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¡Haz del Universo tu Acto!

Y ya me lo sospechaba yo que se iba a morir este año uno de mis autores de cabecera, gurús narradores, me refiero a Bradbury, a quien todos conocemos por obras como El hombre ilustrado o Fahrenheit 451, una obra que yo leí hechizado cuando era chavito en la biblioteca del Julio Verne. También leí Crónicas Marcianas en aquella época, qué experiencia enjoyada, qué acuchillante momento para mi joven imaginación. Luego habría de redescubrir a Bradbury décadas más tarde, con libros tales como  Las doradas manzanas del sol  o Remedio para melancólicos.

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¡Haz del Universo tu Acto!, dice Bradbury en Libro para Inspirar a Curas, Rabinos y Pastores Desanimados, con optimismo abrasado.

Ray Bradbury para empezar fue un vitalista, un ser hecho de vitaminas, de locos diamantes de energía. Vino al mundo al celebrar la vida y el asombro y la posibilidad. En ello se parecía a Monteforte, que por cierto le mencionaba. Sus cuentos están llenos de vida.

Y de inocencia. Bradbury era ingenuo y profundo y optimista: whitmaniano a más no poder. Adoro esa idea suya de que hay que saltar del peñasco y construirse las alas en el camino.

Bradbury el Creyente (muy a diferencia de Ballard el Nihilista) confiaba en la crística cruzada espacial, tan norteamericana, en la emergencia de los mundos. Y ponía al ser humano en el centro de esa cruzada. Tanta candidez le convertía por un lado en un conservador pero por otro lado también le hacía aéreo, explorador y liberal.

Y sin embargo, no podemos decir que el suyo era un optimismo beato: siempre mostraba de otra parte un filo de oscuridad, una perversión. La inocencia da formas gigantescas de maldad. Los niños de Bradbury a menudo nos causan miedo.  Bradbury  a lo mejor escribió historias infantiles –como El árbol de las brujas– pero su literatura no era para nada infantil.       

Bradbury sabía que incluso en el centro de lo blando y seguro y domesticado hay un horror que surge. Todo aquello que colonizamos y controlamos nos termina de una u otra forma devorando.


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“En la rapidez está la verdad”, dijo en Zen en el arte de escribir, manual invaluable.

Ray Bradbury poseía esa vitalidad indomable que cabalga y cabalga, dejando claridades y misterios poéticos fulminantes. Por medio del ritmo narrativo espontáneo, Bradbury se transformaba en una especie de médium de lo fantástico y la especulación creativa. Un veedor.

Semejante urgencia no deterioraba sus cuentos sino por el contrario les daba una perfección imprevisible, virtuosismo mutante que no descansa en la proporción o equilibrio sino en algo más fundamental.

Sus cuentos no son impecables en el sentido clásico de la palabra, pero siempre operan con magia asertiva. Qué puntería. Escribió una multitud de ellos, no todos indestructibles , pero vamos, casi todos, y no hay ninguno que no tenga ese don celular, esa cualidad animada, animante.

Escribía con urgencia (y escribía mucho, mucho, como loco, como enfermo) pero resolvía, acertaba: todo quedaba bien coagulado en el texto. Bradbury era líquido de prosa, aunque jamás tanto como para caer en una suerte de fatal incontinencia (a diferencia de Asturias, otro escritor urgente que a menudo no sabía controlar su esfínter verbal, y hay párrafos suyos que no cabe sino calificar de desastres). Apostaba a la velocidad, sí; pero no dejaba de observar las leyes narrativas. La manera en que corta los párrafos, o usa las cursivas, ingresa una elipsis, la majestuosidad toda de sus tropos literarios, cada frase que salía de sus dedos humeantes: una celebración del escribir sin truismos. Su técnica y precisión gramatical no tienen rival.

Aparte siempre me gustaron sus títulos (Something Wicked This Way Comes).

Si usted quiere aprender a escribir un cuento, entonces, por el amor de Dios, lea a Bradbury.

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Bradbury no era un escritor de ciencia ficción puro, aunque ciertamente cultivó el género.

Empezó a escribirlo cuando escribirlo era más bien mal visto, no se consideraba literatura seria.

Si fue un escritor de ciencia ficción lo fue de la muy vieja guardia, de la guardia pre–K. Dick. Si hoy hasta Gibson nos parece viejo, imaginen a Bradbury.

No hizo como sea ciencia ficción dura ni ciencia ficción suave: pertenece a la facción poética de la ciencia ficción. Y por eso sus relatos están tocados de eternidad. Esa manía suya de mancuernar la poesía y lo fantástico es ya un género por derecho propio, el género Bradbury.

Bradbury era el mejor amigo que la imaginación podía tener. Cultivó el terror, la ciencia ficción, lo fantástico, inclusive el policiaco (tengo en el anaquel un libro suyo llamado Memoria de crímenes). Realizó teatro (El maravilloso traje de color vainilla), y también participó en el cine (adaptación libre de Moby Dick) y la tele, se interesó en el urbanismo, contribuyó a crear la esfera geodésica de Epcot, etc.

Sobre todo era el vehículo perfecto de lo fantástico. Y lo fantástico en Bradbury no era cosa sutil, una cosa que se iba filtrando de a poco, como en Cortázar, sino era una petición de principio, que se instalaba con gran evidencia, bombos y platillos.

Y sin embargo sus alucinaciones jamás se desprendían de lo cotidiano, de hecho es de allí de donde siempre nacían. Lo ordinario le daba a Bradbury grandes cuentos. Con la nada de lo nimio hacía siempre un cuento rebrillante.

Tampoco este su lado tan imaginante le apartaba de las ideas, de la dimensión racional o intelectual de la literatura. Por el contrario: Bradbury era un gran escritor de ideas. Es solo que sabía revestirlas de ficción. Las ideas me excitan, comienza diciendo en la entrevista suya de Paris Review de 2010. No olvidemos que Bradbury era un especulador nato. Un tipo mental. Y sin embargo era un escritor a la vez sensual como ninguno: en su prosa están vivos todos los sentidos.

También era un explorador moral, a veces un moralista libertario, y a veces un inmoral.

Dijo en Ayermañana: “En la ficción es donde puedes construir y derribar tus propios estados políticos y religiosos y morales”.

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A Bradbury yo se lo debo todo.
                                   

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