Para mí, la fotografía es teoría del
conocimiento en estado puro. Especialmente las fotos de Luis González Palma
presentan un gran repertorio epistemológico operando en ellas. Algunas dan
cuenta de un gran solipsismo fundamental y luego otras en cambio parecen
reconocer de un modo muy tajante la presencia radical del otro. Y entre ambos
polos puede uno encontrar una multitud de registros mediadores.
Por un lado, están aquellas fotos que
traen consigo una fuerte dosis del sujeto, hasta el punto en que se da una
distorsión de la objetividad de la experiencia (como en esa foto en donde una
pared y una cama terminan interseccionando absurdamente). Aquí estamos hablando
de un mundo transido
de atmósferas simbólicas flotantes. Y
en este mundo no se escucha nada, no hay ruido: imágenes completamente
psicológicas, interiores. Se puede sentir muy fuertemente el encierro onírico. No queda otra
cosa que preguntarse si comunicar y transferir nuestros universos interiores y
subjetivos es posible, si es posible
compartir nuestra soledad fundamental, si es la mirada algo que se puede
dar. Uno de inmediato recuerda el aforismo talmúdico: “No vemos las cosas tal
como son, sino tal como somos”. Inclusive la memoria, esa supuesta tabla de
salvación en el océano del devenir, dice su propio relato alucinado,
transfigurante. La función conservadora de la
fotografía colapsa y cesa de congelar momentos de identidad, para transformarse
en un mecanismo de imaginería bruja. Este aspecto de la fotografía de González
Palma es ciertamente apreciable, pues hay una suerte de reivindicación
del sector íntimo de la realidad, y de la soledad como fundamento primario de
los seres.
Pero esa soledad nunca es
contenida, siempre se va escanciado a los recintos íntimos de la intersubjetividad,
se va revolviendo con las sábanas. En las alcobas se pierden y se ganan enormes
batallas, como bien lo mostró el Bardo. González
Palma tampoco niega el encuentro, ni el universo compartido. Más bien es un
exégeta determinado a expresar su complejidad sin fin. El evento fotográfico se convierte en un
evento socializador de las soledades, buscando siempre el punto en dónde están
se funden. ¿Cómo es y dónde está esa localidad enigmática en donde nuestras miradas huérfanas
se tocan? ¿En donde
termina mi mundo y empieza el mundo de después de mi mundo, en donde termina mi
mirada y empieza la mirada ajena, la mirada que me mira? Así se empieza a
entender que siempre se mira mirando lo otro, y que todos estamos subjetivando
el más allá y recíprocamente transfiriendo y eyeccionando nuestra soledad al
prójimo.
Por último, a veces en el ver y en el
ser visto uno puede sentir una presencia enajenante; es imposible evitar su
rostro hierático. Es cuando el mundo de lo ajeno nos coopta y nos hechiza. Es
cuando nos preguntamos si hay algún rincón de la propia mirada que no haya sido tocada por
la mirada del otro, si existe algo así como la intimidad, la individualidad y
la originalidad radicales. Los temas míos al final son los temas de todos y de
siempre, los grandes temas comunes, los grandes tópicos detenidos en el recinto
colectivo, temas como el sentido, la memoria, la identidad, o la ausencia.
Todas seducciones de las
cuales podemos hablar un poco. Sobre el sentido podemos decir es nuestra gran
cruzada inagotable, y pareciera ser que el ser humano siempre se encuentra
sobresimbolizando, sobresignificando, sobredimensionando. Y para ello se apoya
a menudo en el duelo imaginario e imaginante de la memoria, que González Palma
traduce y mitifica en sepia y ocre. No hay acto más dramático que mirar la
memoria. Es un gesto de la especie. Y algunos argumentan que es además un gesto
muy sano. De allí la importancia que se le atribuye a la memoria histórica de
los pueblos. Los artistas son los encargados de que ésta no se vuelva un
retablo abstracto, meramente discursivo, ideológico y tautológico, y de que no
se pierda la intimidad de la recolección colectiva, generando un continuum de
evocación y lenguaje, una identidad viva. La identidad deja de ser aquí algo
dogmático, para convertirse en un acto de creación frente al imperio de la
nada. Una batalla de todos modos perdida, puesto que la nada es nuestra intimidad
irrecusable. Lo único que alcanzamos a ver son sillas sin nadie. Naturalmente
que hay seres y símbolos y puntos de referencia funcionando en la realidad,
pero está todo estoicamente abierto. El sentido de la mirada es mirar el sentido que se
nos escapa, y el silencio que nos encuentra. Es la estética fértil de lo
deshabitado. González Palma, por medio de su fotografía, le da forma a la
ausencia, que es de todas y por mucho la única extranjería en donde nos podemos
sentir completamente en casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario