Tengo fuertes reservas respecto a la
publicidad nacionalista. Aquí algunas de mis razones:
1) El
vendepatrias. Quien se dedica a hacer publicidad nacionalista no hace otra
cosa que vender cosas y servicios vendiendo, vicariamente, la patria.
2) La
manipulación de los afectos. O sea, el sentimentalismo barato. Y dentro de
ese sentimentalismo, ese síntoma de melancolía infinita: la patria como
nostalgia. La nostalgia de la patria, atizada por la era de la inmigración; que
reafirma y regenera el fenómeno de la pertenencia; que da nuevo giro y aire a
eso de la nacionalidad y las gremialidades sentidas. La globalización trajo,
paradójicamente, y a modo de respuesta, por parte de los centros nacionales,
una nueva reificación de las identidades.
3) Ciudadanía
de cartón. No hay que confundir banderas. La clase de ciudadanía promovida
por la patriopublicidad no es la que vimos durante el Paro Nacional, o durante
la Cadena Humana en el Congreso. No: la ciudadanía patriopublicitaria es
hedonista, cebada, inocua, poco afirmativa, y de cartón; y al lado de aquella
se mira ridícula. Y sin embargo no hay duda que la entente corporativa sabrá usar los recientes eventos nacionales, y
absorberlos para su propio interés, con la ayuda pronta de las agencias de
publicidad y medios de comunicación. (Necesariamente, el imperio de la
nacionalidad criolla–liberal supone la fagocitación de los aparatos de emisión
y socialización de mensajes, que pasan a volverse mozos de estancia, no siempre
inocentes, al servicio de la política dominante.)
4) Nacionalismo
de azadón. Podemos definir el nacionalismo patriopublicitario como uno de
azadón: todo para adentro. ¡Muéstrenme como todas esas campañas han contribuido
a darle avance al país y sus habitantes! Las marcas usan todos esos lugares y
personas para sustentar su mensaje, pero no es que den realmente nada de
vuelta. ¿O es que le están dando algo, por ejemplo, a esos sujetos indígenas de
tanto en tanto salen en sus tomas? Uno recuerda a Cardoza: “Nos maravillan los
trajes indígenas y se olvida a quien visten”.
5) A
ver, repita. Porque como dijo Goebbels, una mentira repetida adecuadamente
mil veces se convierte en una verdad. En ese juramento continuo, surcos
neurales se trazan hasta en la piedra. Y además, ¿por qué variar, por qué
tomarse la molestia de hacer las cosas de otra manera, porque alterar el orden
brahmánico de la creatividad inercial, huevona, de la creatividad sin
creatividad, por qué optar por la ruta de la estrategia diferenciada, por qué
arriesgarse a que el cliente, bajo acusación de desacato, nos arranque la
cuenta, nos bastardice? Mejor hundirse para siempre en la marea cortés de
códigos fijos, en la formulaeización, en el refrito infinito, en el eterno
retorno de lo cutre, en la incesante melodía cíclica y samsárica, y de
preferencia marimbesca. Todas esas campañas, más allá de la categoría que
representan, encallan en el mismo posicionamiento diferenciador; y si lo hacen
es que de diferenciador no tiene nada. Igualmente caen en los mismos valores y
en los mismos arquetipos (cuando una marca tantea una ruta arquetípica
distinta, rápido termina volviendo al imaginario patricio). Todas se confunden
pues en la misma pasta, y si bien se refuerzan a unas a otras, de un modo, a la
vez se cancelan entre ellas, incluso entre categorías distintas.
6) Las
identidades torcidas de la patriopublicidad. La patriopublicidad ofrece
muchas identidades torcidas. Por ejemplo:
La identidad uniforme.– No es que la
patriopublicidad esté construyendo genuina unidad, pero desde siempre ha dado
algo que se le parece: uniformidad, nutrida por sentimientos y códigos
clonados. La diversidad misma presentada es una diversidad de machote, es decir la ofrecida por la corrección
política.
