El texto que leí cuando me entregaron el premio Monteforte. Aludo a mi abuela y su biblioteca, y es una reflexión sobre la religión y la poesía.
Así los hombres olvidaron que todas las deidades
residen en el pecho humano.
William Blake
¿Quién hubiera dicho que me convertiría en escritor? Pero a la vez: ¿por qué me resulta tan difícil creerlo? Después de todo, desde niño yo sentí un respeto sagrado por los libros.
Recuerdo particularmente la biblioteca de mi abuela, todos esas obras amarillentas, que siseaban en silencio sus tramas inmortales. Yo me paraba delante de ellas, era como si una carga eléctrica de asombro me azotara el corazón... Observen al niño. Obsérvenlo. Es diminuto. Es tan pequeño. Talvez, al abrir un volumen, no entiende nada de lo que allí se dice, pero no por ello deja de maravillarse… Está extático.
Ciertos libros se encontraban bajo llave, en un mueble especial. Eran los libros prohibidos. El fuego prohibido. Mi mente inundada de terror. Observaba los distintos tomos a través del cristal. Hablaban de fuerzas sobrenaturales, de poderes y divinidades, revolcándose en regiones míticas como cerdos en la piara. ¿Por qué mi abuela no dejaba a nadie tocarlos? ¿Qué enfermedades traían consigo?
Mi abuela era la abuela más idónea que un niño podía tener. En su casa había, aparte de los libros mencionados, toda suerte de extraños objetos. Digamos que la suya era una típica casa fantástica. Especialmente recuerdo la sala, en dónde no me atrevía a pasar mucho tiempo solo. La mesa circular parecía sacada de un cuento de magia. Cada cierto tiempo, mi abuela se juntaba con un grupo de personas: cerraban la puerta, y hablaban de cosas del Más Allá.
Pero no nos apartemos aún de la biblioteca prohibida. Libros de ocultismo, de magnetismo, de astrología. De espiritismo, de teosofía, de telequinesia. De iniciaciones, ceremonias, conocimientos arcanos, poderes sobrenaturales para sanar y para destruir. El terror se apoltronaba en mí como un gato negro.
Me encanta el lenguaje con que están escritos esta clase de libros. Yo los leo por placer. Años después, ya siendo adulto, escribiendo el Diccionario Esotérico, volví a echarle un vistazo a la biblioteca de mi abuela. Allí estaba Papus, el famoso ocultista, cuya tumba fuimos a visitar con mi esposa Claudia al Père Lachaise, en Paris. Por cierto, nos costó un resto encontrarla. Era como si no existiera, como si no quisiera ser hallada. Al final dimos con ella. Muy cerca había una cubeta con huesos humanos. En la biblioteca también sobresalían los textos de la Blavatsky y de Annie Besant. Mi abuela hablaba todo el tiempo de ambas. ¿Y cómo olvidar al magnífico Eliphas Levi? Y todo esos tratados de quiromancia…
Sí, la magia es la fuente de todo. Es el barro de dónde ha nacido la cultura. De allí ha surgido tanto el arte como la religión, y aún la ciencia. Nuestra genealogía delirante no debe ser negada. El espectáculo capitalista constituye el esfuerzo ilusorio del hombre por negar lo desconocido. Pero lo desconocido vive en el hombre, siendo la sustancia misma de sus entrañas. Y contrariamente a lo que creen algunos, la magia no se puede controlar. No es la magia quién está al servicio de uno, sino uno al servicio de la magia. En cierta época, me dediqué seriamente a elaborar realizaciones mágicas. Estoy hablando de pentagramas, de talismanes, de alfabetos mágicos. Llegué a formular un acto mágico por día. Es decir que me volví un neurótico de la magia. Todas las realizaciones funcionaron, pero a costa de mí mismo. Un cachimbazo. No se puede hacer magia con una voluntad enferma, porque la magia en realidad enferma la voluntad. Por ésas y otras razones, renuncié a la magia, y acepté el mundo tal y como era, sin intentar controlarlo. El personaje del Diccionario Esotérico también cae desde su torre egoica, hacia el abismo. Es el arcano número 16.
Aparte de los libros de magia, también estaban los libros de carácter puramente religioso.
Los libros de religión también estaban bajo llave. Sin embargo, su presencia era para mí menos convulsiva que la presencia de los libros de magia. El fuego de la religión es un fuego más sereno. Aparentemente.
Yo agradezco toda esa cultura religiosa de mi abuela, porque me abrió las puertas a mundos espirituales que de otra manera no hubiese conocido. Significó una apertura a otras formas de conciencia religiosa, distintas de Cristo. En la casa de mi abuela, no era raro encontrar figuras de Buda, mandalas tibetanos, libros budistas. El budismo me ha regalado la parte más tenue de mí mismo.
En realidad, todas las tradiciones espirituales tenían un espacio en la biblioteca de mi abuela; desde el Libro de los Esplendores, hasta el Corán, las Analectas de Confucio, y el Bhagavad Gita, pasando por el hermoso y severo Krisnamurti, que los mandó a todos a la mierda, cuando disolvió la Orden de la Estrella, siendo el acto de honestidad espiritual más importante desde que Jesucristo sacó a los mercaderes del templo.
En mi familia, he tenido la oportunidad de observar distintas actitudes religiosas. Ya vimos el caso de mi abuela, que transitó por muchos lados, y al final no termina de asentarse en ninguno. Es lo que hoy definiríamos Nueva Era. Pero mi abuela estaba en la Nueva Era mucho antes de que se inventara el término, y en una época mucho más intolerante, lo cuál la hace hasta cierto punto más auténtica.
Tanto mi madre como mi padre biológico son psicólogos, y mi padre de crianza es médico, así que crecí en una atmósfera si no antirreligiosa, sí hasta cierto muy terrenal. Mi madre, a lo sumo, creía en una forma de energía vaga y cósmica. Mi padrastro por su lado estaba firmemente asentado en fuertes valores de convivencia cívica. Por supuesto, recuerdo mi Primera Comunión, así como recuerdo haber ido a misa, pero no recuerdo en cambio ninguna conversación seria con ellos sobre Dios. Lo cuál agradezco. Porque me instó a encontrar un propio camino. Hoy ambos van a misa, y han localizado, me parece, una serenidad en el catolicismo. De mi padre biológico diré que no sólo no cree en Dios, sino que considera la religión una forma de locura. Es el verdadero ateo en mi horizonte familiar. Pero también es cierto que ha aprendido a ser respetuoso, por ejemplo, con mi hermana. Mi hermana se fue haciendo progresivamente más creyente, más católica. Hoy su vida gira en torno a sus creencias cristianas. Lo cuál era antes motivo de constantes disputas entre nosotros. Pero gracias a personas como ella, al fin, y también gracias a cristianos protestantes que he conocido en los últimos años, el día de hoy admiro a los seguidores de Cristo, en cualquiera de sus variantes. Tengo amigos que decidieron creer en Cristo cuando aún tenían la aguja colgando del brazo, y eso me parece respetable. Es el Cristo de los desahuciados, el de los miserables que decidieron ser príncipes.
En mi adolescencia, tuve mi propia trinidad: Freud, Marx y Nietzsche. Es decir: el inconsciente, el hombre, y el superhombre.
Sin embargo, me embarqué en una forma alterna de espiritualidad, llamada poesía. Cardoza dice que el arte es aún ateísmo que se ocupa de lo sagrado. Pero de ello hablaré un poco más tarde.
La religión debe hacer un esfuerzo real por vigilarse a sí misma, al tener tres sombras: el fanatismo, primero; el eclecticismo epidérmico, segundo; por último, el ateísmo militante, que no es sino otra forma de religión regresiva.
El fanatismo –o intolerancia religiosa– se reserva para sí cualquiera manifestación sobrenatural, desconfiando sistemáticamente de cualquier rostro que no tenga los propios rasgos. Es lo que Jodorowsky llama la propiedad privada de Dios.
En lo que respecta al eclecticismo, podemos decir que si bien hay un eclecticismo serio, que trata de asumir las diferencias por medio de saltos creativos, y que no tiene nada de decadente, también hay otra forma de eclecticismo que consiste en no profundizar en ninguna tradición espiritual. Se queda siempre en la superficie, no toma nunca un riesgo o compromiso verdaderos. Profundizar en una visión religiosa significa, paradójicamente, arriesgar la propia moralidad. Es la llamada noche oscura del alma, y la tercera parte del cuadrinomio esotérico: atreverse.
