrible tara de conjugar dos vidas que a veces, con alguna frecuencia, no quieren conjugarse. La única manera de articular esa congruencia es conservar al espectador que hay en uno. El artista que decida ya no ser un testigo del arte, y sólo ser y estrictamente ser un creador, se volverá sin dudarlo loco, porque estará actuando de acuerdo a un delirio demiúrgico. Necesita la humildad de saberse traspasado por una grandeza estética más grande que la propia. Esa humildad lo salvará de quemarse el alma en la pira graduada del ego. Don Mario era un excelente contemplador de arte, de pintura, de música, de cine. A todos llevaba al cine.
Cuidaba su cuerpo. Hacía gimnasia por las mañanas, como él mismo me dijo. Todos los días montaba a caballo (un caballo que le costó críticas por parte de los morbomentirosos de siempre, quienes lo acusaban de tener dinero, lo cual por lo demás no era simplemente cierto). Practicó el sable y la esgrima, tanto en el deporte como en la columna periodística (recordaremos aquella columna/invectiva dedicada a Skinner Klee, en donde señala que Skinner significa en inglés desollador). También nadaba: “Yo puedo nadar tres kilómetros, todavía a mis años”, me aseguró hace relativamente poco. Cruzaba ríos cuando todavía eso no era un deporte institucionalmente extremo. Era por lo demás un gran gastrónomo, y admiraba un buen vino.
Volvamos ahora al principio de esta rememoración, a la mano de pez agonizante y el carácter de don Mario. Si yo ofrezco un saludo debo dar en ese saludo mi experiencia, mi dolor y mis aciertos. No tiene sentido saludar al otro sin ese choque vital, que Mario reclamaba; no tiene sentido perpetuar la retórica ornamental y laxa de la especie, atracar otra vez lo inútil, porque eso somos los humanos la mayor parte del tiempo, atracadores de la nada. Diré de una vez por todas que la firmeza de don Mario no era una firmeza nazi, don Mario era una persona sumamente tierna, sumamente. Me regaló muestras genuinas de felicidad cuando me encontraba, y por eso, por encima de cualquier cosa, yo seré un fiel apólogo de su obra. Esa ternura le aseguró un tropel de amigos leales, algunos de ellos de enorme talento, como Guayasamín. Además, tenía un gran sentido del humor y neurálgico que desdibujaba el bufido ocasional. Así lo recuerdo: sonriendo. Y escribiendo del lado mismo de la vida, esa estridencia y esa armonía.
Monteforte sentado
Monteforte sentado, escribiendo. Monteforte se sentaba en su caballo cada día, pero sobre todo se sentaba a escribir, y así hasta el final. Cuando yo sea viejo, si lo soy algún día, no estoy seguro que me van a quedar demasiadas ganas de seguir enmendando frases. No sé. Más bien me quedaré quieto en una esquina, sin molestar a nadie, leyendo a Montaigne quizá, eso mientras mis nietos me analizan las orejas colosales de anciano.
El caso de Monteforte fue todo lo contrario. Antes de morir, estaba enviciado con el proceso sistemático de escribir, corregir, publicar, además de su película y ciertamente lo demás. Se estaba jugando su gloria literaria, y la gloria es muy cotizada hoy en día, no hay tiempo que perder. Cardoza también fue otro que ya viejo no cedía. Una vez le hizo la pregunta don Mario a un amigo: ¿por qué los jóvenes quieren tanto a Cardoza? Mi amigo respondió: “Usted sabe, Don Mario, con la muerte suben las acciones…”
¿Subirán acaso las acciones de Monteforte, y cuánto?
Además de todo lo que ya se dijo, Monteforte aún colaboraba sin tregua en diferentes periódicos. Fue un gran escritor de periódicos, quiero decir un valiente. ¿Alguien se tomará el tiempo de levantar todos esos textos, y ordenarlos como merecen ser ordenados? El escritor de periódicos se suicida en la explosión instantánea del día único. Menos mal, en el caso de Monteforte, que además se aseguró de escribir también libros fácilmente reeditables. Admiro al periodista de autor que fue Monteforte, si bien a veces me irritó en alguna de sus columnas dominicales su afán de didactismo, que a veces cobraba giros espantosos (esa impune utilización de mayúsculas como forma de enfatizar sus ideas, como si estuviese gritando o si fuésemos solamente mulas, no es la misma que por ejemplo Félix de Azúa utiliza en su Diario de un hombre humillado, o Artaud en sus poemas). A Juan Luis Font le parece que las ideas de Monteforte eran viejas, y talvez lo eran, pero nunca su disposición hacia una actualidad apremiante y un dolor social en presente. Monteforte será tan recordado como olvidado. La otra vez estaba revisando cajas viejas y polvorientas con mi mujer, en busca de libros, y encontramos un cuaderno–homenaje a Miguel Ángel Asturias, con textos de Cardoza, Navarrete, Monterroso y Monteforte. Desconozco si el texto de Monteforte está incluido en un libro, pero más tiendo a pensar que no.