La identidad irreal.– Verdad más
evidente no hemos de encontrar: la patriopublicidad no coincide con la
realidad. Esa patria pretendida por todos esos anuncios no existe. Y si existe,
existe en una suerte de parcialidad sospechosa, que consiste en concentrarse en
el pedazo menos infecto del país, poniéndole de paso una gruesa capa de
maquillaje. Ante la llamada Guatemala profunda, hay otra, huera, vana,
insustancial, sonriente y broncínea, con la cual podemos hacer un Frankestein de
apariencias; ante la puñetera pobreza de puños cortados, las producciones
millonarias para el verano o navidad; ante las coordenadas necrosadas que
pululan en el país, siempre los majestuosos sitios referenciales de gran plano (¡la
gran pirámide maya!); ante las ridículas condiciones de vida, la cotidianidad pasteurizada
que nos quiere mostrar que vivir en Guatemala no es solo un evento pasable,
sino en cambio fantástico. No hay nada que no se pueda meter debajo de la
alfombra de la megaproducción publicitaria.
Entre tanto, si un paisano en problemas llegase al restaurante o banco
de los hacendados en busca de algo de esa unidad abanderada que promueven en
sus jingles, sería prontamente escoltado a la puerta de salida.
La identidad no examinada.– Es decir una
identidad propia basada en lugares comunes y no en solidos enfoques culturales
y sociológicos. Antes de responder con sinceridad y hondura a la pregunta “¿qué
somos?”, los publicistas recurren a un nacionalismo de receta, asumido.
Identidad difusa.– No hay por parte de
las marcas una real explicación de lo que es la identidad. Y es que así lo
prefieren. Una identidad difusa captura más. La patriopublicidad se pierde simultáneamente
en abstracciones (como "nuestra gente”) o en sensaciones hiperconcretas,
por lo mismo desideologizadas, inclaras.
La identidad recibida.– Es la identidad
heredada, no creativa, clausurada. Desemboca en:
La identidad estanca.–
La identidad folklórica.– Una versión de
identidad estanca. Se inspira muchas veces inspirado en el indigenismo,
paisajismo y postalismo. No falta la comida típica.
La identidad barata.– La nación como
jingle, para empezar. Es la identidad de baja calidad. ¿Funciona? Sí, lo mismo
que funciona el fast food. Esta identidad dicta los límites de lo que es
culturalmente correcto y culturalmente deseable.
La identidad dominante.– La identidad de
esa parte de la nación que domina a las otras partes de la nación, y que por
ser la dominante es la propagada. Mayormente, estamos hablando de una identidad
criolla–ladina–dominante–liberal, que va rindiendo su versión monolítica de lo
chapín. Incluso el sistema de diversidades pasa por su filtro, por el filtro de
los sectores hegemónicos, excluyendo otras lecturas y versiones y reversiones,
ya no digamos decolonialismos. La diversidad propuesta es una diversidad ladina–
burguesa.
La identidad políticamente correcta.– Nos gusta la posmodernidad light, porque no borra realmente nuestra modernidad criolla, y da la impresión de apertura.
La identidad limpia y segura.– Limpia,
sanitizada, y sin dientes. La identidad safe.
La identidad amurallada.– Es decir la que prohíbe la identidad
global y universal. Su misión es
perpetuar en la mente del consumidor la extraña creencia de que un país es
mejor que otro por virtud del hecho de que creció ahí (Bernard Shaw dixit). Por
una vez nos gustaría una campaña en la cual se desafiara lo local y nos
presentara como seres universales o como seres de ningún lado (como aquella del
chocolate ROM, en Hungaria, que tenía por eslogan: “El patriotismo no te dará
de comer”). Por una vez nos gustaría una campaña que no sugiriera que este es
un gran país o el mejor, sino solo uno más. Lo peor es que esas compañías que
dan esos mismos mensajes, y que suelen ser transnacionales, lo han ido
adaptando fariseicamente de país en país, como Campero en El Salvador, o Gallo
en México.
7) Cero
principios. El nacionalismo ofertado por los sectores patriopublicitarios
es uno mediado por sensaciones, sentimientos,
a veces percepciones, pero raramente por principios, y cuando son principios
son principios cooptados.
Termino este artículo con una cita de
Camus: “Amo demasiado mi país para ser nacionalista”.
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