Entre el fanatismo y el eclecticismo, encontraremos una franja de pureza, un límite brillante, una frontera virtuosa. Esta franja no la pone el hombre; es divina, justamente. Y está constantemente moviéndose de lugar, permutando siempre.
Respecto al ateísmo militante, me limito a decir que es tan horrendo como el fanatismo que pretende abolir, y sólo lo exacerba más. Me parece en cambio muy hermoso ese ateísmo de unos que es a la vez un ejercicio sereno de alteridad. Puedo decir que en mi vida he conocido algunos ateos memorables. Por demás, no es cierta esa frase que asegura que no hay ateos en las trincheras.
Estoy convencido de que la tolerancia religiosa es uno de los retos más urgentes de nuestro mundo actual. Se lo debemos a todos aquellos que han sido castigados por tratar con un fuego más puro que aquél con el que fueron quemados.
Pero ya basta de libros prohibidos. ¿Qué hay de los otros, los que no estaban bajo llave? Me refiero al fuego libre de la literatura.
Mi abuela fue durante toda su vida una gran lectora de literatura, de ficción literaria, quiero decir. Leía durante toda la noche. Jamás he conocido a alguien que leyera con tanta pasión como ella. Por eso, sus libros están todos desarrapados: porque los leía y los releía. Siendo belga de origen, encontraremos en su biblioteca mucha literatura en francés: Zola, Colette, Proust, Daudet, Gide… la lista es larga.
Es mi abuela el más grande ejemplo de amor a la literatura. Es la lectora quintaesenciada. A ella está dedicado El Diccionario Esotérico.
El arte es aún ateísmo que se ocupa de lo sagrado, apunta Cardoza. Dije que iba a volver a esta forma de espiritualidad que es espiritualidad laica, espiritualidad sin rostro. Me parece importante hacerlo, puesto que el arte es la gran conquista del humanismo, es una celebración del espíritu humano. La otra vez escuchaba cómo un predicador satanizaba el humanismo en la radio, y me parece que debo salir en defensa de lo humano y lo poético, es decir de las imágenes. La religión nos previene de las imágenes, y llama idolatría al culto de las mismas. Pero el verdadero culto de las imágenes es la poesía, que no idolatra imágenes fijas, sino imágenes en movimiento: es el río metafórico, que lleva vida a los hombres.
Mario Monteforte Toledo es el gran humanista, el gran embajador del humanismo que yo quiero recordar hoy en la noche, pura realeza terrícola, individual, un hombre del renacimiento, como ya le escuché decir alguna vez a Gerardo Guinea. No olvidaré al columnista, al portador de los valores universales: libertad, solidaridad, justicia, crítica entendida como destrucción de todas las supersticiones sociales. No olvidaré al escritor de ficción, al amante de Bradbury, al exaltado abogado de la imaginación y la creatividad. No olvidaré al crítico de arte: el cultor de la belleza en todas sus formas: la física, la femenina, la artística, la gastronómica... No olvidaré sobre todo al vitalista: al hombre celular del aquí y del ahora, que vivió y murió sin remordimiento alguno.
Qué bueno que el concurso que lleva su nombre sigue existiendo. Los concursos son los rituales de la cultura. ¿Por qué estamos aquí? Nos estamos calentando alrededor de la hoguera de la literatura. Nuestros corazones fríos lo necesitan. Pero más no sabemos. ¿Qué papel tiene la poesía en la salvación? No tengo idea. Entre más escribo, menos la entiendo, y más la necesito. Puedo decir que la poesía es el canal que nos permite comunicarnos con el Dios que está por encima de Dios… Puedo decir también que solamente la poesía, entendida como el relámpago primordial o Divina Inspiración o Espíritu Santo, puede unificarnos la conciencia… pero estaría haciendo otra vez poesía. Prefiero quedarme con una frase que aprecio bastante, de Pedro Salinas: la poesía se explica sola; si no, no se explica. Estamos todos sentados alrededor del fuego, de esta biblioteca que arde desde el origen de la creación, nadie sabe muy bien por qué, y las preguntas de nada sirven, ni siquiera sirven para avivar este incendio. El niño contempla extasiado las formas del humo, que se trenzan hasta el final de los tiempos. Es su pecho lo que está en llamas.
El Diccionario Esotérico está dedicado a todas las formas femeninas que me han dado refugio. Mi abuela, mi madre, mi esposa, mi escuela, mi universidad, mi vida, etc.
Yo también he tenido mis teofanías, como Phillip K. Dick en jornadas estentóreas.
Así los hombres olvidaron que todas las deidades
residen en el pecho humano.
William Blake
¿Quién hubiera dicho que me convertiría en escritor? Pero a la vez: ¿por qué me resulta tan difícil creerlo? Después de todo, desde niño yo sentí un respeto sagrado por los libros.
Recuerdo particularmente la biblioteca de mi abuela, todos esas obras amarillentas, que siseaban en silencio sus tramas inmortales. Yo me paraba delante de ellas, era como si una carga eléctrica de asombro me azotara el corazón... Observen al niño. Obsérvenlo. Es diminuto. Es tan pequeño. Talvez, al abrir un volumen, no entiende nada de lo que allí se dice, pero no por ello deja de maravillarse… Está extático.
Ciertos libros se encontraban bajo llave, en un mueble especial. Eran los libros prohibidos. El fuego prohibido. Mi mente inundada de terror. Observaba los distintos tomos a través del cristal. Hablaban de fuerzas sobrenaturales, de poderes y divinidades, revolcándose en regiones míticas como cerdos en la piara. ¿Por qué mi abuela no dejaba a nadie tocarlos? ¿Qué enfermedades traían consigo?
Mi abuela era la abuela más idónea que un niño podía tener. En su casa había, aparte de los libros mencionados, toda suerte de extraños objetos. Digamos que la suya era una típica casa fantástica. Especialmente recuerdo la sala, en dónde no me atrevía a pasar mucho tiempo solo. La mesa circular parecía sacada de un cuento de magia. Cada cierto tiempo, mi abuela se juntaba con un grupo de personas: cerraban la puerta, y hablaban de cosas del Más Allá.
Pero no nos apartemos aún de la biblioteca prohibida. Libros de ocultismo, de magnetismo, de astrología. De espiritismo, de teosofía, de telequinesia. De iniciaciones, ceremonias, conocimientos arcanos, poderes sobrenaturales para sanar y para destruir. El terror se apoltronaba en mí como un gato negro.
Me encanta el lenguaje con que están escritos esta clase de libros. Yo los leo por placer. Años después, ya siendo adulto, escribiendo el Diccionario Esotérico, volví a echarle un vistazo a la biblioteca de mi abuela. Allí estaba Papus, el famoso ocultista, cuya tumba fuimos a visitar con mi esposa Claudia al Père Lachaise, en Paris. Por cierto, nos costó un resto encontrarla. Era como si no existiera, como si no quisiera ser hallada. Al final dimos con ella. Muy cerca había una cubeta con huesos humanos. En la biblioteca también sobresalían los textos de la Blavatsky y de Annie Besant. Mi abuela hablaba todo el tiempo de ambas. ¿Y cómo olvidar al magnífico Eliphas Levi? Y todo esos tratados de quiromancia…
Sí, la magia es la fuente de todo. Es el barro de dónde ha nacido la cultura. De allí ha surgido tanto el arte como la religión, y aún la ciencia. Nuestra genealogía delirante no debe ser negada. El espectáculo capitalista constituye el esfuerzo ilusorio del hombre por negar lo desconocido. Pero lo desconocido vive en el hombre, siendo la sustancia misma de sus entrañas. Y contrariamente a lo que creen algunos, la magia no se puede controlar. No es la magia quién está al servicio de uno, sino uno al servicio de la magia. En cierta época, me dediqué seriamente a elaborar realizaciones mágicas. Estoy hablando de pentagramas, de talismanes, de alfabetos mágicos. Llegué a formular un acto mágico por día. Es decir que me volví un neurótico de la magia. Todas las realizaciones funcionaron, pero a costa de mí mismo. Un cachimbazo. No se puede hacer magia con una voluntad enferma, porque la magia en realidad enferma la voluntad. Por ésas y otras razones, renuncié a la magia, y acepté el mundo tal y como era, sin intentar controlarlo. El personaje del Diccionario Esotérico también cae desde su torre egoica, hacia el abismo. Es el arcano número 16.
Aparte de los libros de magia, también estaban los libros de carácter puramente religioso.
Los libros de religión también estaban bajo llave. Sin embargo, su presencia era para mí menos convulsiva que la presencia de los libros de magia. El fuego de la religión es un fuego más sereno. Aparentemente.
