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Textos mínimos para una Bienal


Texto escrito para RARA.




Más que escribir un ensayo gordito y abusivo sobre la XVIII Bienal de Arte Paiz –como se espera– escribí tres o cinco textos más pequeños, aunque no por ello menos temperamentales.

Fuente: Revista Rara

Bienal y mecenazgo

El parentesco del arte y el poder es viejo y nada pudoroso. Podemos gesticular, claro; lo que no podemos es desestimar la verdad objetiva de que sin mecenazgo no habría existido un Buonarroti  o un Balzac, que mucho dragó de la burguesía folletinesca.

En Guatemala también se ha dado ese vals algebraico y transaccional entre el artista y el pudiente. Da la impresión que en la últimas décadas quien mejor se ha beneficiado de ello es el pintor, y bueno el arquitecto, el escultor, el fotógrafo, menos el músico, y apenas quien danza. Rara vez el escritor: ¿se ha visto que un hacendado local financie una novela pura? Son aquellos que dan origen a presencias patrimoniales para la élite formal quienes mejor arrecian los favores de ésta. Algunas francamente tediosas y complacientes, como las obras de aquel señor Elmar Rojas.

Últimamente, el hilo de oro que une a ricos y creadores amenazaba con romperse. Tiene que ver con el hecho de que hacia finales del siglo XX –ya un poco tarde, en realidad– el animal artista local ya no daba tableaux de esos que tienden a osificarse extrañamente bien en las salas de estar, sino empezó a dar video (como el presentado por Renato Maselli o Naufuss Figueroa en la presente Bienal) o performance, estética minimalista, o simplemente una idea, un maldito concepto. No quiere decirse que en décadas anteriores no se diera ese mismo trabajo de eterización del arte pero verdad es que su subsecuente mediatización e institucionalización no puede contar en Guatemala con más de treinta años de vida, y eso siendo extremadamente generosos.

La única manera de evitar la efracción entre la clase económica dominante guatemalteca y el artista era bienalizando la relación: es decir creando una metaestructura cultural que hospedase y vitralizara los lenguajes  emergentes y las actualidades artísticas y a la vez generase valor, ya no patrimonial, si no patriciocorporativo. Aquí nos alejamos con los años cada vez del modelo de Bienal cuyo inceptum arqueológico hemos de buscar en el Salón, para acercarnos más a un modelo que patrocina relaciones contextuales con imaginarios grupales, en un ambiente curatorial controlado (el curador, a veces importado, se vuelve una figura de poder que ordena y da un sello imperial de legitimidad). Siempre recogiendo el ideario del desarrollo y el progreso, que es el villancico de las oligarquías locales.

Estamos hablando por un lado de Estructuras Capitalistas Familiares Criollas Estamentales que ahora buscan migrar a nuevos modelos de administrar sus negocios y de insertarse en la sociedad. Y por otro lado de transnacionales que buscan generar valor de marca. A veces, percibimos aleaciones entre ambas modalidades, y es así como escuchamos a una representante de la Fundación Paiz decir eso de que luego de sus visitas escolares “los niños sonreirán felices al recibir una Pepsi”, entre las carcajadas incontenidas de algunos de los presentes.


¿El arte sale a las calles?
                                     
Hemos visto cómo se ha querido cambiar la ecuación del Centro Histórico, penetrando su implosividad refulgente, y muy en particular de la sexta avenida, en pos de un proyecto de colonos de la administración edilicio–empresarial.

Yo fui de los que se opusieron a que echaran a los vendedores de la sexta. Fue como aplastar con pie burdo un hormiguero psicourbano que había demandado mucho esfuerzo y sinergias sociales para formarse, hasta convertirse en un paso natural. Me gustaba eso que tenía de tianguis, para hacerme del término mexicano. Era uno de los espacios populares más orgánicos que tenía la urbe y fue desmantelado en pos de un proyecto urbanista municipal, colonizante, inmobiliario, especulador, más bien de probeta.

Hay que temer esos proyectos sintéticos, que no nacen de ningún contexto de base, y solo buscan un desarrollo unidimensional. Además muchas veces no funcionan. Baste ver lo que ocurrió en Cuatro Grados Norte. 

No quiere decir que no se aprecie la peatonización de la sexta. Pero la hubieran peatonizado incluyendo a los vendedores: el resultado hubiera sido exquisito. Menos bonito. Pero más exquisito.

Dicho esto, no hay tampoco por qué instalarse en una nostalgia reaccionaria, extrañando aquellos buenos santos días del Pie de Lana.

Pongamos una vela a los altares de la ciudad proteica para que nazcan permutaciones sociales mutantes y no un mero establecimiento de bares bien, con bouncers miasmáticos que no dejan entrar a los poetas, y hipsters de medio eslogan. Hay que ver a canchitos y riquillos adentrarse por primera vez a la zona uno, quizá en uno de esos armatostes tipo Chiva Party Bus: es que se emocionan bastante. Es cuestión de tiempo antes de que echen a los metaleros, y los manden a tomar sus litros a otro lado.

Para la clase alta, esto tiene que ver con retomar territorios perdidos. Se habla de “recuperación urbana”, porque en el imaginario del poder algo se ha perdido, con lo cual la cruzada arzuísta adquiere un matiz casi templario (¡Dieu lo volti!).


En realidad, estamos hablando de territorios cedidos, abandonados, puesto que en su momento y de buena fe la burguesía migró a otras áreas de la ciudad. Lo que sí es verdad es que la sexta era originalmente una experiencia burguesa. Como el Lux. Y ahora Saúl.

Y bueno, la Bienal. Es cierto que pusieron el proyecto de Galería Urbana en la calle, y a Daniel Chauche a fotografiar a los paseantes. Pero, ¿el arte sale a las calles?

Quizá: pero no sin antes sanitizarlas.    

Y también se da la tragedia inversa: se mete la calle en los espacios de exhibición (así el hip hop de René Dionisio Chavajay) con lo cual la calle queda plantada en maceta.

En principio, no era mala idea crear un mismo tejido que vinculara el urbanismo de la sexta y centro histórico con el arte de la Bienal, y aprovechar el “revival” de la zona uno, pero si uno lo piensa un poco más, empieza a notar un desliz. La Bienal –ingenua y/o frontalmente– se convirtió en una prolongación del proyecto de la remoción de la sexta; y creemos que eso fue un error, resultado de un tanteo y una reflexión inciertos, quizá de un exceso de instinto.   

Visto todo esto, decir que el arte sale a las calles es algo pues a matizar. Por allí hubiera sido interesante que repartieran unos mil botes de spray a los artistas urbanos, a ver qué pasa, y qué cara pone Arzú.

Lo que en cierta forma se anhela es que la calle termine destruyendo esta bienal y todas las bienales por venir, que fagocite las fotografías y los esfuerzos culturales, la fagocitación siendo el exacto contrario de la colonización: creación pura en estado transvalorado. Si el arte urbano no se deteriora no es arte urbano. El verdadero arte de la calle es propiedad de su propia destrucción. Por eso el arte patrocinado jamás conseguirá ser de la calle. La urbe, en sentido estricto, no es otra cosa que el trono de lo inhabitable. Y la zona uno un palimpsesto acuchillado, vociferante, de resistencias en bancarrota, y la imposibilidad de todas las exhibiciones. Lo demás es… gestión.  
             

Convivir/Compartir

1.         El nombre Convivir/Compartir pronto le causa a uno dos o tres escalofríos.

Será que es un nombre que no consigue disasociarse de todos esos movimientos progreciudadanos que se han venido dando en Guatemala a lo largo de los últimos años, y que han cooptado –descafeinándolo bastante– el tema de la convivencia.


No es que el tema ya no esté disponible, ni sea aconsejable, pero hay palabras –y convivir y compartir son dos de ellas– que contienen una dosis de peligroso truismo y vienen ya bien preñadas. Correspondía escoger otras –es decir: separarse elegantemente de cualquier malentendido, si lo hubiera– o resignificarlas con más énfasis, con más fuerza.

Se pone menos clara la cosa cuando mira uno que al título Convivir/Compartir le ponen –en el periódico que repartieron por millares– el apéndice En el Centro Histórico. Limitando así y localizando el potencial del tema a un área psicogeográfica relativamente ínfima del país (toque concejal, quizá programático) y ya no digamos del planeta tierra y el universo en toda su brahmánica extensión. Esas cosas es que no hay que dejarlas pasar.

2.         Como sea, el tema Convivir/Compartir es un tema que no puede desestimarse. Es un tema demasiado importante (más en una sociedad internetizada, en donde cada vínculo social se hipervincula espontáneamente a sí mismo).

Y es un tema ambicioso. Quién sabe si la Bienal como proceso guía, espinal, integrador y orientador, estuvo a la altura del mismo. Lo que sí consiguió a veces es dar obras que embrionizaron el argumento de la Bienal muy bien, y aquí pienso por ejemplo en El Cangrejo, de David Pérez Karmadavis.

