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Digna Ixcanul



Intenté ver una primera vez Ixcanul, una noche de lunes, pero fallé debido al tráfico rechinante. Lo intenté una segunda vez, y de nuevo fallé, esta vez porque se habían terminado las entradas (desde la mañana, me informó la señorita del cine). El tercer intento, al otro día, fue más dominante y conseguí entrar a una de las funciones de la tarde; para mi bienaventuranza la sala estaba semivacía. 
Semivacía: unas dos o tres parejas, un grupo de monjitas mal organizadas, y, delante de mí, dos chavas, que terminaron saliéndose, ridículamente, a media función. ¿Me permiten el estereotipo? Típicas chavitas adineradas, cuyo entendimiento cinematográfico apenas entra en algo que no sea meras risotadas tipo Ted 2 y películas secundarias de rauda edición. ¿Para qué las educan? Seguramente no para ver películas en kakchikel. 

Es –como se dice– la guerra de clases.  
En fin, me puse a presenciar cómodamente los trailers de los filmes venideros, entre los cuales estaba el trailer de otra producción nacional, me refiero a Hunting Party, de Chris Kummerfeldt, que me interesa ver, a lo mejor reseñar. 
Pero ahora Ixcanul. 
Ixcanul es una producción francoguatemalteca (La Casa de Producción / Tu Vas Voir). Como se sabe, en nuestro medio es imposible hacer filmes si no es conjuntando voluntades (sabemos que Ixcanul recibió algún apoyo del fondo de Cinergia/Hivos, un fondo que por cierto, y según entiendo, ha dejado de existir, tristemente). Siempre el cine es una cosa de equipo, pero intuimos que en Ixcanul la dinámica fue especialmente comunal, tal es la naturaleza de este filme importante. 
El director del mismo es Jayro Bustamante, que ha sabido entronizarse como referencia en el cine nacional por medio de esta su opera prima, una aventura heroica que ha venido arrasando con premios en todos esos festivales, a lo largo y ancho del circuito internacional.
 
 
La cosa indígena

Empecemos por decir que Ixcanul está basada en una historia real o varias. Claro es ficción, y no hay por qué andar de policía fiscalizando o buscando naturalismos absolutos. Pero el aroma de la realidad –de la realidad indígena, en este caso– está siempre allí. 
Ixcanul –sencillez, equilibrio, crudeza, solidaridad, embrujo– nos cuenta una historia triste en el seno de una finca de café. Desnudez elegante y dura, en tanto que nos va mostrando, pero no de modo ideológico o programático, aunque sí comprometido, la rugosidad y vómito de la vida campesina y del negado sujeto indígena y rural. 
Momentos fuertes, apreciables: ante la edulcoración (boba) (huera) de campañas tipo no–se–olvida–de–donde–se–viene, se aprecia esta película seria y ritual que está lista para competir por un Oscar a mejor película extranjera. El filme no renuncia a la honestidad característica de nuestras mejores piezas audiovisuales (las de un Julio Hernández, por caso). 
Que la película esté dialogada mayormente en kakchiquel no es de verdad poca cosa en un país en donde el trato cultural y lingüístico ha sido tan asimétrico, y siempre codificado para servir los intereses del cartel liberal criollo. 

Esto es relevante, demasiado relevante como para no mencionarlo: vivimos en un sitio en donde los sectores hegemónicos siempre han minimizado y estandarizado el gran cuerpo verbal que nos distingue, el gran hervidero de idiomas que cruzan nuestro territorio como un tejido cromático. Esta estrategia, oscura y permanente, es una forma oblicua o directa de denegar las libertades civiles de los pueblos indígenas, y de defender la propia viga idiomática, pues quien controla el idioma lo controla todo. 
Si los diálogos capturan el ritmo e idiosincracia kakchiquel o en general indígena, no lo sé, porque lamentablemente no sé kakchiquel, pero a distancia, y con la ayuda de los subtítulos, da la impresión que esos diálogos están bien emplazados, y funcionan. 
No es la primera película con el tema indígena, claro, pero esta nos ha gustado por su franqueza, por no andar en excesos patrioteros o nostálgicos de bon sauvage, ni en veredas necesariamente bucólicas.