Yo agradezco toda esa cultura religiosa de mi abuela, porque me abrió las puertas a mundos espirituales que de otra manera no hubiese conocido. Significó una apertura a otras formas de conciencia religiosa, distintas de Cristo. En la casa de mi abuela, no era raro encontrar figuras de Buda, mandalas tibetanos, libros budistas. El budismo me ha regalado la parte más tenue de mí mismo.
En realidad, todas las tradiciones espirituales tenían un espacio en la biblioteca de mi abuela; desde el Libro de los Esplendores, hasta el Corán, las Analectas de Confucio, y el Bhagavad Gita, pasando por el hermoso y severo Krisnamurti, que los mandó a todos a la mierda, cuando disolvió la Orden de la Estrella, siendo el acto de honestidad espiritual más importante desde que Jesucristo sacó a los mercaderes del templo.
En mi familia, he tenido la oportunidad de observar distintas actitudes religiosas. Ya vimos el caso de mi abuela, que transitó por muchos lados, y al final no termina de asentarse en ninguno. Es lo que hoy definiríamos Nueva Era. Pero mi abuela estaba en la Nueva Era mucho antes de que se inventara el término, y en una época mucho más intolerante, lo cuál la hace hasta cierto punto más auténtica.
Tanto mi madre como mi padre biológico son psicólogos, y mi padre de crianza es médico, así que crecí en una atmósfera si no antirreligiosa, sí hasta cierto muy terrenal. Mi madre, a lo sumo, creía en una forma de energía vaga y cósmica. Mi padrastro por su lado estaba firmemente asentado en fuertes valores de convivencia cívica. Por supuesto, recuerdo mi Primera Comunión, así como recuerdo haber ido a misa, pero no recuerdo en cambio ninguna conversación seria con ellos sobre Dios. Lo cuál agradezco. Porque me instó a encontrar un propio camino. Hoy ambos van a misa, y han localizado, me parece, una serenidad en el catolicismo. De mi padre biológico diré que no sólo no cree en Dios, sino que considera la religión una forma de locura. Es el verdadero ateo en mi horizonte familiar. Pero también es cierto que ha aprendido a ser respetuoso, por ejemplo, con mi hermana. Mi hermana se fue haciendo progresivamente más creyente, más católica. Hoy su vida gira en torno a sus creencias cristianas. Lo cuál era antes motivo de constantes disputas entre nosotros. Pero gracias a personas como ella, al fin, y también gracias a cristianos protestantes que he conocido en los últimos años, el día de hoy admiro a los seguidores de Cristo, en cualquiera de sus variantes. Tengo amigos que decidieron creer en Cristo cuando aún tenían la aguja colgando del brazo, y eso me parece respetable. Es el Cristo de los desahuciados, el de los miserables que decidieron ser príncipes.
En mi adolescencia, tuve mi propia trinidad: Freud, Marx y Nietzsche. Es decir: el inconsciente, el hombre, y el superhombre.
Sin embargo, me embarqué en una forma alterna de espiritualidad, llamada poesía. Cardoza dice que el arte es aún ateísmo que se ocupa de lo sagrado. Pero de ello hablaré un poco más tarde.
La religión debe hacer un esfuerzo real por vigilarse a sí misma, al tener tres sombras: el fanatismo, primero; el eclecticismo epidérmico, segundo; por último, el ateísmo militante, que no es sino otra forma de religión regresiva.
El fanatismo –o intolerancia religiosa– se reserva para sí cualquiera manifestación sobrenatural, desconfiando sistemáticamente de cualquier rostro que no tenga los propios rasgos. Es lo que Jodorowsky llama la propiedad privada de Dios.
En lo que respecta al eclecticismo, podemos decir que si bien hay un eclecticismo serio, que trata de asumir las diferencias por medio de saltos creativos, y que no tiene nada de decadente, también hay otra forma de eclecticismo que consiste en no profundizar en ninguna tradición espiritual. Se queda siempre en la superficie, no toma nunca un riesgo o compromiso verdaderos. Profundizar en una visión religiosa significa, paradójicamente, arriesgar la propia moralidad. Es la llamada noche oscura del alma, y la tercera parte del cuadrinomio esotérico: atreverse.
Entre el fanatismo y el eclecticismo, encontraremos una franja de pureza, un límite brillante, una frontera virtuosa. Esta franja no la pone el hombre; es divina, justamente. Y está constantemente moviéndose de lugar, permutando siempre.
