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Ganchos de ropa, chancroestilo, el nuevo lazarillo, el nazi mutante y la venganza de un genio llamado Céline



La ventaja de escribir sobre Céline y no ser francés. En Francia ya todo está dicho sobre Céline. Páginas y páginas de comentarios rigurosos. Las posiciones, ultradelineadas. Los tonos, sanguinarios. No hay espacio para la inocencia, para esa buena liviandad. Qué maldita presión por decir algo moral y académicamente relevante sobre el escritor de Francia –como se dice– más importante del siglo XX después de Proust. Imposible expresar en tales condiciones una humilde opinión. Hay toda clase de esquinas viéndolo a uno. Especialmente en este momento recabalístico: cincuenta años de su muerte, ocurrida a principios de julio, 1961. Si usted nació en las galias, y escribe de Céline a mediados del 2012, más le vale ser un maldito profesional, un especialista, más le vale tener una sutileza que aplaste.

Pero lo alegre que es escribir sobre Céline y no ser, entre otras cosas, un ser fino, un francés. Entonces uno puede escribir sin temor a las represalias, las republicanas y cómo no las otras también: lejos los gendarmes celinianos y anticelinianos. Qué alegría sumergirse en el tema por divino placer, en plan relax, sin competir, sin asumir ninguna responsabilidad académica, sin tratar de encontrar nada Original ni Definitivo, jugando.

Juguemos a descifrar a Céline.


Céline y la escritura radical

¿Cuáles los rasgos de la literatura celiniana?

Empezando, Céline escribió como eremita. Autor prolífico como ninguno, fuerza volcánica, proletario minucioso de las letras, sujetaba con ganchos de ropa las cuartillas inmortales.

Louis Ferdinand Auguste Destouches, dit Céline, escribió una obra larga, irrecusable, y maciza. Allí tenemos novelas electrizantes tales como Viaje al fin de la noche –con el inovidable Bardamu–, Muerte a crédito, De un castillo a otro, Norte, Guignol´s Band, Casse–Pipe (ignoramos el título en castellano), Rigodón, Fantasía para otra ocasión, Normance, Conversaciones con el profesor Y, El puente de Londres. Hay que agregar a todo eso su correspondencia meridiana, su tesis doctoral Semmelweis, su obra de teatro La iglesia, sus panfletos malditos, Bagatelas para una masacre, La escuela de los cadáveres, Les beaux draps (¿Las bellas sábanas?), el libelo antisoviético Mea culpa, entre otros textos.  

Louis–Ferdinand Céline nos trajo una visión histérica y atroz del mundo, con lo cual pasó a formar parte de esa esmaltada lista de escritores franceses, como Sade o Lautréamont, que hicieron de nuestra mente un lugar más vicioso y torturado. Céline de todos es el que mejor destaca; es grotesco y es real. Su pesadilla rebasa todas las poéticas. Su cinismo destruye todas las asunciones. Fluye como una disentería. No es una indignación homeopática ni cristálica, como la de Cioran. Es una intoxicación masiva. La escatología hecha catedral (momentos antes de ser derribada por un obús). La edición que tengo de Muerte a crédito tiene unas quinientas páginas de una letra abundantemente pequeña. Una cosa extenuante. Centenares y centenares de folios de indignación. Céline habla de las cosas más crudas con un desapego lacerante. Se burla roñosamente. No extraña que se haya muerto de un aneurisma. Así mueren los escritores que escriben largos libros de odio. El odio fue su padre y su poesía.

El locus de la obra celiniana es doble: por un lado la subjetividad gramatical, y por el otro la autobiografía como asco. Hablaremos ya de su gran infatuación con el estilo, pero primero comentemos acerca de la transposición autobiográfica. Esta reciprocidad entre obra y vida es un elemento desquiciante en Céline. Puede decirse que la locura en un escritor surge cuando es incapaz de poner límites claros entre el autor y el narrador y entre el narrador y el personaje. Vida y literatura se confunden, mortalmente. Como lectores, nosotros participamos en esta locura, y nos dejamos violar –no hay otra palabra– por el universo celiniano. Todo está allí: las trincheras, las cárceles, los viajes, el ostracismo, la enfermedad, la carnicería, en primerísima persona. A este respecto, podemos decir que la primera persona es el talismán de los infectos. No se puede vomitar en tercera persona. Céline brilla desde un yo eufórico, militante. No extraña que su correspondencia –la correspondencia siendo individualidad pura– sea así de genial (Cécile Guilbert lo coloca en la cima de los escritores epistolares franceses, junto a Sévigné y Voltaire). Bardamu es más Céline que sí mismo.

