Seré breve. Después de todo esto es un tributo a Monterroso.
Monterroso será siempre el escritor insular en la geografía de las letras nacionales. Es el prestigio que todos queríamos, pero él se lo llevó antes. Tal insularidad no proviene solamente de su exilio, y no apenas de su éxito. Más que nada proviene de haber fraguado un estilo, un auténtico estilo de escritor. Cuando el estilo se confunde con el individuo, y los matices verbales son los matices mismos de una personalidad, es cuando sucede la magia. Cuando el estilo no abusa o necesita de la superchería idiomática, del fetichismo sospechoso de las ideas, de la exageración o del escándalo, entonces nos encontramos delante de un autor transparente y valedero.
La única trampa de Monterroso era el humor, pero no era trampa alguna cuando justamente así era Monterroso, un ligero provocador, un chistoso. Era un hombre bajo y también era un hombre culto, y la buena mezcla de ambas cosas es la ironía, esa manera cervantina de apañarse en el mundo. Si me consultan, yo digo que lo más apreciable de Monterroso fueron sus complejos, eso de sentirse por debajo de la propia estatura, lo cual en el caso preciso de Monterroso ya es decir algo. La zona de los complejos es la zona más interesante en cualquier escritor, porque el escritor hará todo lo que está en sus manos y usará todo el talento a su disposición para resolverlos en la escritura. Nada más valioso que un autor incómodo en el marco de su individualidad, y no obstante con el aplomo vital y sinceridad suficientes para librar batalla con ello en una página. El escritor intentará una manera de decirse decorosamente, y si tiene el talento necesario, lo hará por medio de un estilo, el estilo que talvez no posee en su cotidianidad nerviosa. Está de más decir que Monterroso supo llevar el estilo de su prosa a sus pláticas y las charlas con sus amigos, y se volvió desde luego un conversador entretenido y ocurrente, o eso me dicen. Pero eso era también literatura.
Estoy ahora mismo en el banco, y hay una fila entre resignada y revuelta, mucho calor y tantas personas que quieren cobrar su cheque para tener su dinerito el primero de mayo, día cuando el guatemalteco hace honor a su pereza. Llevo conmigo un libro de Monterroso, lo abro al azar, y encuentro y dice Monterroso: “Para ocultar esta inseguridad que a lo largo de mi vida ha sido tomada por modestia, caigo con frecuencia en la ironía, y lo que estaba a punto de ser una virtud se convierte en ese vicio mental, ese virus de la comunicación que los críticos alaban y han terminado por encontrar en cuanto digo o escribo”.
A Monterroso la inseguridad lo salvó de la presunción, del heroísmo sagrado de la cultura y de los cuentos de vaqueros. Y al resto nos abrió un camino, pues ahora sabemos, gracias a él, que no hacer novelas como las de Thomas Mann no tiene por qué ser un pecado literario; que no formular La Comedia Humana no debe hacernos desistir de la literatura; que no por fuerza se debe escribir La Iliada (aunque eso sí, habría que leerla); que una ocurrencia veloz es equivalente a una gran idea. La grandeza cabe en un metro sesenta. Para mí la grandeza es que te lea alguien en la fila de un banco y que se ría sin valladares, sin considerar el rictus agónico de los demás, de los que no consideraron llevar un libro de Monterroso para sobrellevar la espera, es decir la vida.
Monterroso será siempre el escritor insular en la geografía de las letras nacionales. Es el prestigio que todos queríamos, pero él se lo llevó antes. Tal insularidad no proviene solamente de su exilio, y no apenas de su éxito. Más que nada proviene de haber fraguado un estilo, un auténtico estilo de escritor. Cuando el estilo se confunde con el individuo, y los matices verbales son los matices mismos de una personalidad, es cuando sucede la magia. Cuando el estilo no abusa o necesita de la superchería idiomática, del fetichismo sospechoso de las ideas, de la exageración o del escándalo, entonces nos encontramos delante de un autor transparente y valedero.
La única trampa de Monterroso era el humor, pero no era trampa alguna cuando justamente así era Monterroso, un ligero provocador, un chistoso. Era un hombre bajo y también era un hombre culto, y la buena mezcla de ambas cosas es la ironía, esa manera cervantina de apañarse en el mundo. Si me consultan, yo digo que lo más apreciable de Monterroso fueron sus complejos, eso de sentirse por debajo de la propia estatura, lo cual en el caso preciso de Monterroso ya es decir algo. La zona de los complejos es la zona más interesante en cualquier escritor, porque el escritor hará todo lo que está en sus manos y usará todo el talento a su disposición para resolverlos en la escritura. Nada más valioso que un autor incómodo en el marco de su individualidad, y no obstante con el aplomo vital y sinceridad suficientes para librar batalla con ello en una página. El escritor intentará una manera de decirse decorosamente, y si tiene el talento necesario, lo hará por medio de un estilo, el estilo que talvez no posee en su cotidianidad nerviosa. Está de más decir que Monterroso supo llevar el estilo de su prosa a sus pláticas y las charlas con sus amigos, y se volvió desde luego un conversador entretenido y ocurrente, o eso me dicen. Pero eso era también literatura.
Estoy ahora mismo en el banco, y hay una fila entre resignada y revuelta, mucho calor y tantas personas que quieren cobrar su cheque para tener su dinerito el primero de mayo, día cuando el guatemalteco hace honor a su pereza. Llevo conmigo un libro de Monterroso, lo abro al azar, y encuentro y dice Monterroso: “Para ocultar esta inseguridad que a lo largo de mi vida ha sido tomada por modestia, caigo con frecuencia en la ironía, y lo que estaba a punto de ser una virtud se convierte en ese vicio mental, ese virus de la comunicación que los críticos alaban y han terminado por encontrar en cuanto digo o escribo”.
A Monterroso la inseguridad lo salvó de la presunción, del heroísmo sagrado de la cultura y de los cuentos de vaqueros. Y al resto nos abrió un camino, pues ahora sabemos, gracias a él, que no hacer novelas como las de Thomas Mann no tiene por qué ser un pecado literario; que no formular La Comedia Humana no debe hacernos desistir de la literatura; que no por fuerza se debe escribir La Iliada (aunque eso sí, habría que leerla); que una ocurrencia veloz es equivalente a una gran idea. La grandeza cabe en un metro sesenta. Para mí la grandeza es que te lea alguien en la fila de un banco y que se ría sin valladares, sin considerar el rictus agónico de los demás, de los que no consideraron llevar un libro de Monterroso para sobrellevar la espera, es decir la vida.
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