En las veredas de Ixcanul, de hecho, las vacas mueren sin ninguna piedad. 
Llama la atención cómo la película se acerca al tópico del sexo de los indios, ese sexo a veces artesanal, clandestino, de empujón, con sabor violante, de inseminación barata. Sin embargo, la historia no cede al tremendismo carnal, al contrario. Lo de María, la protagonista, montando un árbol es una imagen glandular que pudo haber quedado muy efectista, y no lo hizo. 
La película también da una mirada real a la cotidianidad indígena de peonazgo, tal y como se sigue viviendo en muchos lados en el país (y no se ve que eso esté cambiando). ¿Cómo enfrentar este contexto, que nada tiene que ver con el progreso prometido de los políticos? ¿El seco, primordial, hierático, ofídico, contexto del mozo finquero? Es una cotidianidad en donde la preocupación constante es la sobrevivencia y el trabajo, el oficio regresivo y colonial. 
Más allá de un ocio desagradable de aguardiente, vómito y pura inconsciencia, solo queda el lazarillismo para ir jalando con la pobreza. En efecto, la finca es un mundo–mónada con sus políticas y pactos elementales, que demanda cierta tacticidad callosa. Si uno no se adapta a sus rutinas y carencias, entonces la opción es cruzar los desiertos hacia los Estados Unidos, uno de los temas periféricos del filme, el de la inmigración, quizá innecesario para fines de trama, excepto que el mojado es el ausente, y el ausente es de quien no podemos prescindir. Allí está el personaje de Meme: ausente como amante, ausente por migrante, y ausente en su paternidad: es decir, padre ausente. 
Hablábamos de las políticas y pactos elementales de la finca. Conviene hacer surgir el tema de la boda arreglada. Es lo mismo que en la India. Es la India. Otra clase de amor es imposible. La misoginia no lo permitiría. La mujer, y con ella sus frutos, son nomás básicas mercancías, commodities. La película se nutre del tema del tráfico de niños, por un lado, y del aborto por el otro. En efecto, para mantener el inconmutable orden sociopatriarcal hay que dar al propio hijo en holocausto: abortar. La maternidad afectiva es negada por el dictum machista, que además es uno de deslealtad y de cainismo. Es lo que representa el personaje de Ignacio, el ya ladino, que engaña a los suyos, y no los traduce. 
El linaje materno en cambio abre la vía a ciertas complicidades e intensidades emocionales que el filme va revelando, y es donde la crisis de la historia alcanza su verdadera humanidad. Bien mirado, es solo en ese linaje en donde hay una comunicación e intimidad auténticas, como se ve en las escenas en donde madre e hija se están bañando desnudas, una y otra en contacto real. Sin embargo, es un linaje que está al servicio del varón y funciona en sus términos. 
Lo cual no quiere decir que no tenga poder. ¿Qué harían de hecho los indígenas sin este linaje misterioso, intraducible, es decir, cómo podrían enfrentar el régimen de ignorancia y de expolio, la injusticia automática a la cual son sometidos? Este país fue creado para sojuzgar a los indios de trajes raídos y cansados. Un muro cultural de hierro divide al indígena del ladino, y solo es removido momentáneamente cuando se requiere algo de aquel, en una transacción que lejos de ser fraternal, es altiva. 
La película nos lleva por un momento a la polis ladina con sus hospitales babélicos y caóticos que no tienen mayor consideración por estas mujeres indígenas, y a quienes ya solo les queda la ofrenda y la plegaria: un rezo en un funeral. 


Contexto y personajes

Ixcanul es una historia establecidamente guatemalteca, una historia del mundo rural guatemalteco. Una historia, para más detalles, que ocurre en una finca de café, y me parece que la película no falla en trasladarnos algo de esa implosividad propia de las fincas y plantaciones. Ya se sabe que las fincas son legisladas por atmósferas y ritmos propios. Entrar a una finca es como entrar a otro tiempo. 
¿Hemos dicho ya que la película fue filmada en San Vicente Pacaya? El crew se trasladó a vivir a la aldea El Patrocinio, y desde allí fue buscando esa relación cinematográfica con el volcán, receptáculo directo de esta narración, y un setting magnífico y operático, con su ceniza/arena y su elementalidad. He escrito en otra ocasión que nuestro símbolo nacional debiera ser el volcán. 
Véase Pacaya como el personaje mismo de la película: granítico, indiferente, ni siquiera hipostasiable, pero personaje al fin. El volcán al que se da ofrendas y no da, al parecer, nada de vuelta, en su extranjería mineral. Quizá sudor, miseria y falso amor. 
Otros personajes del filme son la joven María (María Mercedes Coroy), indígena de nombre católico, con su rostro como de Luis González Palma, ya presente desde la primera toma: dignidad seca y directa. En el momento en que le ponen el corte, en un ritual entre crudo y zen, su destino está escrito y echado, por otros, y para otros. 
Luego está la madre de María, es decir Juana (María Telón), una mujer sensible y recia, con algo de bruja, de celestina, de comadrona. Su actuación ha recibido elogios. 
Los personajes masculinos son un tanto más monolíticos y menos matizados. Así lo pedía el retrato, de egoísmo agrio y agriario, del sujeto masculino. Allí los tienen: el padre Manuel (Manuel Antín), el novio Pepe (Marvin Coroy), y el capataz Ignacio (Justo Lorenzo). Personajes estos de un solo nombre, porque así funciona este anonimato indígena, esta incognitividad en la que se les mantiene. 
Por cierto, cuando hablamos de todos estos personajes, no estamos hablando de un cast profesional, sino de uno salido mayormente de la nada, y por lo mismo tan interesante.
Así como el volcán, hay otros personajes no humanos, me parece, como los animales, y entre ellos el coche al que de plano le llega su sábado, en un momento bello, áspero y feral. Hay que reconocer que los animales son los indígenas de los indígenas, los explotados de los explotados, salvo la serpiente, la reacia serpiente, con su espuma oscura, que muerde a María (para exclamación de las monjitas en la sala). La parte de María ahuyentando serpientes nos ha gustado algo. 
El alcohol mismo es un personaje a su modo, propiciando esas dipsomanías rurales, cantinescas y maximonales. Es un mundo de aguardiente (aguardentoso, hubiera escrito Asturias, quien por cierto, de un modo, está presente en esta película). El indígena no bebe el alcohol: el alcohol se lo bebe a él. Entre el patrón y el alcohol, se lo van consumiendo, estacionalmente. 


Unas impresiones
No he venido a trocear la película, que me ha gustado. Diré un par de cosas que a mi parecer pudieron haberla elevado. 
En términos formales, Ixcanul asume la simpleza, que rima con su mensaje cinematográfico. Guión simple pero firme, con escenas correctas, hechas con cuidado, meditación y detalle. Es una película muy equilibrada y segura, y casi no se detectan excesos o inutilidades (alguno que otro diálogo buscado). 
Lo cual es bueno, aunque uno pensaría que se hubiera podido beneficiar de ciertos desequilibrios, por momentos. A veces hubiera querido uno que Bustamente se permitiera ciertas exageraciones, experimentalismos, saturaciones o densidades formales, en ciertos puntos clave. En lugar de ello optó por rendir una sucesión de escenas realistas, mondas, pacientes, a ratos pánfilas. Ni siquiera en sus instantes más periféricos y delirantes (como el de los rezos) pierde del todo la rigidez y la compostura. 
Asimismo, creo que se hubiera beneficiado de un poco más de humor satírico, esperpéntico e imposible –siempre vuelvo a Kusturica–. Pintar mejor ese lazarillismo del cual hablábamos antes, eso hubiera requerido ciertos registros bufones.  
Me gustaría decir que aún siendo una película tan legitimizadora para los guatemaltecos, creo que le puede resultar más intrigante a un extranjero que a un nacional propiamente, más familiarizado con los mundos que presenta. Para un nacional, por lo menos para uno con cierta sensibilidad, muchas de las cosas aquí puestas son cosas ya vistas y leídas.  
En términos generales, no es una película que va a romper el canon cinematográfico, pero es una película muy decente, y realmente es dignísima. 
Nos han quedado en la memoria ciertos fotogramas meritorios: así los pardos del volcán, que son emisiones visuales logradas y mágicas. 
Sigo aplaudiendo que Ixcanul no haya optado por la ruta pintoresca. 


Afuera

Me quedo viendo los créditos hasta el final, y disfrutando la canción que cierra, el Bolero de Ixcanul, imperdible, mientras pienso que este es un buen momento para ir promocionando un filme local como el que nos ocupa: Guatemala está en los ojos del mundo. 
No sugiero que su éxito sea dependiente de nuestra mera coyuntura política. Desde el Oso de Plata en Berlín sabíamos que había algo solido allí. No vemos por qué no podría ganar en los Oscar, en la categoría de mejor película en lengua extranjera. 
Como sea, 2015 ya ha sido un buen año para Ixcanul, pues ha ganado muchos premios: Berlín, Guadalajara, Cartagena, Toulouse, Lima, Italia, Eslovaquia, Santo Domingo... 
Salgo del cine hacia los pabellones del centro comercial. Salir de ese mundo de finca de Ixcanul a este mundo de vitrinas hiper–resplandencientes resulta ser una experiencia desorientadora. 
En este centro comercial rara vez se ven indígenas. Pero aún así, mientras avanzo hacia el parqueo, veo a una indígena de corte. Si me lo preguntan, ella también parece un poco desorientada. 

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