El rasgo autobiográfico en Céline no es distancia sino cinismo. No es que Céline revisite con una mirada ecuánime y temperada los hechos de su vida. Por el contrario, revisita para enlodarse, para odiar. Es el humor del ahorcado. Carece completamente de compasión. Venganza y denuncia.

Así es como Céline va desenmascarando toda hipocresía: la íntima, la nacional, la civilizatoria y la cósmica. Su desprecio por el amor y la especie se levanta como una torre de agravios y baja como un llover de maldiciones. Céline, maestro del insulto, mensajero de lo repugnante, desacraliza descuartizando. Es cruel como ninguno. Odia al que tiene salud, así como odia al enfermo. Detesta al patrón, pero detesta asimismo al lacayo. Al burgués y al explotado. Nada le revuelve más las tripas que la emotividad con que el ser humano de cualquier clase defiende sus valores. No se puede negar que Céline tiene una inteligencia de cirujano para encontrar la vulnerabilidad de la gente, su vergüenza, su maldad y su mierda.

Fue un precioso cronista de su tiempo. Nadie nos reveló con tanta pasión cómo explotaban a los negros en el África, o a los trabajadores americanos en las piss factories fordianas, ni nos llevó a las interioridades de la gran guerra como él (Sollers ha destacado esto mucho). Aparte de narrar los settings, narró la angustia inherente a estas experiencias, convirtiéndose en una suerte de documentalista gonzo y voyeurista–historiador.

Por cosas como ésas volvemos, mártires, a Céline. Y por lo que hizo con la lengua francesa, de quien se convirtió unos de sus vehículos más importantes (aunque nunca renegó de los extranjerismos, y los incluyó él primero que nadie). Más francés que Céline no se puede. Uno estudió en un colegio francés y sabe cómo hablan y piensan los franceses. Y los franceses se indignan por todo. Francia es cruel e indignada. Céline llevó toda esa indignación a sus páginas, todos esos puntos de exclamación… Lo hizo en un estilo perverso, nervioso y brillante. Pero esto del estilo en Céline es tan importante que es mejor cederle un bloque aparte.
                                   

Apología de un estilo

El estilo de Céline es un estilo que o bien se comprende o no se comprende. O fan o nunca, con Céline. Si fan y además escritor, entonces precaución: porque se corre el peligro de terminar escribiendo igual que él, un holograma celiniano.

Es un estilo histérico, así como su visión del mundo es histérica. Su ritmo, su velocidad son histéricos.

Y su frescura, absoluta. La prosa de Céline es un cadáver con peces vivos nadando adentro.

La suya, una frescura basada mucho en la monotonía. Céline hizo posible esta contradicción. Proverbial es el uso repetitivo, morboso, que hace de los puntos de exclamación –en cualquier otro escritor sería una cosa de mal gusto, menos en él– y los puntos suspensivos, pixelando sus frases. “Mis tres puntos son indispensables!...”, dijo. Pero su monotonía no es ausencia de recursos sino un poderoso recurso infatigable. En realidad, Céline goza de múltiples registros de escritura, como se dará cuenta de ello el lector atento, registros que van desde lo más claro hasta lo llanamente ilegible y contragramatical. Todo es voluntario y calculado.

Hay que ver en Céline un poeta, un mago corrosivo del ritmo y la musicalidad. De la fuerza de lo oral extrae vapores líricos inconcebibles. Es criminal lo bien que utiliza los epítetos. Ya de entrada uno se queda mudo ante su capacidad de generar neologismos y palabras compuestas.

Por supuesto, es en el humor en donde Céline nos atrapa siempre. Sus libros son simultáneamente devastadores y divertidísimos. Esperpento y caricatura, exageración y deformación. Céline es el maestro–rata de la caricatura.

Imposible hablar de Céline si hablar de cómo llevo la oralidad a la sintaxis. Es lo espontáneo y lo vulgar hecho carne impresa.

El chancroestilo.