Dudé si poner al columnista Monteforte en el rubro “Don Mario de pie” o más bien en el rubro “Don Mario sentado”. Lo que sucede es que la columna es sin duda literatura pero suelta en la vida como un perro vagabundo, a veces rabioso. La columna de opinión es una suerte de umbral entre la vida y la obra del escritor. La columna forma tanto parte de su cotidiano devenir como de su devenir imperecedero. La columna es un poco, por ello, parecida al teatro, al teatro por ejemplo del mismo Monteforte, que sólo cobrará vida en las tablas. ¿Quién se encargará de darle vida a ese teatro?
Por lo demás, Monteforte era un periodista serio, propugnador de la mayéutica, y suyos son los fulminantes intercambios con personajes poderosos, como Tito o Mao.
Decía en la sección anterior de este artículo que Monteforte era lo contrario a Cardoza; así me lo dijo él. Monteforte deploraba la poesía que sólo masturba palabras. Las palabras eran bellas, a su modo de ver las cosas, pero sobre todo eran funcionales, y puestas juntas el soporte de una estructura y un trazado más ambicioso, una novela, por caso. Conectar, narrar, relacionar: usaba la conjunción “y” todo el tiempo. En cambio, a Cardoza le interesaba la elipsis, el trazo verbal negativo.
Y esto en ningún modo quiere decir que las subestimaba, que no conocía el valor de las palabras, pues poseo las pruebas corregidas de su Diccionario privado, y en verdad es fascinante analizar la pericia con la cual aumentaba el talento de sus frases: cercenaba, agregaba, acomodaba, era un buen escritor.
Me dijo:
–No te voy a hacer una frase literaria. Para mí es muy angustioso escribir, porque me estoy planteando problemas todo el tiempo. Cuando uno empieza a escribir se enamora de las palabras, y esa es la forma más primitiva de la literatura: amasar palabras, hacer metáforas: eso no tiene fin, pero tampoco tiene principio. No es la palabra la que lo lleva a uno al éxtasis.
–¿Qué hace a una gran novela grande? –le pregunté.
Me respondió:
–El choque de fuerzas.
Me habló de ir dejando el amor que se tiene por las palabras.
Para Monteforte, escribir era un oficio, en el sentido doloroso del vocablo.
Esto que voy a decir les parecerá una suerte de incordio y un criterio demasiado cómodo y académico, pero yo pienso que Cardoza y Aragón es hijo de una tradición y un momento francés (el surrealismo, Paris) y Monteforte en cambio proviene más que nada de la literatura inglesa, y norteamericana (conocía perfectamente a su vez el surrealismo, queda claro). Expuesto así, tan rápida y abreviadamente, parece una burrada, pero quizá más adelante me tome el tiempo de hacer un ensayo que les cierre el pico a los que ya se están riendo y tomándome por un idiota.
Sus Apuntes autobigráficos (esbozo, solamente, hélas, de sus memorias) nos informan sobre su interés por Gertrude Stein, Fitzgerald, Hemingway, Pound, Joyce.
Monteforte era un tremendo cuentista, uno de los más severos, a no dudarlo, exponentes del género. Me parece que su último libro de narraciones cortas fue Cuentos de la biblia. Ese libro lo leí mientras me hacía la prueba del SIDA. Pienso que ningún libro me hubiese ayudado mejor a pasar el mal trago de la espera. Reúne toda la maestría, ingenio y conocimiento de Monteforte para hacer cuentos. La obra me la dio el propio Don Mario, que escribió la siguiente dedicatoria: “Para Maurice, con la vergüenza anexa a este mamarracho tipográfico”. Una dedicatoria espléndida.
Era cuentista; también ensayista. Se permitió todos los géneros principales, yo pienso, incluyendo la poesía, y algunos menores. Nos advierte Ronald Flores, en el homenaje específico que hizo Prensa Libre después de la muerte del viejo: “Cualquier compilación que se realice de su trabajo periodístico deberá incluir las ocurrencias que publicó, con apariencia de datos, en las páginas editoriales de los primeros meses de circulación de elPeriódico (…)”
Los Retratos hablados de Mario Monteforte Toledo nos instruyen de cómo un hombre notable es el más perfecto espécimen para hablar de sus notables congéneres.
Tradujo (entre otros, a Dylan Thomas).
También fomentó la conversación como género (están sus Conversaciones con Mathías Goeritz / Mario Monteforte Toledo, sus entrevistas periódicas en diarios, el Diccionario privado, que surge a partir de un sostenido intercambio con José Luis Perdomo y Gerardo Guinea).
Por supuesto, un escritor que puede saltar con gracia y semántica de un género a otro es más interesante, completo y pertrechado, que aquel que sólo juega con el ovillo unicolor de una sola categoría. Y cuando efectivamente se entretiene con una sola categoría, debe ser capaz de asumir tonos y temas rotundos y distintos. El ensayismo de Monteforte se ocupó de la política, la historia, el arte, el pensamiento social, y hasta el pensamiento doméstico.
Su pensamiento político fue capitaneado por una eterna preocupación de izquierda, y una izquierda propia de su edad. A Juan Luis Font, ya lo hemos dicho, le parecían sus ideas viejas, y sobre todo una idea: la idea de la tierra, que Monteforte consideraba cardinal, el punto exigente de la estabilidad socioeconómica en Guatemala. Así lo dictaba su formación intelectual, y sospecho, sentimental (Quiroga, Rómulo Gallegos: el encuentro místico y criollo con la selva, talvez). Digamos que Monteforte ya no estaba en diálogo directo con los nuevos pensadores evanescentes del capitalismo. Débord, por ejemplo: “El espectáculo es el capital a un tal grado de acumulación que se vuelve imagen”. La imagen (todo lo contrario a la tierra) actúa en Guatemala como en cualquier país postindustrial, pero cercana además a los más íntimos anacronismos. Es preciso estudiar este fenómeno híbrido y estimulante.
Monteforte, como se dice, estaba chapado a la antigua. Teniendo en cuenta esto último, detestaba por otro lado la nostalgia de los revolucionarios. Su personalidad intelectual, examinadora y rigurosa, no permitía los excesos líricos que por ejemplo Cardoza y Aragón derrochaba como esperma. El esperma no tiene fin, ni principio. Monteforte en cambio, acucioso y científico, hijo de Braudel, instauraba en todos sus relatos de interpretación una concepción historicista incondicional y definida.
Unas veces por razones vitales, otras por razones simplemente laborales o circunstanciales, Monteforte incurrió en la sociología. En las obras completas de Monteforte deberá figurar su pensamiento social, enorme. También –tomo aparte– sus reflexiones en torno al arte. ¿Por qué a veces a los escritores les da por escribir acerca de la pintura? ¿Mero asunto de sensibilidad, de interés? En el fondo subyace más bien un implícito morbo moral y una pregunta: ¿es posible acceder a un idioma desde otro idioma? Es una cuestión de primera importancia. Porque si los idiomas no pueden comunicar, entonces en verdad el mundo no tiene sentido.
Epitafio para un hombre de pie
Epitafio para un hombre sentado
Como cada vez que muere un amigo, emprendo un reservado peregrinaje a la región de la Pregunta. En el caso de Monteforte, añade su muerte una interrogante más profana, pero crucial en la mente tan profana de un escritor. Todos los escritores, supongo, pensamos lo mismo: ¿quién ocupará el sitio referencial que Monteforte había ocupado como un rey longevo y justo?
Con su muerte se ha reducido notablemente la mansión poética de los guatemaltecos. Digamos que tiene unas treinta habitaciones menos. La mansión es todavía grande, pero la diferencia evidente. Hay menos fantasmas lucidos avanzando en los corredores con una frase en los labios blancos. Ahora murmuran, ni murmuran, son fantasmas realmente. Varios sagrarios se han desmoronado sin aparente razón. Cada escombro tiene su propia jaula, no del todo limpia. La economía del aire cambió su curso, y en cada sueño ya no hay estrella. Teñidos por el tiempo, los libros. La vieja criada rezonga y respinga, cuando antes al menos sonreía. Es una imagen grosera. La ilusión literaria no será exactamente la misma para los poetas, pues los poetas y los hombres necesitan guías que puedan respetar y derribar. Muertos ya los guías, son estatuas. No se defienden, no se equivocan. Estatuas amueblando los recintos ocasionales de la memoria.
Había que ir a visitarlo más seguido, eludir la crispación, la culpa y la orfandad. Resta santificarse con un necrológico. Con seguridad más adelante pensaré en otra cosa, en la muerte quizá, pero la propia, a veces histérica y otras denodada, pensamientos desarbolados con los cuales construyo mi vaga fragata. Para construir la fragata hace falta cuerpo, complexión; en una habitación que se hace más chica y sombría, más sombra, habiendo visto cosas y luego nada, uno termina otra vez delante de la página que está en blanco, pero esta vez para mí.
La duda me muerde los genitales. Camino una diez millas hacia allá, otras ocho hacia el otro lado… Como esa película de Gus Van Sant que transcurre toda en un desierto… En un principio, todo era pura diversión, un capricho, una travesura, y después nos dimos cuenta que era un desierto lo que nos habitaba: escribir nunca ha sido fácil. En un desierto es difícil mantener el valor. Yo he sido machacado por la mediocridad, los escritores de este país han sido machacados por la mediocridad, el país entero ha sido machacado por la mediocridad.
Un abrazo, don Mario, el abrazo que nunca le di.
Lo que más se comentó, lo que ciertamente se comentó una vez muerto Monteforte es lo bien que vivió su vida larga, sobre todo cuando más larga estaba, es decir a sus noventa años. Procedieron a comentar a Monteforte como de un niño que usa por primera vez un orinal, aprobándolo. Estaban todos orgullosos. Por supuesto, es así como el ser humano se aprovecha de la muerte de otro ser humano. Pero no nos engañemos: somos nosotros los que aprendimos algo de él, y casi jamás al revés.
Dicho esto, no queda sino preguntarse a conciencia qué fue eso que aprendimos de su persona, y otra vez, de su vida larga. Yo también soy un saqueador de tumbas.
Don Mario de pie
Alan Mills, quien acompañó a Monteforte en sus últimos años, y lo visitaba con frecuencia escribe en un texto que ha mandado por internet: “Don Mario siempre me invitó a desconfiar de los viejos y de la gente que da la mano como si extendiera un pez agonizante”. Esa frase es el mejor establecido acercamiento a la figura de Don Mario que he leído en todos lo que se publicó luego de su muerte. A don Mario le daba asco que lo saludasen con una mano blanda y caída (“linfática”, diría Antoine Roquetin en La Náusea, al describir la mano del Autodidacta).
Con esto quiero decir que a Mario Monteforte Toledo le gustaba la firmeza, el carácter. Detestaba yo creo la complacencia. Mala su suerte, porque todo el mundo lo quería complacer y decirle así cuánto lo admiraba.
Sus rasgos menos importantes (menos importantes en el sentido único de que sólo van a pervivir los otros rasgos, los de su estilo y prosa) estaban al servicio del mal genio, de un lado, y la genialidad, del otro. El mal genio solamente es soportable en la genialidad, cabe decir. Por lo tanto Schopenhauer es soportable.
Mal genio y genialidad son a veces lo mismo.
Pero me estoy limitando a oficiar como periodista, recabando opinión ajena. Conmigo no fue pesado, más bien nunca. Lo que sucede es que en un país en donde las personas son a menudo medio timoratas, el carácter pasa por cólera. Es claro que le gustaban las cosas a su manera, pero su manera era el siglo veinte, nada menos, enterito o casi, una vivencia detallada y suprema de una época convulsa, irracional y política. Eso se respeta.
El diario Siglo Veintiuno sacó después de la muerte de don Mario un dossier (se iba a sacar antes, no dio tiempo); allí se insiste que don Mario era un hombre despistado. Yo recuerdo, sí, haberme subido al carro con él, y lo cierto dudar si don Mario estaba del todo consciente de lo que hacía. Cuando llegamos al sitio, me di cuenta que su vista no era nada, NADA, confiable.
Mi punto es que todavía manejaba. Talvez un ángel lo llevaba anatómicamente por las avenidas, porque no chocaba, esto por supuesto, hasta que chocaba.
Pero así siendo un hombre despistado, no del todo engarzado en la realidad cotidiana, no era posible burlarse de él. No estaba oxidado, o arrinconado contra la pared de los años. Quizá todos estos despropósitos microscópicos y domésticos en los cuales se enredaba como un gato en un ovillo afirman a su manera al gamberro y al insobornable, al que no quiso nunca alinearse con las consignas vitoreadas de la realidad comestible.
También tuvo un chofer; me contó que había sido el de Chupina. Se reía cuando me lo contaba…
En cuanto a sus dones de conversación, esos son los que más yo voy a extrañar. ¿Existe algo más hediondo que un escritor que no sabe expresarse oralmente…? Monteforte, al contrario, llevaba la charla –siempre había en ella algo de monólogo o clase magistral– con tenacidad química y a veces perfecto virtuosismo, como cierta vez que lo escuché hablar del amor en la Galería Plástica Contemporánea. Lamento que a nadie se le ocurrió grabar esa exposición suya de ternura, lucidez y moldura verbal. Monteforte fue y era, más que un docente (lo fue en la UNAM), un maestro. “Un maestro de energía”, como habla Francisco Umbral de Camilo José Cela.
Del amor sabía lo suyo; se casó suficientes veces como para aprender alguna lección gris y otras mil ardientes. “El amor es todo”, me dijo. No sé del todo cómo articulaba amor y pasión. Recuerdo que me relató una cogida que tuvo en un cementerio. Usó esa palabra: cogida. El sexo fue en todo caso lo suyo, no lo fueron, por ejemplo, las drogas.
“Yo he sido muy sensual”, me expresó. “A través de la sensualidad yo me acerqué a las mujeres.”
Como se sabe, se casó con una indígena; un amor, por lo visto, de película. Don Mario era un hombre de la vida (le daba horror el nihilismo) y al final estaba metido hasta el hueso en lo de su filme, Donde acaban los caminos. De ese tamaño era la tempestad que llevaba dentro.
Tras conocerlo un poco, me entró la cabeza que don Mario realmente sí conocía a las mujeres. Las conocía. Hablaba de ellas todo el tiempo.
Cuando me separé de una pareja con la cuál había yo tenido una relación de cuatro años, decidí hacerlo hablar del tema. Lo que me dijo fue tan reconfortante, salí de su casa menos culpable... “El matrimonio se forma por los dos y el divorcio igualmente; no hay uno malo en la película”.
Escribió Monteforte: “Las mujeres han sido causa de mis mayores pasiones, de mis mayores errores y de casi todas mis decisiones fundamentales”.
Don Mario tuvo varios hijos, y de ellos dijo en una columna que eran “medio cabrones”. Lo fui a ver a su casa y me mostró una pintura que había hecho su hijo Mario. “¿Pinta su hijo?”, le pregunté. “Pintaba”, contestó. “Se idiotizó cuando entró a la escuela”.
Experimentó el mundo. No experimentó la droga. Jamás se lo hubiese permitido su forma de encarar la existencia.
Además, su hermano se tragó merodeando por la casa unas pastillas; morfina. Dos de sus hijos usaban marihuana, y un primo de ellos los utilizaba para vender la droga en México, me explicó.
Me señaló que la literatura de la droga, no importa si buena o mala, no sale de la droga. “Rubén Darío era un gran poeta no porque bebía sino a pesar de que bebía”, me respondió cuando le pregunté acerca del tema. “Desde muy temprano desarrollé un gran respeto por las fuerzas personales para hacer las cosas. Como nací en una sociedad en donde no existía la ayuda ni la solidaridad, desde muy temprano uno desarrollaba la capacidad de pelear. Yo he tenido mucha fe en las cosas que puedo hacer. Las hago con una gran pasión. Nunca he sido abstemio; bebo como todo el mundo. Pero yo no me he emborrachado para escribir, ni me he emborrachado porque no me salen las cosas. En resumen, creo que es una inmensa bobada y que con eso no se llega a ninguna parte, y que nunca la droga va a compensar la lucidez, la inteligencia, y el honor que significa crear.”
Don Mario era un vitalista. Su mayor firmeza era su firmeza contra la muerte. Conocemos su tesis: “Hay que pasar del amor a la muerte sin pasar por la vejez”. Me expuso: “Como he vivido en el peligro, he vivido en el movimiento, en la aventura, siempre he estado cerca de la muerte: me da la gana de vivir en la vida de verdad”.
“Yo diría que usted es, en términos literarios, totalmente antagónico a Cardoza y Aragón”, le señalé: quería que me hablase de Cardoza. “Completamente”, corroboró, “exactamente lo contrario”. Y añadió un comentario enigmático: “No diferente: lo contrario”.
Se podría pensar que Monteforte era un hombre científico, tanto por su forma de abordar positivamente la literatura –todo lo contrario a Cardoza, que jamás hubiese podido ser un novelista– como por ese enorme corpus sociológico que edificó en vida. Sin embargo, Monteforte no era diferente a Cardoza, es verdad: también creía en las potencias irracionales y biológicas de la existencia. Don Mario era más escritor que sociólogo. Me concedió esta frase magnífica: “Hay que tener todas la sensibilidades –las que uno conoce y las que uno no conoce– abiertas”. Y luego otra que viene al caso: “Nietzche me enseñó a abominar a Descartes”.
Generalmente asociamos al gran escritor, el escritor milenario, como lo fueron Goethe o Thomas Mann, a la figura del hombre corcovado, casi aburrido y casi uniforme. Nada más alejado de la verdad: esos escritores no fueron, en figura, lentos y débiles bibliotecarios, sino verdaderos instrumentos de la vida, en el sentido más inaplazable del término: seres intensamente activos.
En el caso de Monteforte, diremos que estaba tan grávido de impulso propio, que no necesitó de ningún Dios. Yo necesito a Dios, porque no tengo la suficiente energía como para estar a la altura de mi autosuficiencia. Pero Monteforte fue bastante rotundo al respecto: “Un invento del hombre, absolutamente un invento”, así define a Dios en su Diccionario privado. Monteforte fue un ateo respetable y responsable. No los hay muchos.
El proceso de la muerte de Don Mario fue por lo menos rápido. En su caso, se puede decir que tuvo la muerte que merecía. A su figura no convenía una agonía larga, tortuosa, cristiana, sino una muerte contundente y atea. Me cuentan que ya no quiso comer. Bien por él. Podría decir que emprendió el viaje total, como siempre se dice y se dice tan mal. Pero de eso no sé nada. Todos los viajes que hizo en vida fueron tan interesantes, en todo caso comprobables, que no hace falta en realidad introducir aquí ningún criterio teológico. Monteforte fue, no un viajero ocasional y provisional, sino un contumaz viajero y hasta, señalan, un buscador de tesoros y de lacandones. Pero quiero decir que fue un gran viajero en el sentido sobre todo de que supo enraizarse en otros países y desenraizarse con la misma profundidad. Así en México, en donde sobre todo vivió su exilio. Alguna vez me contó con lujo de detalle cuando llegó a China a entrevistar a Mao.
La política ocupó buena parte de su vida (presidente del congreso, vicepresidente de la llamada República) ya sea como funcionario, como preso, o como pensador. Quizá es más difícil ser pensador que funcionario.
Por encima de todo emprendió el viaje del arte. La persona que no es artista difícilmente sabe lo que esto supone. El artista es una suerte de esquizofrénico, con la terrible tara de conjugar dos vidas que a veces, con alguna frecuencia, no quieren conjugarse. La única manera de articular esa congruencia es conservar al espectador que hay en uno. El artista que decida ya no ser un testigo del arte, y sólo ser y estrictamente ser un creador, se volverá sin dudarlo loco, porque estará actuando de acuerdo a un delirio demiúrgico. Necesita la humildad de saberse traspasado por una grandeza estética más grande que la propia. Esa humildad lo salvará de quemarse el alma en la pira graduada del ego. Don Mario era un excelente contemplador de arte, de pintura, de música, de cine. A todos llevaba al cine.
Cuidaba su cuerpo. Hacía gimnasia por las mañanas, como él mismo me dijo. Todos los días montaba a caballo (un caballo que le costó críticas por parte de los morbomentirosos de siempre, quienes lo acusaban de tener dinero, lo cual por lo demás no era simplemente cierto). Practicó el sable y la esgrima, tanto en el deporte como en la columna periodística (recordaremos aquella columna/invectiva dedicada a Skinner Klee, en donde señala que Skinner significa en inglés desollador). También nadaba: “Yo puedo nadar tres kilómetros, todavía a mis años”, me aseguró hace relativamente poco. Cruzaba ríos cuando todavía eso no era un deporte institucionalmente extremo. Era por lo demás un gran gastrónomo, y admiraba un buen vino.
Volvamos ahora al principio de esta rememoración, a la mano de pez agonizante y el carácter de don Mario. Si yo ofrezco un saludo debo dar en ese saludo mi experiencia, mi dolor y mis aciertos. No tiene sentido saludar al otro sin ese choque vital, que Mario reclamaba; no tiene sentido perpetuar la retórica ornamental y laxa de la especie, atracar otra vez lo inútil, porque eso somos los humanos la mayor parte del tiempo, atracadores de la nada. Diré de una vez por todas que la firmeza de don Mario no era una firmeza nazi, don Mario era una persona sumamente tierna, sumamente. Me regaló muestras genuinas de felicidad cuando me encontraba, y por eso, por encima de cualquier cosa, yo seré un fiel apólogo de su obra. Esa ternura le aseguró un tropel de amigos leales, algunos de ellos de enorme talento, como Guayasamín. Además, tenía un gran sentido del humor y neurálgico que desdibujaba el bufido ocasional. Así lo recuerdo: sonriendo. Y escribiendo del lado mismo de la vida, esa estridencia y esa armonía.
Monteforte sentado
Monteforte sentado, escribiendo. Monteforte se sentaba en su caballo cada día, pero sobre todo se sentaba a escribir, y así hasta el final. Cuando yo sea viejo, si lo soy algún día, no estoy seguro que me van a quedar demasiadas ganas de seguir enmendando frases. No sé. Más bien me quedaré quieto en una esquina, sin molestar a nadie, leyendo a Montaigne quizá, eso mientras mis nietos me analizan las orejas colosales de anciano.
El caso de Monteforte fue todo lo contrario. Antes de morir, estaba enviciado con el proceso sistemático de escribir, corregir, publicar, además de su película y ciertamente lo demás. Se estaba jugando su gloria literaria, y la gloria es muy cotizada hoy en día, no hay tiempo que perder. Cardoza también fue otro que ya viejo no cedía. Una vez le hizo la pregunta don Mario a un amigo: ¿por qué los jóvenes quieren tanto a Cardoza? Mi amigo respondió: “Usted sabe, Don Mario, con la muerte suben las acciones…”
¿Subirán acaso las acciones de Monteforte, y cuánto?
Además de todo lo que ya se dijo, Monteforte aún colaboraba sin tregua en diferentes periódicos. Fue un gran escritor de periódicos, quiero decir un valiente. ¿Alguien se tomará el tiempo de levantar todos esos textos, y ordenarlos como merecen ser ordenados? El escritor de periódicos se suicida en la explosión instantánea del día único. Menos mal, en el caso de Monteforte, que además se aseguró de escribir también libros fácilmente reeditables. Admiro al periodista de autor que fue Monteforte, si bien a veces me irritó en alguna de sus columnas dominicales su afán de didactismo, que a veces cobraba giros espantosos (esa impune utilización de mayúsculas como forma de enfatizar sus ideas, como si estuviese gritando o si fuésemos solamente mulas, no es la misma que por ejemplo Félix de Azúa utiliza en su Diario de un hombre humillado, o Artaud en sus poemas). A Juan Luis Font le parece que las ideas de Monteforte eran viejas, y talvez lo eran, pero nunca su disposición hacia una actualidad apremiante y un dolor social en presente. Monteforte será tan recordado como olvidado. La otra vez estaba revisando cajas viejas y polvorientas con mi mujer, en busca de libros, y encontramos un cuaderno–homenaje a Miguel Ángel Asturias, con textos de Cardoza, Navarrete, Monterroso y Monteforte. Desconozco si el texto de Monteforte está incluido en un libro, pero más tiendo a pensar que no.
