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Crudeza y belleza de un Julio Hernández

Historias durísimas de Julio. No necesitan sangre, no necesitan gore para serlo. Historias de individuos atrapados en pautas de acción perfectamente estériles socializando con otros individuos más bien iguales. Y siempre viviendo alguna clase de falso rito de pasaje –el sexo en De mi corazón un pedacito tú tienes, la inmolación en Gasolina–. Y digo falso rito de pasaje porque es un pasaje a la nada, a más desolación y soledad, tedio/spleen y tercer mundo. Lo que Julio nos transmite en sus trabajos es la imposibilidad radical de crecer. La crueldad nos ha dejado a todos chiquitos, como bonsáis. Enanos. Hemos de ser siempre esos eternizados flâneurs adolescentes de clase media caminando en laberintos suburbanos espectrales y haciendo cosas sin ningún sentido o relevancia social. La repetición carcelaria, la agresión, la falta de horizontes, la indiferencia pancreática, son los materiales de construcción de nuestra cotidianidad inapelable. Inclusive los niños han perdido toda humanidad, y hay en los personajes infantiles de Julio esa mala onda decididamente bradburyana (véase Maleza). De esa franja disponible entre la barbarie y la indiferencia nacen sus guiones y argumentos, en donde establece varias obsesiones seculares, tales como la adolescencia, las máscaras, la curiosidad por aquello que es prohibido. Por demás, Julio construye sus visiones con escenarios desertizados y desertizantes, no importa si rurales (Agua) o urbanos (Las Marimbas del Infierno), lugares propicios para que nazca la insensibilidad radical. Ni siquiera lo cómico, tan bien logrado en sus películas, nos arranca ese sentimiento de muerte adentro. Pero a la vez experimentamos con ver cualquier trabajo suyo que estamos ante algo muy verídico, auténtico y despierto.

Nos ha de llamar la atención cómo Julio filma la sofocación desde la sofocación, desde la falta de recursos. El cine que hace representa a Guatemala no sólo por los contenidos que vehicula sino por su forma de ser hecho: sin dinero ni solidaridad estructurada. Como compensación, se establece en sus filmes la distinción de lo sencillo. Cuando digo sencillo estoy diciendo algo muy relativo. De hecho es un cine con tremenda riqueza. Para empezar hay un gran amor a los detalles. Siempre alguna particularidad en la dimensión sonido, imagen o narración sosteniendo la sofisticación fílmica, y un nivel agudo de ocurrencia formal –por ejemplo, algunos encuadres gloriosos– que nos sugieren que Julio sabe de veras lo que está haciendo, que sabe rodearse de la gente indicada, que no hay en él pereza ni complacencia artísticas. Si reconocemos además la sinergia tangible con los actores, entonces no resulta difícil explicar por qué sus licas tienen semejantes momentos numinosos (como el del ataque de asma, al final de Gasolina; o el llanto de Chiquilín en Marimbas del infierno). Es de apreciar cómo Julio subió el estándar del cine local, y los demás cineastas del país, especialmente los demagógicos, se la van a ver ahora a cuadritos y recuadritos para alcanzar su nivel. Tendrán ellos habrán de inventarse un estilo y una forma de ver la realidad. Y una urgencia por armar historias.

En lo personal, creo que lo más logrado en Julio Hernández es esa síntesis personalísima de lo popular, lo under y lo culto. Lo popular llevado a lo esperpéntico, en plan Kusturica. Lo subterráneo o guerrillero, un espíritu que Julio siempre estuvo dispuesto a cultivar, por ejemplo en aquellas sus Fiestas Clandestinas. Y adicionalmente se da ese aspecto refinado que le mueve a hacer cine de autor. No sé si él estará de acuerdo conmigo, pero el cine de Julio, sin ser inaccesible, sin ser pretencioso, es al fin culto. Hay una cultura cinematográfica detrás de sus películas, a eso me refiero. Un lenguaje que se ha ido estratificando. Mucha sofisticación presentada como otra cosa. El mal gusto sublimado. No por manuales sus trabajos son toscos. La cotidianidad siempre es llevada a un plano estetizante. Lo ordinario es alquimizado a través de una visión personal. Sus películas reúnen lo mejor del espíritu independiente, si perdonan la expresión. Por demás está esa búsqueda de situaciones ligeramente extrañas. Como el padre a la salida del putero de Un pedacito de mi corazón tú tienes. O el viejo barbado vestido de mujer, à la Jodorowski, en Agua. Son las fantasmagorías sutiles y brutales de un director que filma la realidad para no quedar atrapada en ella. En sus películas hay esa clase de desolación que uno busca en un poema de Sam Shepard: crudeza y belleza, puestas en un mismo lugar.

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