Ahora bien: sería imposible movilizar semejante carga de espontaneidad oral a la página sin una carga equivalente de artificio escrito. Si usted es de lo que les encanta cazar tropos y retruécanos, onomatopeyas, enumeraciones, hipérboles, anáforas, sinécdoques, y quién sabe qué otros animales raros, entonces se va a dar gusto, con Céline. Qué estofado. De ninguna manera es una cuestión de transcribir lo hablado, puro coche. La genialidad  de la obra de Céline consiste en que no parece escrita por un hombre de letras, pero quién sino un hombre de letras pudo haberla escrita. Es decir: si fuera sólo argot, no funcionaría. Un libro de Céline habla como un francés de a pie, pero un francés de a pie no podría hablar nunca como un libro de Céline. Salvo naturalmente que haya leído un libro de Céline antes, con lo cual deja en el acto de ser un francés de a pie. Se ha convertido en un francés de la Pléiade. Entendamos que si bien Céline llevó la vulgaridad francesa a lo escrito, también supo absorber esa cadencia deslumbrante de la inteligencia francesa, ese manierismo culto y exultante, en su prosa, que se vuelve de esa cuenta prodigio, exquisitez.  

Y una última cosa que vale la pena mencionar del estilo de Céline: su amor por los términos clínicos. Podemos llamarle: la prosa diftérica. Nadie como él, siendo doctor, para describir lo venéreo, lo hepático, lo tan moribundo. Céline es quien ha visto un cuerpo por dentro.

Qué se sentirá ser auscultado por Céline.


Viaje al fin de la noche

El Viaje al fin de la noche (1932) es el libro que llevó a Céline a la fama, y posiblemente su obra más famosa. Allí ya está todo él: su visión gangrenada, lenguaje arrabalesco, delirio esperpéntico. El que ha leído esto es que ha leído, en síntesis, a Céline.

Hay que ver en Bardamu al nuevo lazarillo, el lazarillo del Siglo XX, el lazarillo de la Gran Escabechina. Un antihéroe en la época hipócrita de los héroes. El humillado, el oportunista, el que perfora mil veces la botella de vino, y al final siempre le cae el dulce y amargo jarro del ciego. Si a eso añadimos el callejeo incesante y samsárico en el campo y la ciudad (que inscribe este material en una especie de literatura de viajes), la truhanería y la antiética de la sobrevivencia, así como la crítica rapaz a costumbres y valores humanos, entonces tenemos una perfecta novela de picaresca, la novela de picaresca más atroz que ha dado el género humano. Este libro tiene un espíritu absolutamente villano –villonesco– y marginal: quedó redactada en prosa–tripa. Nos narra la historia del perdedor total, en aislamiento de cualquier clase de solidaridad, lejos de toda seguridad material e interior. Así que se queja. Mucho. No se queja desde ninguna plataforma moral, sino desde la más pura biología humillada. Quizá lo que más decepciona del Céline programático y antisemita es que traicionó en el acto al lazarillo que tan genialmente había construido. Un lazarillo por esencia no tiene partidos, salvo el suyo. Los lazarillos carecen de posición en el mundo. No obedecen ningún mito (eso queda claro con su personaje Robinson, la total inversión de la inocencia).

Cuando el lector termine de leer El viaje… estará completamente destruido, exudando un olor fétido. El volumen es putrefacción en estado puro. No es viaje divertido, éste: una maldita pesadilla es lo que es. Podredumbre sin cortapisas, sin misterio, sin mística (Céline no es conradiano en este sentido, no promueve ninguna hipóstasis de la oscuridad) con a veces un atisbo de tristeza –de humanidad– pero es la clase de tristeza que lo empeora todo.  

No hay que dejarse engañar por el aparente dandismo narrativo de la obra. A pesar del marasmo estilístico, hay narración. Y sin embargo, narra, se podría decir de Céline.

Y narra grandemente.


Céline el complicado

La polémica Céline es una vieja cuestión. Ni el capital, ni el comunismo: nazi. No hay forma de negarlo. Era sordo y por el lado derecho. Allí están sus panfletos espumajeantes. No son pequeñas gotas de veneno. Son cajas de estrictina. Se le dio la oportunidad de defender, argumentar su posición. Sus respuestas y autojustificaciones fueron débiles, y ribeteadas de un victimismo pueril. Nunca, nunca podemos perder de vista los panfletos.

Por otro lado, es un personaje infusilable. Un genio faraónico de la literatura. Quién va a negar lo brillante, lo demasiado lúcido que fue y es. Ocurrente y revoltoso. Navegante poderoso de la condición humana. El renovador de la lengua francesa. Lo lee Luchini y todos suspiramos.

A cincuenta años de la muerte de Céline, la polémica está lejos de acabarse, como vimos con el circo Miterrand–Klasfeld. Acaso se ha ido decantando más hacia el lado propiamente antisemita que colaboracionista, aunque cómo separar ambas dimensiones. Nuevamente, Céline fue condenado al ostracismo, por lo menos el institucional (no así el literario: como bien indica Pierre Antoine–Durand: Céline es leído ampliamente en los colegios y ocupa su lugar en la Pléiade). Así que cancelaron el homenaje que ya estaba previsto para su persona. Se quedó sin celebración, como Borges sin Nobel y Lars von Trier, “persona non grata”, sin Cannes (¿no es Lars von Trier el legionario más indicado para hacer una película sobre Céline, por cierto?). Dios guarde. La República.

Como movimiento inverso, el flood democrático de artículos de prensa y blogs, discutiendo al maestro. Una masa pellejuda de publicaciones (libros como D´un Céline l´autre, de David Alliot, o la biografía de un Henri Godard) y clarificaciones espectaculares. Cien mil threads de lectores apasionados, ponderando, desafiando las categorías, de gran lucidez. ¿No se ha dado una especie de macartismo estalinista para el otro lado, en el caso Céline? ¿Un nuevo juicio in absentia? Se piensa en la película de Amenábar –Agora– en donde los cristianos terminan destruyendo, con rabia ciega, la biblioteca de Alejandría.

El caso es que no terminamos de entender a Céline. Varios factores contribuyen a ello.

Uno de estos factores tiene que ver la ironía, que en Céline son dos ironías: una ironía posmoderna, aniquiladora y nihilista –cuyo finalidad no es otra que sí misma– y otra ironía, más bien programática –al servicio de la indignación como proyecto mitológico, en tanto que forma de orden–. En Céline cohabitan ambos géneros de cinismo, con cierta promiscuidad enervante, hasta el punto de fundirse, mutacionalmente.

En términos generales, se puede decir que en Céline hay un choque brutal de categorías. Por ejemplo, a veces unos se refieren a él como un totalitarista y otros como un anarquista. Rápidamente uno se pregunta si el totalitarismo de Céline no fue una forma de anarquismo. Pero necesariamente hay que colocar los términos al revés, asimismo. La cuestión se pone más sañuda cuando tomamos en cuenta que en Céline parecen darse cita varias géneros de anarquismo y múltiples formas de totalitarismo, pues reúne innumerables tonos de lucha y delación, dentro y afuera del espectro político, impregnados para rematar con un individualismo ennarcisado. Es un panorama que merece ensayo por derecho propio.

Céline genera pues innumerables categorías que chocan como protones en un acelerador de partículas. Como respuesta a ello, hay quienes quieren meter a Céline en una categoría única, negando inclusive su ciudadanía literaria. Y esta categoría es: el antisemita.

Que quede claro que lo que hay que atacar no es esta categoría –por demás perfectamente precisa y verdadera– sino el aura de exclusividad que le quieren adjudicar.

Incluso dentro de esta sola categoría, convendría hacer un trabajo de matización, bajo la premisa de que comprendiendo la complejidad celiniana podremos comprender mejor el fenómeno del odio antisemita. Hay que decir que aún hoy nos encontramos prendidos a una lectura completamente emocional del antisemitismo (y la verdad con mucha razón) que dificulta cualquier política de categorización y gradación dentro del mismo, rápidamente considerada una forma de peligroso revisionismo. El caso de Céline es particularmente difícil, pues y nuevamente se da un efecto de cohabitación entre un antisemitismo impreciso, inasible, vaporoso, y otro antisemitismo crudo, asqueroso, unidimensional: el de los panfletos.

¿Le daría Céline su medalla del Nobel, de haberla ganado, a Goebbels, como Hamsun? ¿Qué lo separa de D´Annunzio? ¿Qué lo hace distinto a Pound? ¿A Heidegger? ¿A Drieu la Rochelle? ¿Es posible contextualizar su antisemitismo sin negarlo? ¿Es realmente Céline “el escritor nazi por excelencia” como lo dice un artículo en internet? ¿Cuál fue su nivel exacto de colaboración? ¿Es verdad, como dice Sartre en Retrato de un antisemita, que a Céline le pagaron los nazis? (A lo cuál Céline responde con un texto inflamado y celiniano a más no poder, A l´agité du bocal.) Uno se pregunta si al mutante Céline no le habría matado el nacionalsocialismo, de haber nacido en Alemania.

Y es que las palabras de Céline fueron acaso las de un totalitario, pero el espíritu de su obra rezuma apertura y libertad. La clase de apertura que alguien como Vargas Llosa –el equilibrado Vargas Llosa, el defensor de la libertad Vargas Llosa– jamás alcanzará en ninguno de sus libros. Qué ironía. Es la gran paradoja de Céline. Así lo pone Pierre–Antoine Durand: “¿Cómo una escritura renovadora, inclusive revolucionaria, pude vehicular una ideología reaccionaria y racista?”. Todo esto se complica cuando comprendemos que el hecho de que Céline fuera cruel y totalitario no lo hizo para nada miope a la crueldad y totalitarismo de los demás; por el contrario, parece afinar su olfato para detectar en ellos esas injusticias, esas dimensiones y esas sombras.

Por último ya hemos hablado del colapso autor–narrador como una forma de insanidad en el hombre de letras. ¿Estaba Céline loco? ¿Llevó el juego literario muy lejos? ¿Merece su caso una lectura clínica?

Es posible que tardemos mucho en comprender a Céline a cabalidad. Y eso porque Céline es un veleidoso. Y también porque las grandes pasiones existentes en torno a su figura nublan el proceso de clarificación. ¿O a lo mejor forman parte del mismo?

Por supuesto que se precisa separar la literatura de la moral. No podemos quemar los libros de nuestros enemigos los nazis sin convertirnos en nazis nosotros también. Los recientes eventos en torno al caso Céline explicitan una pira institucional de enormes magnitudes.

Pero el asunto es más complicado. No es cuestión apenas de separar al estilista del ideólogo, al escritor del antisemita, y decir ya estuvo. Porque hay un libertario en Céline absolutamente legítimo y rescatable: un moralista funcional. La pregunta faraónica es: ¿cómo vamos a discriminar los fragmentos en pugna de la moral celiniana? Está claro que Céline es un organismo enfermo, y como en todo organismo enfermo, hay en él partes apropiadas y sanas. Qué trabajo complejo el del cirujano: separar los tejidos cancerosos de los que están en buen estado. Se corre el peligro de matar al paciente. (Y la pregunta tabú: ¿no es posible que lo enfermo dependa en alguna medida de lo sano, para subsistir, y más alarmante aún, que lo sano dependa de lo enfermo?)

El punto desde luego es reconocer en Céline a un hombre de gran lucidez, a la par de su manifiesta imbecilidad, lo cuál cancela cualquier descalificación absoluta a su persona. Céline no deja de ser una claridad de nuestro tiempo. El hecho de que Céline haya sido antisemita no lo desautoriza como consciencia moral. Y aquí se impone un disclaimer: la prohibición rotunda de que cualquiera cite lo arriba escrito fuera de su contexto, bajo el entendido de que descontextualizar no es otra cosa que una forma de fascismo.


Céline Céline para siempre

Céline como sea se sigue vengando. Y vendiendo.

En primer lugar, posee una corte fiel de fans, lectores y críticos, dispuesta a reconocer en su figura una progenitura innegociable, y a combatir los necedades del funcionariado cultural de turno. Entre sus seguidores encontramos nombres nada fláccidos como Onetti o Bukowski, que han extraído gran autenticidad y poder de la obra celiniana. Ni Houellebecq ni Will Self podrían haber hecho lo suyo sin Céline. Y ninguno ellos, por muy brillantes y corrosivos que sean, por muy políticamente incorrectos, ha conseguido ir tan lejos como él.

Céline será celebrado.

Le negaron el homenaje de cincuenta años, pero le darán el centenario, de igual manera que le negaron el Goncourt y le dieron la Pléiade. Es el gran intraducible, pero es el gran traducido. Le odian como a nadie pero sus manuscritos valen lo indecible. Lo leen los jóvenes, que no andan leyendo igual a Proust. Hoy Céline está en todo las publicaciones mainstream de Francia, se ha metido en la prosa popular como un virus. No hay revista o periódico, desde los Inrockuptibles hasta el Figaro, que no esté preñado de su visión estilística; no hay columnista, reseñista, reportero que no está en deuda con él. Es una presea que Sartre con todo y Nobel rechazado no tiene. Y eso se extiende a los académicos, que importan de Céline una cualidad jovial e irreverente para todos sus ensayos y libros.

De hecho, se puede decir que toda la cultura francesa plagió a Céline. Céline es Francia, y es todo lo que Francia se rehúsa a ser.

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