Dudé si poner al columnista Monteforte en el rubro “Don Mario de pie” o más bien en el rubro “Don Mario sentado”. Lo que sucede es que la columna es sin duda literatura pero suelta en la vida como un perro vagabundo, a veces rabioso. La columna de opinión es una suerte de umbral entre la vida y la obra del escritor. La columna forma tanto parte de su cotidiano devenir como de su devenir imperecedero. La columna es un poco, por ello, parecida al teatro, al teatro por ejemplo del mismo Monteforte, que sólo cobrará vida en las tablas. ¿Quién se encargará de darle vida a ese teatro?
Por lo demás, Monteforte era un periodista serio, propugnador de la mayéutica, y suyos son los fulminantes intercambios con personajes poderosos, como Tito o Mao.
Decía en la sección anterior de este artículo que Monteforte era lo contrario a Cardoza; así me lo dijo él. Monteforte deploraba la poesía que sólo masturba palabras. Las palabras eran bellas, a su modo de ver las cosas, pero sobre todo eran funcionales, y puestas juntas el soporte de una estructura y un trazado más ambicioso, una novela, por caso. Conectar, narrar, relacionar: usaba la conjunción “y” todo el tiempo. En cambio, a Cardoza le interesaba la elipsis, el trazo verbal negativo.
Y esto en ningún modo quiere decir que las subestimaba, que no conocía el valor de las palabras, pues poseo las pruebas corregidas de su Diccionario privado, y en verdad es fascinante analizar la pericia con la cual aumentaba el talento de sus frases: cercenaba, agregaba, acomodaba, era un buen escritor.
Me dijo:
–No te voy a hacer una frase literaria. Para mí es muy angustioso escribir, porque me estoy planteando problemas todo el tiempo. Cuando uno empieza a escribir se enamora de las palabras, y esa es la forma más primitiva de la literatura: amasar palabras, hacer metáforas: eso no tiene fin, pero tampoco tiene principio. No es la palabra la que lo lleva a uno al éxtasis.
–¿Qué hace a una gran novela grande? –le pregunté.
Me respondió:
–El choque de fuerzas.
Me habló de ir dejando el amor que se tiene por las palabras.
Para Monteforte, escribir era un oficio, en el sentido doloroso del vocablo.
Esto que voy a decir les parecerá una suerte de incordio y un criterio demasiado cómodo y académico, pero yo pienso que Cardoza y Aragón es hijo de una tradición y un momento francés (el surrealismo, Paris) y Monteforte en cambio proviene más que nada de la literatura inglesa, y norteamericana (conocía perfectamente a su vez el surrealismo, queda claro). Expuesto así, tan rápida y abreviadamente, parece una burrada, pero quizá más adelante me tome el tiempo de hacer un ensayo que les cierre el pico a los que ya se están riendo y tomándome por un idiota.
Sus Apuntes autobigráficos (esbozo, solamente, hélas, de sus memorias) nos informan sobre su interés por Gertrude Stein, Fitzgerald, Hemingway, Pound, Joyce.
Monteforte era un tremendo cuentista, uno de los más severos, a no dudarlo, exponentes del género. Me parece que su último libro de narraciones cortas fue Cuentos de la biblia. Ese libro lo leí mientras me hacía la prueba del SIDA. Pienso que ningún libro me hubiese ayudado mejor a pasar el mal trago de la espera. Reúne toda la maestría, ingenio y conocimiento de Monteforte para hacer cuentos. La obra me la dio el propio Don Mario, que escribió la siguiente dedicatoria: “Para Maurice, con la vergüenza anexa a este mamarracho tipográfico”. Una dedicatoria espléndida.
Era cuentista; también ensayista. Se permitió todos los géneros principales, yo pienso, incluyendo la poesía, y algunos menores. Nos advierte Ronald Flores, en el homenaje específico que hizo Prensa Libre después de la muerte del viejo: “Cualquier compilación que se realice de su trabajo periodístico deberá incluir las ocurrencias que publicó, con apariencia de datos, en las páginas editoriales de los primeros meses de circulación de elPeriódico (…)”
Los Retratos hablados de Mario Monteforte Toledo nos instruyen de cómo un hombre notable es el más perfecto espécimen para hablar de sus notables congéneres.
Tradujo (entre otros, a Dylan Thomas).
También fomentó la conversación como género (están sus Conversaciones con Mathías Goeritz / Mario Monteforte Toledo, sus entrevistas periódicas en diarios, el Diccionario privado, que surge a partir de un sostenido intercambio con José Luis Perdomo y Gerardo Guinea).
