Terminando el año 2012. Seguimos aquí, seguimos escribiendo, y el trabajo –a Dios gracias– sigue cayendo. Alguien que me ofrece cada cierto tiempo brete es Andrés Asturias, para su revista RARA. Me invitó a que escribiera sobre Nicol Vizioli, fotógrafa romana, en plan pronto. Así lo hice. Luego me dijo en mail que el texto le gustó mucho, pero que no lo incluyó por motivos editoriales (por supuesto, me pagó igual). Ahora me pregunto si no fui demasiado taxativo y apresurado en mis criterios. En fin, alguna verdad habrá en ellos. El texto.
Nicol Vizioli, fotografía de la serie Hildegard Von Bingen. |
I. Se me invita a escribir sobre Nicol Vizioli
(Roma, 1982).
Soy dado a los
encargos: me encanta escribir sobre tópicos que no he escogido, de los que nada
sé.
Y bueno: nada
sé de Nicol Vizioli.
Lo primero es
ingresar a su website (http://www.nicolvizioli.com), en donde se
pueden apreciar fotos artísticas (series como Hélène, Shadows on Parade,
o Venus in eco fur), además de colecciones
fotográficas para diseñadores.
No va de
advenediza. Está claro que es una fotógrafa con hallazgos, pericia técnica, suficiente frescura, fineza. Uno
agarra cualquiera de sus series –por ejemplo la que corresponde a los Sony
World Photography Awards 2011– y recibe allí textura, composición, diseño,
proceso, vigilia artística.
Y luego es
cierto que sus fotos están ribeteadas de colores intrigantes, a menudo
oníricos: colores que suspenden el fluir ordinario del tiempo, y milagrean el
instante fotográfico. Fueron las mezclas, las progresiones cromáticas –tan inesperadas–
lo que más me fascinó en la serie AntiFashionManifesto
(ignoro si había allí en verdad una declaración de principios).
Algunas
fotografías suyas son, ya, exploraciones pictóricas.
Y todo eso es
bueno y santo.
Pero resulta
hay algo que no me terminó de cuadrarme de Nicol Vizioli. No sé, una suerte de
nubilidad… quizá una inmadurez.
A lo mejor se
debe a su edad (unos treinta años). En cierto modo, es una pena que ciertos
artistas sean arrojados al cenáculo antes de sus primeras cuatro décadas. La
realidad no les ha mojado lo suficiente los huesos, parece. Todavía hay algo de
creado en su exhibir.
En el caso de
Viziole, aún no ha conocido el espíritu de su propia obra. Eventualmente lo
hará. Pero para llegar a eso, tendrá que rendir muchas fotos todavía (de
momento su obra es más bien magra, lo cual explica que en la web veamos las
mismas fotos suyas cada vez). Con alguna suerte, este pujar le permitirá
ampliar sus registros perceptuales, intestinales, afectivos, abstractos,
sutiles.
II. De otra parte, es muy posible que el no
desligarse completamente de la fotografía de lookbook y modélica y de magazine
sea exactamente aquello que no le permite crecer y elevarse como artista. Esta
fotografía se resuelve toda vez en alguna clase de amaneramiento; con lo cual todos
los demás hallazgos del artista terminan subsidiando la estrategia –dominante–
del ademán. Y lo que pudo haberse convertido en una verdad estética excepcional
termina pareciendo a un anuncio de perfumes. La clase de exquisitez que amputa.
La fotografía
de modelo siempre busca rostro y postura (sin jamás dar el salto al retratismo
auténtico). Incluso en lugares abiertos, la referencialidad modélica nunca
pierde su influencia (ver The
Thing–finder). El modelo siempre termina adulterando la realidad, siempre
termina adulterando la fantasía.
Así, la
naturalidad profunda se extravía, en pos de la situación creada. No hay de
veras nada de aborigen o nativo u originario en los eventos fotográficos de
Nicol Viziole. Sus obras adolecen de toda clase de excesos narrativos, de
saturaciones semánticas, de hartazgos simbólicos. Tantísima trama y finura le
sabotea la vulnerabilidad, la humana condición.
Y uno vuelve
al aserto de Man Ray: “Fotografío lo que no deseo pintar, las cosas que tienen
ya una existencia”. Que lo diga un pilar de las vanguardias fotográficas le da
a la frase una suerte de patetismo ejemplar.
¿Cómo va a ser
Nicol Viziole para no caer de nuevo en las trampas de la puesta en escena (pensemos
en su serie Hildegard Von Bingen)? Incluso
cuando fotografía en el campo parece que fotografiara en un estudio. Es decir
que no se escapa del estudio en el exterior. Y ciertamente no se escapa del estudio
en el estudio.
Es muy difícil
mancuernar lo comercial y lo significativo. Muy pocos consiguen unir ambos
universos, sin que los elementos de una y otra esfera terminen fagocitándose.
Luego están esos otros fotógrafos que optan por compartimentalizar arte
comercial y arte puro, una táctica prudente. No llevar la mentalidad de revista
al ruedo de las galerías les protege de liviandades innecesarias, de muletillas
más que recurrentes. Cada revista tiene una arteria carótida –es la misma que
lleva sangre al rostro– y vale completamente la pena cercenarla.
Por supuesto,
nada de malo hay en el arte comercial, en la fotografía fina comercial. Hasta
la fecha uno mira ciertas fotos de Mario Testino y dice: maldito hijo de puta,
¿cómo conseguiste eso?
Es arte. A no
dudarlo.
Lo es también
en el caso de Nicol Viziole. Pero diremos
que en su caso la textura nunca termina de ir al fondo de sí misma, la desnudez
nunca termina de ir al fondo de sí misma, y cuando busca algo crudo, lo crudo
siempre tiene algo de cocido (ver serie Act
of Faith).
III. La inmadurez de Viziole es patente en la
manera en que se desencuentra con lo natural, con lo humano, y con lo inasible.
Es como que no consiguiera establecer conexiones profundas con todas estas
dimensiones.
Si algo
aborrece de lo modélico es la naturaleza. Es inútil insertar un modelo –entendido
por igual en su sentido amplio platónico pero también en su sentido estrictamente
fashionista– y pretender con ello tocar lo natural, pues lo natural tolera pero
no consiente la mueca y la afectación. Todo lo que aparece en la naturaleza
aparece en virtud de una sentida conversación adaptativa. La serie Hélène, por dar un ejemplo, es todo
menos natural: el búho y la mujer no están comunicando. Viziole falla en darnos
la brutalidad o la entrega, la ecuanimidad o la vida, presentes en la
naturaleza.
También falla
en darnos alguna humanidad, esa clase de humanidad que nos ofrece un cuadro de
Rembrandt, o acaso una foto de Diane Arbus (se me vino a la mente en específico
aquella del niño y la granada). Hay muchos sujetos en cierto modo desnudos en la
obra de Viziole, pero con ello no consigue realmente desnudarnos al sujeto
fotográfico. Tampoco consigue convertir al observador en un testigo puro, o en
su gemelo villano: un voyeur perverso. Sobre todo, no vemos angustia. No se le
ve a Viziole su Siberia. Es como si tanta lobreguez no fuera lobreguez completa,
su tiniebla no fuera tiniebla total. Por tanto, su tenebrismo no funciona, ni
su tremendismo ocasional tampoco (e.g. la chica comiendo lo que parece ser un
ave muerta).
Viziole tampoco
conecta realmente con lo eterno original. Y sin embargo trata. Trata yo diría
un montón. Para empezar le da mucha importancia a lo mítico (y lo mítico es
siempre un retorno al origen). Tanto que, cuando uno mira sus fotos, dan ganas
de sentarse a tomar un café con Nerval y hablar posiblemente de Adriana. No es
de extrañar: Viziole es decimonónica, simbolista, ligeramente prerrafaelita, y
en términos generales retroromántica.
Quisiera ella
retornar a un tiempo mítico, a una naturaleza mítica, a un mundo pagano mítico
de faunos y aves majestuosas y animalillos sacrificiales y monarcas celtas y
rituales salidos como de un cuento. Cuánta eflorescencia mitológica, vaporosa,
cuánta aura de evasión y nostalgia originaria hay en sus series Shadows on Parade, o From Dawn to Dust.
El mayor
problema es que los códigos mitológicos que maneja no termina de comprenderlos,
y que no ha terminado de accesar los símbolos
que está tratando de manipular. Lo que ella nos rinde son mitos mal
digeridos y palimpsestos de leyendas, carentes de transgresión. Todo mito
verdadero –esto es: aquel que no ha sido mediado por la Iglesia, por Disney, o
por un fotógrafo de revista– es siempre transgresor.
En particular,
da la impresión que no comprende el mundo mítico pagano al cual intenta
acercarse. Tal mundo es previo a todos nuestros modales redentores. Es un mundo
de crueldades y fuerzas telúricas, primigenias, precristianas, y, a veces, de
dulzuras naturales. Es el mundo de la muerte, y en medio de tantísima
oscuridad, un suave riachuelo de agua vegetal corre, y a la orilla del mismo
alguna criatura simpática nos está viendo la cara de pendejos. Eso, y no otra
cosa, es el paganismo. ¿Dónde está eso en las fotos de Viziole, dónde está la fuerza,
la burla elemental? Incluso cuando la sangre está allí, lo que no está del todo
es el espíritu.
O por lo menos
yo no lo veo. Otros dicen que lo perciben en sus claroscuros: aprecian las
figuras oníricas, de intrigante claridad, enmarcadas en tiniebla.
Lo que pasa es
que en sus claroscuros no hay matiz, no hay coalescencia profunda. Y sin
embargo en tal coalescencia reside, para siempre, el misterio: es como caminar
en un bosque, y ver las gradaciones de sombra en continuación con los parches
de luz, sobre el follaje vivo y muerto. También es como escuchar una rola de
Lou Reed.
Todo verdadero
claroscuro debe rendirnos en última instancia la experiencia última de consubstancialidad:
la certitud de que oscuridad y surgimiento son una cosa y la misma. Pero esa
certitud es algo que solamente viene con la madurez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario