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Cultura Consola

Los videojuegos están con rapidez pasando a ser el sustituto vicario de otras formas de ocio. La idea de este texto es celebrar el videojuego en su historia, evolución e inmortalidad.

Podemos hablar de 10 000 videojuegos, pero hablaremos para empezar de uno que los representa, místicamente, a todos: Super Mario Bros, creado por Shigeru Miyamoto, puesto en el mercado hace exactamente veinticinco años. El bellaco fontanero italiano y su enorme moustache alteraron el fluido de la historia. En España hasta le dedican calles, como a Dante.

Antes de llegar Mario a nuestras casas, jugábamos en arcaicos sistemas de Magnavox o Atari unos juegos tan desoladoramente simples –Indiana Jones viene a la mente– que sólo de recordarlo dan ganas de comprarse un bote de xanax. Pero luego vino la democratización de las consolas gracias al soporte NES de Nintendo, con una serie de juegos dignos como el ya mencionado Super Mario Bros (que sólo en 1985 vendió diez millones de cartuchos); o Zelda; o Metroid. Éstos redefinieron completamente el videojuego en cuanto a imagen –por ejemplo el scroll o direccionamiento espacial de los personajes– y sonido y trama. Son clásicos. Clásicos cuyas rutinas y pantallas están ya encriptadas para siempre en la neurobiología de la humanidad, y que trajeron una progresión considerable en la historia del videojuego: como migrar del arte rupestre al arte gótico de golpe. Y además posibilitados por un hardware para la época muy innovador, tanto en términos de consola y gamepads, que hoy en la era del wii remote nos parecen rudimentarios y testamentarios, pero que entonces nos causaban la misma emoción que a ciertas personas les causa el candaulismo.

El videojuego ha vivido desde entonces una serie de cúspides emocionantes, rindiendo a sus innumerables junkies una experiencia tan integral, tan sensacional, tan única, que se ha convertido en todo un estilo de vida, y más aún: una identidad cultural.

Por supuesto, todo nace en la pantalla. Hemos visto el grado de sofisticación que ha alcanzado el videojuego en términos de gráfica, el resabido realismo visual, y las tantísimas apropiaciones cinematográficas, cambiantes perspectivas y puntos de vista (isométrico, primera persona, etcétera) así como saltos narrativos. Esas imágenes, debidamente envueltas en brutales explosiones de sonido, dan vida a personajes estratosféricos y tramas que flirtean con nuestra fantasía, algunas muy inteligentes, como Psychonauts, donde el personaje principal se mete literalmente a la mente de otros personajes. Una panoplia de soportes –del arcade a la compu, de la consola al móvil– ofrecen al videojuego una variedad de residencias y una cierta ubicuidad entre genial y preocupante. La tecnología ha traído y traerá aún más portabilidad para los videojuegos, con soportes que ya van alcanzando la octava generación.


El videojuego en la cultura

Hoy el videojuego es una referencia expansiva en las sociedades, gracias al hecho de que se han dado una serie de saltos o cruces o crossovers culturales muy relevantes en torno al mismo. El videojuego como fenómeno líquido, de enorme adaptabilidad.

Para empezar, el videojuego pasó de ser una actividad limitada a la infancia a una respetable forma de ocio aplicable a la madurez también. Hoy los adultos pueden perfectamente darle y darle a la videoconsola sin sentirse por ello acomplejados. No es fuerza que toda persona madura –incluso mayor– con afición al PS3 sufra de un síndrome de Peter Pan (contrariamente a lo que sugiere la última campaña de Sony para Latinoamérica, Vive en estado Play). Por otro lado, el videojuego ya no se limita al género masculino ni a un tipo exclusivo de personalidad: no sólo los geeks inconsolables como aquellos en The Big Bang Theory se divierten frente a una pantalla.

La movilidad cultural del videojuego también se aprecia en el hecho de que éste se democratizó a una velocidad cósmica. Nunca quedó atrapado en una élite de usuarios con acceso limitado. Más bien lo contrario: alcanzó un estatus formidablemente horizontal, generando una industria valorada actualmente en 108.000 millones de dólares, con un propio y muy considerable mercado laboral, y una máquina promocional –reseñas, trailers, campañas– descomunal. En estas navidades, se puede anticipar una venta medianamente grosera de consolas (y entre ellas el Wii de Nintendo –que abrió nichos de interés realmente insospechados– y el dispositivo Kinect para Xbox 360 de Microsoft, ya vaporizándose en la preventa) así como millones de juegos (los milicianos se lamen los dedos con los trailers de Assassin´s Creed: Brotherhood, God of War 3, Halo: Reach, Call of Duty: Black Ops, o Gran turismo 5, que costó más de 60 millones de dólares).

Otro ejemplo de cómo el videogaming se han metido viralmente a la cultura popular son las películas. Filmes como Silent Hill o Max Payne o Tomb Raider o Final Fantasy o Resident Evil, entre otros, expresan el espíritu del videojuego mejor que nada. También está el caso de adaptaciones de filmes a videojuegos. Hay cualquier especie de sinergia entre la cultura cinematográfica y la videojueguil, ambas compartiendo de cerca un lenguaje a la larga muy parecido, cuando no coincidente. Es de recordar que el cine también nació como entretenimiento crudo, y hoy es una forma respetable de arte. Algún día veremos los videojuegos como ahora apreciamos El acorazado Potemkin: con un sentimiento de santa entrega y mullida exaltación.

Y es que si los videojuegos descendieron rápidamente a la cultura popular, también ascendieron hacia una forma de alta cultura. Así pues, Salman Rushdie se inspira en los videojuegos para escribir su libro Luka y el fuego de la vida. Quizá en el futuro, los mundos interiores propuestos por los videojuegos serán tan ricos como el Ulises de Joyce.

Inclusive el hecho de que los videojuegos hayan tenido tantas críticas sólo vienen a mostrar su nivel de influencia en la zeitgeist actual. Estamos hablando de toda esa –saludable– sospecha hacia los videojuegos en cuanto a que éstos nos convierten en solipsistas de tiempo completo. También se ha dicho bastante sobre la agresión que hay en ellos –y en este sentido siempre se acaba por citar grandes clásicos como Grand Theft Auto, y otros juegos de mafia o pandillas. Y es cierto que de tanto pulverizar a terceros uno termina por perder litros de sensibilidad hacia la sangre y hacia la muerte. Es zombieland. En la esfera biosimbólica del cerebro, da igual si el muerto está construido en pantalla o en la llamada realidad. Por demás, los videojuegos, tan ricos en estímulos, terminan narcotizando los sentidos. Aceptémoslo: una sesión de Halo o Rage no es exactamente una sesión de meditación vipassana.

Aunque no todos los expertos se apuran a considerar los videojuegos como malignos. De hecho, hay todo un trend apologético respecto a éstos, dándose actualmente. Allí está por caso el ensayo de Henry Jenkins, de MIT, sobre los mitos de los videojuegos, en donde se encarga de poner en entredicho muchas de los reproches más engarzados a la cultura del videojuego.


El mañana del videojuego

Ya hemos llegado bastante lejos desde el Pong de Ralph Baer. Ya ha pasado el tiempo desde que matábamos patos en Duck Hunt. ¿Qué clase de aceleraciones promete el videojuego en adelante?

En lo que respecta a la gráfica, lo evidente es que veremos tarjetas más poderosas, composiciones de polígonos más exquisitas, formidables manifestaciones holográmicas en 3D, realidad virtual con precisión fílmica. El problema ya señalado es que nuestros ojos tienen un límite: llegado un momento, nuestros aparatos sensoriales ya no podrán captar los cambios propuestos por los programadores de videojuegos. Lo cuál dará lugar a una intervención del propio hardware del usuario –¡sus ojos! ¡su cerebro visual!– o a inventar una forma de accesar directamente su mente, sin pasar por los órganos receptivos.

De esa cuenta habrán dos tendencias, en realidad tres. La primera es aquella que busque llevar nuestros sentidos a una especie de singularidad en donde éstos den un salto evolutivo tecnológico: así, nuestros oídos serán modificados para poder registrar matices antes insospechados para el ser humano.

La segunda tendencia es aquella que busque conectar las consolas al neocórtex de los usuarios y a sus aparatos químicos (y aquí recordemos aquella película visionaria de Cronenberg, eXistenZ). En este sentido, los programadores se volverán neuroprogramadores, haciendo una fusión extrañísima de medicina y videogaming. Buscarán crear consolas humanas (¿quimiconsolas?) capaces de liberar hormonas y químicos a voluntad, posiblemente con algunos glitches –o errores de programa– infortunados en el camino.

La tercera influencia es aquella que buscará obviar los sentidos para que los videojuegos ocurran directamente en la consciencia del usuario. Muy posible nos volveremos nosotros mismos nuestras propias consolas y quién sabe si nuestros propios programadores, como demiurgos perdidos en delirios sin fin.

Culturalmente, veremos toda clase de manifestaciones –grupos de Doce Pasos en todo el globo para adictos al gamepad, paisajes urbanos basados en juegos de mando, programas educativos enteros basados en ludología, reality videogames, lo que se quiera– que demandan un artículo por cuenta propia.


El videojuego espiritual

¿Por qué el videojuego comanda tanta pasión en el ser humano? Acaso porque a través del videojuego se revive un aspecto mítico del ser humano que ya comienza a boquear en otros territorios –como la religión o la política– y que pide a gritos ser regenerado. Entre todos esos mitos –o relatos sagrados– que el videojuego actualiza, está el mito de la lucha del bien y del mal (muchos de los juegos son edificados sobre esta tensión moral), del morir y del renacer (con su samsara de gameovers y pantallas), y el mito trascendente (terminar el juego, consumarlo, la unión final). Es en base a este aspecto mítico del videojuego –mancuernado con su parte sensacional, esto es: su habilidad de generar explosivamente en nosotros sensaciones– que el usuario invierte devocionalmente tanta energía, dinero, y tiempo en quemarse las pestañas frente a un televisor. En un mundo en donde todas las narrativas –las leyendas luminiscentes– se gastan, los videojuegos reestablecen la ilusión de un sentido. Y como diría Wim Wenders: “Las historias son imposibles, pero sin ellas nos sería imposible vivir”.

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