Por supuesto, un escritor que puede saltar con gracia y semántica de un género a otro es más interesante, completo y pertrechado, que aquel que sólo juega con el ovillo unicolor de una sola categoría. Y cuando efectivamente se entretiene con una sola categoría, debe ser capaz de asumir tonos y temas rotundos y distintos. El ensayismo de Monteforte se ocupó de la política, la historia, el arte, el pensamiento social, y hasta el pensamiento doméstico.
Su pensamiento político fue capitaneado por una eterna preocupación de izquierda, y una izquierda propia de su edad. A Juan Luis Font, ya lo hemos dicho, le parecían sus ideas viejas, y sobre todo una idea: la idea de la tierra, que Monteforte consideraba cardinal, el punto exigente de la estabilidad socioeconómica en Guatemala. Así lo dictaba su formación intelectual, y sospecho, sentimental (Quiroga, Rómulo Gallegos: el encuentro místico y criollo con la selva, talvez). Digamos que Monteforte ya no estaba en diálogo directo con los nuevos pensadores evanescentes del capitalismo. Débord, por ejemplo: “El espectáculo es el capital a un tal grado de acumulación que se vuelve imagen”. La imagen (todo lo contrario a la tierra) actúa en Guatemala como en cualquier país postindustrial, pero cercana además a los más íntimos anacronismos. Es preciso estudiar este fenómeno híbrido y estimulante.
Monteforte, como se dice, estaba chapado a la antigua. Teniendo en cuenta esto último, detestaba por otro lado la nostalgia de los revolucionarios. Su personalidad intelectual, examinadora y rigurosa, no permitía los excesos líricos que por ejemplo Cardoza y Aragón derrochaba como esperma. El esperma no tiene fin, ni principio. Monteforte en cambio, acucioso y científico, hijo de Braudel, instauraba en todos sus relatos de interpretación una concepción historicista incondicional y definida.
Unas veces por razones vitales, otras por razones simplemente laborales o circunstanciales, Monteforte incurrió en la sociología. En las obras completas de Monteforte deberá figurar su pensamiento social, enorme. También –tomo aparte– sus reflexiones en torno al arte. ¿Por qué a veces a los escritores les da por escribir acerca de la pintura? ¿Mero asunto de sensibilidad, de interés? En el fondo subyace más bien un implícito morbo moral y una pregunta: ¿es posible acceder a un idioma desde otro idioma? Es una cuestión de primera importancia. Porque si los idiomas no pueden comunicar, entonces en verdad el mundo no tiene sentido.
Epitafio para un hombre de pie
Epitafio para un hombre sentado
Como cada vez que muere un amigo, emprendo un reservado peregrinaje a la región de la Pregunta. En el caso de Monteforte, añade su muerte una interrogante más profana, pero crucial en la mente tan profana de un escritor. Todos los escritores, supongo, pensamos lo mismo: ¿quién ocupará el sitio referencial que Monteforte había ocupado como un rey longevo y justo?
Con su muerte se ha reducido notablemente la mansión poética de los guatemaltecos. Digamos que tiene unas treinta habitaciones menos. La mansión es todavía grande, pero la diferencia evidente. Hay menos fantasmas lucidos avanzando en los corredores con una frase en los labios blancos. Ahora murmuran, ni murmuran, son fantasmas realmente. Varios sagrarios se han desmoronado sin aparente razón. Cada escombro tiene su propia jaula, no del todo limpia. La economía del aire cambió su curso, y en cada sueño ya no hay estrella. Teñidos por el tiempo, los libros. La vieja criada rezonga y respinga, cuando antes al menos sonreía. Es una imagen grosera. La ilusión literaria no será exactamente la misma para los poetas, pues los poetas y los hombres necesitan guías que puedan respetar y derribar. Muertos ya los guías, son estatuas. No se defienden, no se equivocan. Estatuas amueblando los recintos ocasionales de la memoria.
Había que ir a visitarlo más seguido, eludir la crispación, la culpa y la orfandad. Resta santificarse con un necrológico. Con seguridad más adelante pensaré en otra cosa, en la muerte quizá, pero la propia, a veces histérica y otras denodada, pensamientos desarbolados con los cuales construyo mi vaga fragata. Para construir la fragata hace falta cuerpo, complexión; en una habitación que se hace más chica y sombría, más sombra, habiendo visto cosas y luego nada, uno termina otra vez delante de la página que está en blanco, pero esta vez para mí.
La duda me muerde los genitales. Camino una diez millas hacia allá, otras ocho hacia el otro lado… Como esa película de Gus Van Sant que transcurre toda en un desierto… En un principio, todo era pura diversión, un capricho, una travesura, y después nos dimos cuenta que era un desierto lo que nos habitaba: escribir nunca ha sido fácil. En un desierto es difícil mantener el valor. Yo he sido machacado por la mediocridad, los escritores de este país han sido machacados por la mediocridad, el país entero ha sido machacado por la mediocridad.
Un abrazo, don Mario, el abrazo que nunca le di.
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