Respecto al ateísmo militante, me limito a decir que es tan horrendo como el fanatismo que pretende abolir, y sólo lo exacerba más. Me parece en cambio muy hermoso ese ateísmo de unos que es a la vez un ejercicio sereno de alteridad. Puedo decir que en mi vida he conocido algunos ateos memorables. Por demás, no es cierta esa frase que asegura que no hay ateos en las trincheras.
Estoy convencido de que la tolerancia religiosa es uno de los retos más urgentes de nuestro mundo actual. Se lo debemos a todos aquellos que han sido castigados por tratar con un fuego más puro que aquél con el que fueron quemados.
Pero ya basta de libros prohibidos. ¿Qué hay de los otros, los que no estaban bajo llave? Me refiero al fuego libre de la literatura.
Mi abuela fue durante toda su vida una gran lectora de literatura, de ficción literaria, quiero decir. Leía durante toda la noche. Jamás he conocido a alguien que leyera con tanta pasión como ella. Por eso, sus libros están todos desarrapados: porque los leía y los releía. Siendo belga de origen, encontraremos en su biblioteca mucha literatura en francés: Zola, Colette, Proust, Daudet, Gide… la lista es larga.
Es mi abuela el más grande ejemplo de amor a la literatura. Es la lectora quintaesenciada. A ella está dedicado El Diccionario Esotérico.
El arte es aún ateísmo que se ocupa de lo sagrado, apunta Cardoza. Dije que iba a volver a esta forma de espiritualidad que es espiritualidad laica, espiritualidad sin rostro. Me parece importante hacerlo, puesto que el arte es la gran conquista del humanismo, es una celebración del espíritu humano. La otra vez escuchaba cómo un predicador satanizaba el humanismo en la radio, y me parece que debo salir en defensa de lo humano y lo poético, es decir de las imágenes. La religión nos previene de las imágenes, y llama idolatría al culto de las mismas. Pero el verdadero culto de las imágenes es la poesía, que no idolatra imágenes fijas, sino imágenes en movimiento: es el río metafórico, que lleva vida a los hombres.
Mario Monteforte Toledo es el gran humanista, el gran embajador del humanismo que yo quiero recordar hoy en la noche, pura realeza terrícola, individual, un hombre del renacimiento, como ya le escuché decir alguna vez a Gerardo Guinea. No olvidaré al columnista, al portador de los valores universales: libertad, solidaridad, justicia, crítica entendida como destrucción de todas las supersticiones sociales. No olvidaré al escritor de ficción, al amante de Bradbury, al exaltado abogado de la imaginación y la creatividad. No olvidaré al crítico de arte: el cultor de la belleza en todas sus formas: la física, la femenina, la artística, la gastronómica... No olvidaré sobre todo al vitalista: al hombre celular del aquí y del ahora, que vivió y murió sin remordimiento alguno.
Qué bueno que el concurso que lleva su nombre sigue existiendo. Los concursos son los rituales de la cultura. ¿Por qué estamos aquí? Nos estamos calentando alrededor de la hoguera de la literatura. Nuestros corazones fríos lo necesitan. Pero más no sabemos. ¿Qué papel tiene la poesía en la salvación? No tengo idea. Entre más escribo, menos la entiendo, y más la necesito. Puedo decir que la poesía es el canal que nos permite comunicarnos con el Dios que está por encima de Dios… Puedo decir también que solamente la poesía, entendida como el relámpago primordial o Divina Inspiración o Espíritu Santo, puede unificarnos la conciencia… pero estaría haciendo otra vez poesía. Prefiero quedarme con una frase que aprecio bastante, de Pedro Salinas: la poesía se explica sola; si no, no se explica. Estamos todos sentados alrededor del fuego, de esta biblioteca que arde desde el origen de la creación, nadie sabe muy bien por qué, y las preguntas de nada sirven, ni siquiera sirven para avivar este incendio. El niño contempla extasiado las formas del humo, que se trenzan hasta el final de los tiempos. Es su pecho lo que está en llamas.
El Diccionario Esotérico está dedicado a todas las formas femeninas que me han dado refugio. Mi abuela, mi madre, mi esposa, mi escuela, mi universidad, mi vida, etc.
Yo también he tenido mis teofanías, como Phillip K. Dick en jornadas estentóreas.
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