Y ya me lo
sospechaba yo que se iba a morir este año uno de mis autores de cabecera, gurús
narradores, me refiero a Bradbury, a quien todos conocemos por obras como El hombre ilustrado o Fahrenheit 451, una obra que yo leí
hechizado cuando era chavito en la biblioteca del Julio Verne. También leí Crónicas Marcianas en aquella época, qué
experiencia enjoyada, qué acuchillante momento para mi joven imaginación. Luego
habría de redescubrir a Bradbury décadas más tarde, con libros tales como Las
doradas manzanas del sol o Remedio para melancólicos.
*
* *
¡Haz del
Universo tu Acto!, dice Bradbury en Libro
para Inspirar a Curas, Rabinos y Pastores Desanimados, con optimismo
abrasado.
Ray Bradbury para
empezar fue un vitalista, un ser hecho de vitaminas, de locos diamantes de
energía. Vino al mundo al celebrar la vida y el asombro y la posibilidad. En
ello se parecía a Monteforte, que por cierto le mencionaba. Sus cuentos están
llenos de vida.
Y de
inocencia. Bradbury era ingenuo y profundo y optimista: whitmaniano a más no
poder. Adoro esa idea suya de que hay que saltar del peñasco y construirse las
alas en el camino.
Bradbury el
Creyente (muy a diferencia de Ballard el Nihilista) confiaba en la crística
cruzada espacial, tan norteamericana, en la emergencia de los mundos. Y ponía
al ser humano en el centro de esa cruzada. Tanta candidez le convertía por un
lado en un conservador pero por otro lado también le hacía aéreo, explorador y
liberal.
Y sin embargo,
no podemos decir que el suyo era un optimismo beato: siempre mostraba de otra
parte un filo de oscuridad, una perversión. La inocencia da formas gigantescas
de maldad. Los niños de Bradbury a menudo nos causan miedo. Bradbury
a lo mejor escribió historias infantiles –como El árbol de las brujas– pero su literatura no era para nada
infantil.
Bradbury sabía
que incluso en el centro de lo blando y seguro y domesticado hay un horror que
surge. Todo aquello que colonizamos y controlamos nos termina de una u otra
forma devorando.
* * *
“En la rapidez
está la verdad”, dijo en Zen en el arte
de escribir, manual invaluable.
Ray Bradbury poseía
esa vitalidad indomable que cabalga y cabalga, dejando claridades y misterios
poéticos fulminantes. Por medio del ritmo narrativo espontáneo, Bradbury se
transformaba en una especie de médium de lo fantástico y la especulación
creativa. Un veedor.
Semejante urgencia
no deterioraba sus cuentos sino por el contrario les daba una perfección
imprevisible, virtuosismo mutante que no descansa en la proporción o equilibrio
sino en algo más fundamental.
Sus cuentos no
son impecables en el sentido clásico de la palabra, pero siempre operan con
magia asertiva. Qué puntería. Escribió una multitud de ellos, no todos indestructibles
, pero vamos, casi todos, y no hay ninguno que no tenga ese don celular, esa
cualidad animada, animante.
Escribía con
urgencia (y escribía mucho, mucho, como loco, como enfermo) pero resolvía, acertaba: todo quedaba bien
coagulado en el texto. Bradbury era líquido de prosa, aunque jamás tanto como
para caer en una suerte de fatal incontinencia (a diferencia de Asturias, otro
escritor urgente que a menudo no sabía controlar su esfínter verbal, y hay
párrafos suyos que no cabe sino calificar de desastres). Apostaba a la
velocidad, sí; pero no dejaba de observar las leyes narrativas. La manera en
que corta los párrafos, o usa las cursivas, ingresa una elipsis, la
majestuosidad toda de sus tropos literarios, cada frase que salía de sus
dedos humeantes: una celebración del escribir sin truismos. Su técnica y
precisión gramatical no tienen rival.
Aparte siempre
me gustaron sus títulos (Something Wicked
This Way Comes).
Si usted
quiere aprender a escribir un cuento, entonces,
por el amor de Dios, lea a Bradbury.
* * *
Bradbury no
era un escritor de ciencia ficción puro, aunque ciertamente cultivó el género.
Empezó a
escribirlo cuando escribirlo era más bien mal visto, no se consideraba
literatura seria.
Si fue un
escritor de ciencia ficción lo fue de la muy vieja guardia, de la guardia
pre–K. Dick. Si hoy hasta Gibson nos parece viejo, imaginen a Bradbury.
No hizo como
sea ciencia ficción dura ni ciencia ficción suave: pertenece a la facción
poética de la ciencia ficción. Y por eso sus relatos están tocados de eternidad.
Esa manía suya de mancuernar la poesía y lo fantástico es ya un género por
derecho propio, el género Bradbury.
Bradbury era
el mejor amigo que la imaginación podía tener. Cultivó el terror, la ciencia
ficción, lo fantástico, inclusive el policiaco (tengo en el anaquel un libro
suyo llamado Memoria de crímenes).
Realizó teatro (El maravilloso traje de
color vainilla), y también
participó en el cine (adaptación libre de Moby Dick) y la tele, se interesó en
el urbanismo, contribuyó a crear la esfera geodésica de Epcot, etc.
Sobre todo era
el vehículo perfecto de lo fantástico. Y lo fantástico en Bradbury no era cosa
sutil, una cosa que se iba filtrando de a poco, como en Cortázar, sino era una
petición de principio, que se instalaba con gran evidencia, bombos y platillos.
Y sin embargo sus
alucinaciones jamás se desprendían de lo cotidiano, de hecho es de allí de
donde siempre nacían. Lo ordinario le daba a Bradbury grandes cuentos. Con la nada
de lo nimio hacía siempre un cuento rebrillante.
Tampoco este
su lado tan imaginante le apartaba de las ideas, de la dimensión racional o
intelectual de la literatura. Por el contrario: Bradbury era un gran escritor de
ideas. Es solo que sabía revestirlas de ficción. Las ideas me excitan, comienza diciendo en la entrevista suya de
Paris Review de 2010. No olvidemos que Bradbury era un especulador nato. Un
tipo mental. Y sin embargo era un escritor a la vez sensual como ninguno: en su
prosa están vivos todos los sentidos.
También era un
explorador moral, a veces un moralista libertario, y a veces un inmoral.
Dijo en Ayermañana: “En la ficción es donde
puedes construir y derribar tus propios estados políticos y religiosos y morales”.
* * *
A Bradbury yo se lo debo todo.
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