Es obvio que si estamos hablando de convivencia estamos hablando de circulaciones, de alteridades. ¿Qué clase de alteridades exploró la Bienal? No puedo expresarlas todas, pero algunas bueno saltan a la mente: la alteridad sexual (Eny Roland), la indígena (Sandra Monterroso, Teresa Margolles), la rural (los Chavajay), la migratoria (Jaime Permuth), la ecológica (Manuel Mansylla), la artística misma (Darío Escobar, Andrea Mármol, quizá Stephan Benchoam, Mario Santizo), la histórica (tanto en lo que se refiere a la historia personal o pública: Jorge de León, Oscar Muñoz, Moíses Barrios), la alteridad del poder (Aníbal López), y a lo mejor la alteridad del género (Regina Alfaro). Se ve que escogieron un asunto muy abarcador para la Bienal. Una decisión inteligente.

3.         Quizá una de las perspectivas de encuentro más importantes subrayadas por la Bienal es la ciudad, y la ciudad es ya una matriz de transferencias, una meta–útero–alteridad. En este remanso a la vez aberrante y baladí –que interconecta dimensiones profundas como lo son la arquitectura, el urbanismo, la historia, o el juego originario del otro, con otras más profanas, no menos estimulantes, como la pizza de Piccadilly o el color chillante de un uniforme de Emetra–, en este landscape de intersecciones visionarias pero también cotidianas y pueriles, ­la Bienal tuvo a bien colocar al espectador. Circuitar la Bienal peatonalmente fue de todo punto de vista un acierto, aún si hemos de reservarnos ciertas críticas de otro orden (ver ¿El arte sale a las calles?). Cada territorio elegido –el Museo de Historia, ArteCentro (un lugar de exhibición serio), Casa Ibargüen, Centro Municipal de Arte y Cultura (cuyas salas cumplieron muy bien su labor), El Incubador, Cine Lux (reloaded), los locales de la novena, o la sexta misma– da su toque prismático a la experiencia de la Bienal.

Hay que reconocer que se siente bien uno en la zona uno. Y que la zona uno se siente bien. Dan ganas de regresar a vivir allí. Especialmente ahora, que es un extracto de ciudad más desbordado, menos repertoriable, más difícil de rastrear: sus lugares, sus tatuajes, sus rituales, sus comunidades. Y asaltan menos que en la zona 10.

Lástima que la Bienal no supo encontrar un artista que diseñara una obra específicamente para este entorno (o extensivamente, para el entorno de Antigua o Xela, pues son ciudades que también participaron en el evento). Apreciamos el descomunal y apasionado esfuerzo de Galería Urbana, pero no consigue darnos el nivel de inmersión que nos dio en otra edición de la Bienal la muy interesante, impredecible, intrigante y epatante obra de Tatzu Nishi en la Plaza Barrios (¿hay de hecho obra que rivalice con ella en esta edición?).

De todos modos, la ciudad fue una constante en la XVIII Bienal Paiz. Andrea Aragón, Byron Marmol, Claudio Zulian, La Torana (con sus paisajes burdelescos), Caja Lúdica, Pablo Swezey, y luego Santiago Cirujeda (su propuesta que roza el activismo pragmático nos voló la tapa de los sesos), todos nos remiten a la experiencia de lo vivencial urbano.
                                               
4.         Pero si el espacio último de reconocimiento es la ciudad, el más auténtico es la violencia. 

Siempre aparece. Y específicamente en la Bienal lo hace bajo formas distintas: ya sea como obra de Byron Mármol que escenifica una crimen real, artificialmente creado; o en la sábana tejida y ensangrentada de la siempre bella y sublime Teresa Margolles; bajo el aspecto de hilarantes armas–frutas (Jessica Kairé).

5.         Desmoralizante constatar que en el imaginario de la convivencia producido por los artistas de esta Bienal no aparecen los animales y las plantas (a no ser, éstas últimas, como esperanza humana). Vimos sí las plumas de algún gallo deshuajado. Tampoco hubo reflexiones formales sobre la insularidad y el apartarse y la desertización consciente de las relaciones (el silencio como punto genésico del compartir). Por último, creo que se debió dar un mayor énfasis en la relacionalidad de la tecnología.

6.         La Bienal se transformó en una espacio de convivencia por derecho propio, que incluyó a potentados, coordinador, encargado de montaje, curadores, artistas bienalizados, personal, voluntarios, escolares (visitas guiadas) y el respetable. Y de allí surgieron toda clase de ramificaciones socializantes, un tejido vascular, al cual se le bajaba o subía la presión, de acuerdo al día.        
                                   

Proclama sintáctica

La palabra tuvo su lugar en la Bienal. Se piensa en el cubo de Isabel Ruiz –pronto constelado y saturado de frases– o bien en los talleres o intercambios creativos, como el de Carlos Capellán (con presencia de escritores), y luego los debates, mesas redondas (e.g. Después de Tún), las conversaciones (Claudia Zulian), las presentaciones, piezas como el video de Andrea Mármol, los textos de Francisco Nájera, que también vitrineó algunos de sus libros –cosa inútil, ésta última, como inútil me pareció  colgar catálogos de eventos artísticos (Jessica Lagunas/Roni Mocán). 

No hay por qué sospechar de la amistad entre la palabra –y la conceptuación en términos generales– con la imagen. Imposible concebir cualquier ritual cultural sin el rol contextualizante de lo  inmediatamente verbal… Me pasó justamente que yo no hubiera tenido noticia de la profundidad implicada en la obra presentada por Regina Galindo (Paisaje, 2012) si no hubiese tenido a la par su rotulito explicatorio (falló en dármelo el referido a la obra de Ángel Poyón).

Tampoco es que haya que caer en alguna dictadura de catálogo, o lexicación del arte. Pero especialmente ahora la palabra necesita un lugar privilegiado en cualquier Bienal. Incluir la palabra era lo menos, y más cuando todo el equipo curatorial tiene una relación más o menos formal con la escritura (el mismo Santiago Olmo, Anabella Acevedo, Silvia Herrera, y Javier Payeras, escritor con todas las de la ley). La verdad es que deberían de haberle dado incluso un lugar más estelar a la palabra. 

Lo cual deja de ser una petición extravagante, teniendo en cuenta el tema de la Bienal, pero sobre todo cuando se considera que vivimos en un mundo que se ha hiperverbalizado violentamente en los últimos años. Consideremos una red social como Twitter, que  ha reunido ya a 500 millones de usuarios: un compartir bastante radical. Alguna reflexión artística explícita hubiese pegado bien.

La tendencia de la cultura a gramaticalizarse no se puede circunvalar. Todavía menos en el contexto de la zona uno, el lugar acaso más sintáctico de la ciudad, y allí se juntan: flyers de conciertos de metal, esténcils de la diversidad sexual, proclamas feministas, graffitis soñadores, pintas políticas, consignas aporéticas, etc.         

La palabra no puede ser limitada a una herramienta transaccional, utilitaria, meramente comunicacional, pactante, seminarial, ni siquiera educativa, talleril, o dialógica: es ala irrecusable de la representación profunda, polaridad cómplice e inasible de la imagen, productora de silencio o misterio poético.

¿Qué es lo que está viendo Isabel de los Ángeles Ruano cuando está viendo la calle?


Adendum: no plantar arbolitos

A pesar de que estos pequeños ensayitos sobre la Bienal dan sensación de combatividad, no salí de allí con sensación de desagrado. Yo también participé en la liturgia de la Bienal.

De hecho, muchas cosas consiguieron llamarme la atención. Por ejemplo: el afecto que le pusieron a la logística, la manera en que los responsables asumieron el reto de trabajar lo nuevo sobre lo ya dado (piénsese en cómo aprovecharon los locales de la novena), y también hay que celebrar los espacios de exhibición curatorialmente claros y contenidos.

Pero luego hubieron otras cosas que no me cuadraron. Obras que no se insertaron del todo bien a la trama de la Bienal (aunque magníficas: David Mirán). Luego también lamento que se optara por menos piezas. La sobriedad siempre es buena, pero creo que éste no era el momento de la sobriedad: se hubiera querido por esta vez más saturación. También es importante asumir las ingenuidades (pienso en cómo en un principio pusieron sacos para sentarse con el objetivo de ver el video de Regina –ella pronto los mandó a quitar– como si fuéramos a ver el sitcom de la tarde; que no cuidasen ciertos aspectos lumínicos y contextuales; cositas).

Pero lo que más me preocupó es que la Bienal quisiera presentarse hasta cierto punto como evento moral integrador. Escribió Santiago Olmo: “El objetivo principal de la XVIII Bienal de Arte Paiz es la de fomentar el conocimiento, el diálogo y la convivencia, como valores esenciales para una sociedad más cohesionada”. A mí me sigue pareciendo que hay que desconfiar de cualquier deontología salvífica de la cultura y el arte que, sobre el argumento formativo y sociológico, pretenda repartir valores en la plaza pública. El arte no deberá precisar la silueta de nuestras inventivas morales. El arte no deberá tampoco plantar arbolitos.

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