Miguel Hernández es algo así como un huérfano. Para empezar de generación o lugar poético, pues no se sabe si entra en la llamada promoción del ’36, con Vivanco y los Panero, o si es material del ’27. Hay suficientes razones para pensar que el ’27 –aquella generación emergente de neovacas sagradas– no le asignó la suficiente cortesía, empezando con Lorca, que le huía –dicen lenguas no cordiales. Y hasta en la muerte: el martirio involuntario del granadino siempre eclipsó el martirio de Hernández, aún siendo éste más, por ponerlo así, vocacional. Como sea, el ’27 le condenó a ser “epígono” y Neruda a ser su “hijo”. La lógica de la filiación bastardiza aquí a Hernández, paradójicamente, en cierta forma le deja solo y fuera.
Por otra parte, Miguel Hernández es huérfano de vida, en el sentido de que ésta le trató muy asimétricamente, con enorme y a menudo crueldad, reservándole cárceles, enfermedad y una muerte concurridamente siniestra: murió de tos.
Por si fuera poco, es huérfano de España, que además de ser asesinada le asesinó. “¿Qué se puede pensar de un país que mata a sus poetas?”, cuenta Alcántara que le dijo Neruda.
Además, es huérfano de lectores, porque ¿quién sino un desocupado va a leer a estas alturas Perito en lunas? Es cierto que hay personas fieles a su figura, entre quienes se encuentra un Serrat, pero Serrat más que revivirlo lo cristaliza. Que Dios libre a los poetas de los cantautores, aún de aquellos con talento.
Miguel Hernández es un huérfano bastante completo, y como para compensar toda esa orfandad, el sino pues le ha regalado su primer centenario. Que el poeta hético sea acompañado por todos esos homenajes y lecturas en este su año, que ya se acaba.
Nace en Orihuela en 1910. Antes se decía que era pobre, pero ahora hay biógrafos que dicen otra cosa. Era más lo equivalente a un hijo de finquero con billete, acaso. Pero en fin, pastor, le pusieron. Y es cierto que pastoreó, aunque ya adjudicarle con ello una esencia categórica y numinosa y trascendente parece una sublimación injusta. A lo que vamos es que no fue el pastor quien escribiera Perito en lunas, ni siquiera el pastor–poeta: fue el poeta a secas. No hay que negar cómo nos encanta meter a las personas en determinadas narrativas arquetípicas (el Buda es un ejemplo catastrófico de ello). Pues el marketing, que en la época de Hernández seguramente no se llamaba tal, quiso creer que todo esa catadura pastoril, por tanto bíblica, de Hérnandez, le iba a dar leyenda. Y se le asignó un rol. Se hizo una puesta en escena. Desde Giménez Caballero hasta Francisco Umbral han querido perpetuar esa imagen reductiva, cuando no carcelaria.
No fue el pastor quien viajó a Madrid en busca de fama sino el escritor en ciernes. En Madrid recogió una mentalidad poética innovadora, y supo aplicarla a su primer libro, el ya mencionado Perito en lunas, de 1934. Con sus 42 poemas, es un homenaje fresco a la tradición, con poemas en octavas reales –octavas, Dios santo– y una veta pretenciosamente gongorista, con lo cuál se nos acaba de derrumbar la superstición del personaje de florecillas y patronal. Un estofado pictórico virtuoso, una feria sintáctica, un penetrante genio idiomático toreando con gracia rebuscada el idioma, con juego verbal hiperinteligente y enmarañamiento programático. Y es verdad que esa parte pretenciosa de Perito en lunas se ha aviejado bastante. Lo que se supone hace contrapeso a tanta pretensión son los temas profanos, los resencillos temas: la sandía, el barbero, la granada, esos temas, que van surgiendo como aguafuertes. La estrategia es poner imágenes desconcertantes al servicio de tópicos más que plebeyos.
En su segundo viaje a Madrid, ya Hernández estaba escribiendo en las publicaciones Cruz y Raya, Revista de Occidente Caballo verde para la poesía (en un primer número). Ha conocido a Neruda y Aleixandre, sus amigos y mentores. En el americano Neruda –que propugnaba eso de una “poesía impura como un traje”– el levantino descubre posibilidades líricas insospechadas.
En 1936, Hernández publica El rayo que no cesa. Cuando el poeta tiene brillo, si deja de estilar, enseguida brilla. No es que en esta obra Hernández renuncie de plano al virtuosismo, pero lo decanta. No renuncia a la tradición tampoco –el soneto, entonces– pero la aliviana tremendamente, por lo que va diciendo. Como todo el ’27, fragua imágenes al por mayor y a la perfección. Una musicalidad codiciable. Metafóricamente sináptico. Expurgando mucha de esa solemnidad formal de Perito en luna. Y está el humor: versos juguetones y chispeantes. Limones y naranjas. Un librazo repleto de poemas clásicos, como el 15: “Me llamo barro aunque Miguel me llame”.
Luego está la tapa ideologizada de Miguel Hernández. Se da, como se dio en Neruda, una especie de transubstanciación entre la libertad poética y la consciencia indignada. Las circunstancias crecientes de una España convulsa le llevaron a unirse al 5º Regimiento. Si hay alguien que el PCE y la izquierda republicana pueden reclamar como suyo es Miguel Hernández. Por tanto, es explicable que muchos en España se terminaron enojando por ver cómo en el año de su centenario a Hernández le han desideologizado y hasta borbonizado. No hay forma de circunvalar el hecho de que Hernández estaba comprometido políticamente, que su poesía estaba ligada a una conducta política y a una conducta de guerra, por tanto: a una manera específica de rifarse el pellejo. No sabemos cuál es la verdad última de Miguel Hernández, pero es seguro que estuvo más cerca del agitador exaltado que recitaba poemas explosivos a los milicianos, a la del poeta encerrado en una torre lívida de palabras. Miguel Hernández se hizo hombre en el frente –en alguna clase de frente– y en la tos.
Viento del Pueblo (1937) es ya el libro sin humor de Miguel Hernández. La guerra se lo ha arrancando quirúrgicamente, y le ha dado estatura de muerte a sus poemas (ahora largos como la batalla). Por desgracia, es una muerte vivenciada a través de la interfaz del heroísmo y el mito de la victoria. Sus poemas más que revelar el crimen y la violencia de hecho llaman al crimen y la violencia. Son himnos de guerra en el sentido total de la expresión, grávidos de una ética carnicera: “Es preciso matar para seguir viviendo”. Lógica por demás falsa, como quedó probado en su caso personal. Se puede decir que la guerra arranca la ingenuidad de los corazones, a la vez que los inunda de una nueva ingenuidad, de seguro más peligrosa. Entre Miguel Hernández y nosotros ha ocurrido algo no necesariamente nimio: ha ocurrido la historia. Y la historia nos mostró lo que Hernández no pudo ver: Stalin. Tampoco pudo ver el fin del sueño proletario, del optimismo ideológico. En la era del microchip, leemos El hombre acecha (1939) y sencillamente sonreímos cuando se menciona allí eso del “parto de acero” y la “fábrica–ciudad”. Hernández es huérfano también –como tantos– del comunismo. Hoy, cuando le dices PC a un adolescente, piensa que le estás hablando de una computadora personal.
Pero volvamos. Hay un Portugal que no le recibe, al cual no llega. Le aprehenden y torturan, y empieza su samsara de encierros y prisiones (Sevilla–Madrid–Orihuela–Madrid–Palencia–Madrid–Ocaña–Albacete–Alicante). Murió, para nada en combate, sino en la completa castración del confinamiento. En este sentido, decir que se le conmutó la pena de muerte es decir una mentira. “Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo”, escribió y fue esa mismísima humedad la que se le metió a los pulmones, haciendo su frío nido de sangre. Murió tosiendo por la España –¿será que la misma de la cual hablan los profesionales parlamentarios por TVE?– en el penal de Alicante en 1942. En su cruz de tuberculosis. Y tenía 31 años.
En el acto nació el mártir. Algunos le quieren retirar lo comunista a puro huevo pero otros quieren más bien momificarlo, convertirlo en un rojo tísico inmortal. O multiplicarlo: en cada país hispanohablante hay una versión local de Miguel Hernández, un clonecito. ¿Sirvió de algo de su muerte, en verdad? Visto desde del marco de realidad de la izquierda mística, sí. Visto desde el marco de realidad de la poesía: no. ¿Podemos pensar esta pregunta afuera de cualquier de nuestros marcos de realidad? Toda pregunta, cuando desnuda, cuando auténtica, carece de respuesta, ya que está saturada de sí misma.
El libro póstumo de Miguel Hernández es Cancionero y Romancero de Ausencias. No exactamente un libro de guerra –no– pero fue escrito en tiempos de guerra, y desde las sucesivas incomunicaciones que ésta propone. “Y somos dos fantasmas que se buscan y se encuentran lejanos”. Entre la esposa y el esposo, un hijo muerto. Y uno tristemente vivo (Nanas de Cebolla). Es un libro que demanda un libro. Uno entiende leyéndolo que de haber seguido vivo Miguel Hernández no se hubiese calcificado necesariamente en la religión de la política, se hubiese expandido como un árbol. Mataron a un sabio de la poesía, que en sólo doce años formales de ejercicio literario, ya se había asegurado un primer centenario, y quién sabe si un segundo.
Nos quedan sus libros, unos datos históricos y otros míticos, algunas fotografías memorables. Fotos en donde ya se puso el tiempo amarillo, aunque eso en Google se nota menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario