Yo nací en el último cuarto del siglo veinte. Eso
quiere decir que todavía recibí la última atmósfera de la guerra fría. La
guerra fría y sus dos grandes guiones salvíficos, que prometían una actualidad de
semillas utópicas para la humanidad, y en vez de eso trajeron un régimen de
incontables víctimas, así como un orden herido y paranoico al mundo. Al mundo,
y desde luego a Guatemala, que también vivió esa pugna de agendas ideológicas y
fue succionada hacia una espiral sangrienta.
Muchos escritores guatemaltecos del siglo veinte
fueron seducidos por la literatura de compromiso. Escribieron como sujetos ya conscientes
de un pasado y un devenir, en una evocadora narrativa histórica, marcada por
los optimismos y las utopías doctrinarias. Se puede decir que vivieron la
partitura y el espíritu de su tiempo, que era uno esencialmente político, y
pienso que en ese sentido podemos respetarlos, sobre todo a aquellos que no se
limitaron a mimetizar la literatura social en boga, sino que procuraron llevarla
a niveles enfocados de imaginación, por encima de lo burdamente gregario y más
allá del despeñadero folkideológico, propagandístico y patriotero.
No quita que otros sí que se perdieron en los
desiertos de la literatura social. De hecho hasta la fecha algunos sujetos
remachones pretenden regresar a ese orden literario sentimental, y lo peor es
que a menudo ignorando los mejores argumentos de un debate que duró casi un
siglo, y que estuvo a cargo de almas excepcionales. Es como si todo hubiera
sido por gusto.
La historia vino a reventar a los pies de nuestra
generación como una ola ya cansada y sucia y ya sin fuerza ni esplendor. Varios
de nosotros rechazamos esos viejos relatos cerdiles, sus muros divisorios, que
ya iban de bajada, sus enfrentamientos cruentos, sus sales manchadas, sus
credos infusos, sus promesas sarnosas, sus herencias enloquecidas, sus amuletos
ideológicos, sus esteros discursivos, sus gerencias políticas, sus atavismos y
anatemas.
Y así fue como nació la llamada literatura del
desencanto o de la posguerra, de la cual mi libro Un rencor puro y perfecto sea acaso una muestra más o menos fiel,
en tanto que presenta algunos de sus rasgos esenciales: rechazo a la historia y
a la política, subjetivismo radical, cinismo sin amarras, estética del
perdedor, realismo sucio, situaciones cómic y fantásticas, y a ratos cierta
experimentación semántica, poética, verbal.
A nosotros nos tocó integrar todo eso, pues de hecho
era algo que hacía falta en la literatura nacional. Por supuesto, vino todo
acompañado de mucha inmadurez, en fondo y forma, y no voy a ser yo quien vaya a
negarlo. Lo cierto es que esa inmadurez alcanzó grados de veras irritantes, por
ejemplo en forma de manifiestos de adolescentes enojados. Muchos de ellos no
llevan mi firma, pero la verdad es que yo también fui un adolescente enojado, y
penosamente lo seguí siendo incluso en la adultez, cuando ya era hora de abrir
los ojos. Siento que no todos pero sí varios escritores de mi generación se
perdieron y nos perdimos en el escapismo y no supimos asumir la responsabilidad
plena de un sistema que terminó cayéndose a pedazos, como se ve muy claramente
el día de hoy. Es cierto que no teníamos entonces las herramientas y atmósferas
actuales, pero de todas maneras.
Permítanme hacer nomás una aclaración, para
dispersar confusiones: cuando se habla de literatura de posguerra hay por lo
menos dos definiciones a la mano. La primera cataloga la literatura de
posguerra como literatura de guerra escrita y/o publicada en tiempos de paz. La
segunda es literatura al margen de la guerra y de la historia, pero producto de
ellas en tanto que desasosiego, desertización y desprendimiento (una tercera definición, más amplia, podría referirse simplemente a toda
la literatura que aparece después de la guerra civil guatemalteca). Considero
que mi libro Diccionario Esotérico es
una novela de posguerra bastante singular, porque de hecho reúne ambas
modalidades, en cierto extraño modo, y yo creo que tal es su mérito. Pero luego
en términos generales se puede decir que todos los libros de mi primera fase
literaria responden más bien a la segunda definición, y a la misma me referiré
de ahora en adelante.
Esta literatura de posguerra, que aún encuentra manifestaciones
concisas a la fecha, ha sido una literatura individual y asocial. Me parece que
intuitivamente entendimos que la sobrevivencia debía pasar por una entregada
reapropiación de la subjetividad. Y esto a su vez se tradujo como sublimación
de sujeto marginal, urbano y periférico. Puede decirse que si las afirmaciones
de la historia resultaron ser flagrantes negaciones, las negaciones de este
individuo inclasificado, tan samsárico, tan decepcionado, resultan ser
estimulantes afirmaciones.
Esto es muy importante, aparte de paradójico. Más
allá del escapismo y de la inmadurez a la cual ya aludimos, también se dio, en
mi generación literaria, un fenómeno afirmativo. En la autodestrucción y en el
nihilismo se concibió un surgimiento respetable de creatividad. De esa cuenta,
la literatura de posguerra sirvió para generar un puente transicional hacia un
nuevo campo de posibilidades, y ahora sabemos que lo que parecía apolítico de
hecho tenía algo de político, y que darle la espalda a la ideología era un
gesto de hecho ideológico. Sería menos fácil hacerlo hoy sin caer en alguna clase
de anacronismo o artificialidad, pero me parece que en aquel edenismo y
hedonismo nuestros –con rasgos oscuros, irónicos, depresivos, destructivos y
disolventes– moraba una auténtica, personal e intrépida forma de activismo y
compromiso. Consciente o inconscientemente estábamos procesando una coordenada
muy confusa y muy pesada, de extremo nigredo
generacional, por hacernos del término alquímico. Llevarlo todo a una zona
basal y fermentada era exactamente lo que nos correspondía hacer, y en nuestra
defensa diré que lo hicimos limpia y suciamente, sin pudores y con hermosa
inocencia. Esa inocencia por demás era crucial para el corte, y no hay por qué
renegarla del todo, pues de esa inocencia salieron múltiples proyectos, y no
todos harapientos.
En mi caso hay otro elemento, y es que me atreví a
darle una voz en primera persona a la sombra de nuestro presente, y a nuestro
propio fascismo, como se ve muy claro en Diccionario
o Un rencor puro y perfecto, que
son ambas novelas respectivamente una crítica al poder y una crítica a la
desidia. Hacer esto en primera
persona es más difícil y luego se presta a muchas confusiones, puesto que
siempre hay quien pretende hacer coincidir autor y narrador, lo cual no deja de
ser una cabronada o una ignorancia. Está claro que el protagonista de Un rencor puro y perfecto es una
caricatura más detestable incluso que yo mismo, detestable su inopia y su
nihilismo y su odio a todas las categorías de la sociedad. El reto ha sido
crearlo así de ominoso pero a la vez con cierto contorno sugestivo, lucido,
cómico, puesto que de otro modo estaríamos haciendo personajes maniqueos y sin
vida. Además se trataba de tocarle un poco los huevos a las monjitas de lo
políticamente correcto.
Dicho todo esto, nos damos cuenta entonces que es imposible
hacer libros sin hacer política y sin hacer historia. Cuando antes dije que
éramos ahistóricos, dije una verdad pero también dije una mentira, porque de
hecho es imposible escapar a la historia. Más bien, darle la espalda a la historia y a las banderas imperantes fue
una poderosa manera de asumir nuestra historia. O lo que es igual: nuestro rol
histórico era salirnos de la historia ofrecida. Varios o algunos escritores de
la primera posguerra vivimos del modo más pleno nuestro momento, al desincrustarnos
de las gramáticas ideológicas, parábolas heredadas y mitologías políticas
regresivas, a la vez que explorábamos con entusiasmo en el aquí–y–ahora códigos
y corrientes de identidad–alteridad emergentes, algunos muy excéntricos, muy
retantes y muy violentos.
En efecto: toda clase de emergencias históricas estaban cayendo del cielo. Los escenarios y conflictos sociales estaban morfando. Algunos procuramos levantar un primer croquis narrativo y poético de esa permutación delirante. Fuimos un primer filtro y factor transicional para toda suerte de colisiones, paranoias y fantasmagorías sociales y urbanas inéditas, que hoy son ya lugar común. Empezamos a dibujar el panorama de tópicos que hoy ya son reconocidos en la literatura centroamericana: tópicos como lo son la migración interna y global, el hiperconsumo, la atropellada superposición de realidades y niveles culturales y económicos, el encuentro surrealista entre lo premoderno y lo posmoderno, la transnacionalización de la sociedad del deseo, la ascensión contundente de la ciudad y las muchedumbres suburbanas y satelitales, el surgimiento vehemente de tribus sociales airadas, el encuentro del tercer mundo con las grandes pulsiones tecnocapitalistas, las tantas agendas de la diferencia, los infinitos erotismos, la fragmentación de los legados tradicionales, la fractalización y colisión de los puntos de vista, la metamorfosis de las castas políticas, la narcofeudalización y los universos manifestados por la droga, el delirio religioso, o el delirio a secas. Y bueno, la agresión. Pensaban que el gore era una pose nuestra para epatar, pero nosotros sabíamos lo que venía en camino, y lo que venía en camino era la era de lo desmembrado, lo decapitado y lo irrestañable. Estamos hablando de una literatura de posguerra que engarza con una nueva guerra mutante.
Quizá en tanto que generación no dejamos mucho, pero
dejamos mucho más de lo que recibimos, y quién diga lo contrario de plano no
estuvo allí, porque cuando entramos a la escena aquello era un yermo. La
herencia literaria había sido rota como no se tiene idea, y sencillamente no
existían mecanismos para el discurso cultural, salvo ciertos brotes heroicos y
excepcionales. Nos habían entregado nada. A cambio dejamos un legado que, aún
si bastardo y crudo, es un pasaje a todas luces reconocible, así como un nuevo
punto–pregunta de partida y de referencia en el centro de la bruma. A partir de
este lugar otros han venido haciendo cosas muy meritorias. Ya en la distancia,
es fácil caricaturizarnos o acusarnos de no tener carácter moral, contextual o
histórico. Pero en el fondo carácter hubo. Y, de hecho, carácter hay. Estamos
de pie, y no nos vamos a dejar de nadie, incluidos esos críticos mezquinos que
insisten en devaluarnos. Yo también soy crítico, y además uno muy entrenado, y
sé cómo poner la carne en la parrilla, aún si soy vegetariano.
Por suerte, las típicas compartimentalizaciones
discursivas están perdiendo intensidad. Más bien noto un espíritu de cambio, de
progresiva plenitud y apertura y de camaradería. Presentemente no es necesario
elegir entre lo político y lo apolítico, lo histórico y lo ahistórico, lo
consensuado y lo individual, lo destructivo y lo evolucionario. Podemos
cohesionarlo todo en un mismo mandala y comunidad de expresión.
Me parece que se está gestando un nuevo estadio
literario para el cual debemos hallar acaso un nuevo nombre. Tal es de hecho el
espacio en el que me estoy moviendo actualmente, como podrá notarlo el que leyere
mi literatura más reciente, que viene mayormente en modo de poemas. En términos
generales, no me interesa quedarme anclado en el pasado, aún si a veces publico
algún libro con estética de otros años. Lo cual en sí no tiene nada de
malo, siempre y cuando no se caiga compulsivamente en el vicio de la reedición
y la variación incesante de lo mismo, por pura falta de imaginación y de
pulsión creativa o por haraganería literaria. En lo personal, no soporto a los
escritores haraganes. Escritores que no escriben nada y publican menos, eso
para mí es una vergüenza.
Respecto a la evolución de mi propia literatura, diré
que lo me resulta interesante ahora es moverme dentro de una zona abierta en donde haya por
igual luz y sombra, optimismo y destrucción, pero con la salvedad de que ese
optimismo y destrucción no son ya mecanismos fanáticos o escapistas, sino
formas legítimas de honrar la realidad. Puedo por ejemplo apoyar las recientes
protestas y escribir de ello sin por ello olvidar ni devaluar la insularidad de
mis laberintos privados. La idea siendo moverse entre todas las opciones del
cuadrante con cierta creatividad líquida, y siempre en función de una
espacialidad literaria que no excluye ninguna cosa, sino que más bien lo acoge
todo intuitivamente. Aquí ya se trata de crear conexiones imprevistas entre
universos de referencias. Este escritor de posguerra ha migrado desde hace unos
años para acá a un modo más expansivo de escribir, que también podríamos
llamarle, si quisiéramos ponernos sinfónicos, escritura mandálica, fluida,
superreferencial, indivisa o integral. Me parece que hay otros que están en la
misma onda, y estoy de hecho muy estimulado por ver a dónde nos lleva a todos y
a cada cual.
Guatemala, 4 de junio de 2015.
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