Escribir sobre Juego de Tronos: una mala idea. ¿Por qué meterse a escribir sobre una serie tan inagotable como esta, una serie, además, que ya ha sido tan comentada, tan escrita?
Pero de otra parte: ¿cómo no escribir sobre Juego de Tronos?
La
conversión
En fin, por el principio. ¿De qué manera
llegué a Juego de Tronos?
Un proceso religioso, realmente. Empecé
como un no creyente, un ateo.
Juego
de Tronos (a partir de
aquí: JDT) me era por completo
indiferente. Como el bastardo Jon Snow, yo tampoco nada sabía.
De otra parte, y como ya he explicado en
otro lugar, suelo mantener una distancia de las series –salvo alguna de vez en
cuando– porque demandan una atención cinéfila unipuntual, y siendo reseñista de
cine, para mí lo ideal es catar materiales audiovisuales y fílmicos constantemente
distintos. Y pasa que cuando me meto a ver una serie quedo secuestrado por
semanas y hasta meses por ese mero producto, por ese mismo vino.
Por esa y otras razones, no me había
fijado en JDT.
Mi mujer, en cambio, sí. Y con qué celo.
Y con qué ardor.
Cuando la estrenaron en HBO
Latinoamérica (recién hace poco) decidí ver de qué iba la onda: quedé prendido.
En cuestión de un capítulo –el primero– pasé de ser un réprobo a un converso, y
a eso siguieron maratónicas semanas de inmersión en las aguas de JDT. De pronto todas mis referencias en
Facebook tenían que ver con la serie. El proceso de transformación fue tan
súbito –y tenebroso– como el de un licántropo en luna llena.
Me fascinó el exigente cuidado, el
detallismo, la verosimilitud y hercúleo realismo.
Me fascinó el producto filmado sin
extravíos, clásicamente, con maestría y sensibilidad cinematográficas.
Me fascinó la cabalgante –pero controladísima–
trama. ¿Quieren aprender alguna cosa sobre cómo contar una historia? Vean JDT. Sumérjanse en su orbe épico, que
emana innumerables tramas y subtramas y espacios y tiempos prodigiosos.
En literatura, a eso se le conoce como worldbuilding, y es de hecho muy difícil
de lograr: arquitecturar un vasto mundo, con todas sus superestructuras
ideológicas, su mapa extenuado de reinados, capitales y ciudadelas, con su argumento
histórico de envergadura: una proeza digna de ser cantada, por todas las generaciones
por venir.
Aparte, JDT me capturó por su temperamento marcial, duro, eviscerante, poblado
de testiculares señores impiadosos e implacables mujeres venenosas, poderosos
amos y cortesanas patricias en conflicto perpetuo, que siempre buscan doblarle
a todos la cerviz, y están dispuestos a levantarle la piel al primero que se
oponga.
Y sin embargo, por toda la sangre que nos
muestra, JDT descansa sobre un
lirismo y sutileza encantadores, y es de sí una serie muy literaria (eso se ve claro
en los magníficos diálogos). El humor es delicioso, y hay una inteligencia y un
refinamiento y una estética siempre de fondo.
Una genialidad de la serie es la manera
en que alea lo fino y lo procaz.
Luego no hay modo de no amar los
personajes, que se van interconectando de un modo fenomenal y con quienes
establecemos un inevitable rapport,
incluso con los más perversos.
Personajes, qué se entiende.
Las atmósferas y el arte y el vestuario
y los efectos y la música entera y la dirección de arte y el utillaje sirven
para ir tejiendo con talento virtuoso un producto audiovisual de veras apasionado
y apasionante, entretenido y artístico, que se ha impuesto en el ambiente con autoridad,
transformando milagrosamente las reglas del juego televisivo, llevándolo a
alturas heroicas, más allá de los límites conocidos, serialmente hablando.
Así pues, y como ya se han dado cuenta,
pasé a ser un fanático, un completo entregado.
Allí me tienen esperando la próxima temporada como un junkie espera su próximo
fix.
Estamos a medio palo y en capilla
ardiente.
Juguemos
a los Tronos
Nada comparable a la emoción de
contemplar la intro de la serie, ya saben, ese mapa renderizado de capitales y
lugares geoestratégicos que se erigen, catrastralmente, al profundo sonido de
la hímnica melodía residente de JDT, y
que más que ser un mapa es una historia en sí misma, una narrativa
desocultándose hasta su irrevocable final.
Por supuesto, esta emoción no me
distingue, más bien me confunde con millones de millones de otros seres
humanos, que flotan como luciérnagas en la noche de la pleitesía de JDT.
Una base de fans gigantesca. Todos
comentando los últimos sucesos de la serie, distribuyendo leaks y spoilers,
especulando sobre el argumento, piratizando los episodios, rolando escenas
desaparecidas, viajando al stand de Game of Thrones en Comic–Con, vistiéndose
de Khaleesi en Halloween, jugando juegos episódicos basadas en la serie,
comprando tazas conmemorativas.
Y todo el resto.
En efecto, JDT es un mundo que ha generado un mundo alterno dentro de nuestro
propio mundo.
Y no es para menos. Es la serie de HBO
más vista hasta la fecha, y este año nomás se llevó doce Emmys en la categoría
serial, cosa que nunca había ocurrido.
Podemos apreciar el hecho de que, si no
fuera por JDT, HBO hubiese quedado
muy disminuido en ese otro Juego de Tronos que es la competencia de las series
televisivas.
La
serie total
JDT
es un artículo
televisivo americano de gran entretenimiento, que empezó en 2011 y lleva cinco
temporadas. Su inceptum es la serie literaria
llamada Canción de fuego y hielo, de
George R. R. Martin. Martin es un autor de fantasía / ciencia ficción / terror
que ha ganado sendos premios del tipo Hugo y Nebula.
Hasta qué punto el programa televisivo es y sigue
siendo reflejo del material escrito, lo ignoro, puesto que no lo he leído, pero solo recibiendo las líneas argumentales uno presiente que Martin es un autor
cocinado en su género: allí no hay cabos sueltos, no hay circunvalaciones poco
creíbles, es fantasía de calidad.
En la serie televisiva propiamente, de
los productores y directores David Benioff y D. B. Weiss, se mezcla la más fina
imaginación con la más cruda realidad, en una ambientación de tipo medieval que
me recuerda ciertas lecturas juveniles que, ay, ya no volverán.
Una serie muy presupuestada. Tirar la
casa por la ventana no ha sido, al parecer, un problema para JDT, que sabe cómo invertir cantidades
fantásticas de dinero para luego recuperar, con toda seguridad, y con muchas
creces, lo invertido.
Queda por supuesto la pregunta: ¿durante
cuánto tiempo más seguirá la serie? ¿pasará de las ocho temporadas?
No puede preocuparnos la falta de
audiencia. Que JDT sea una serie tan
cruda, tan cainita de espíritu, no le ha impedido, más bien lo contrario, amalgamar
una nación enorme de seguidores, y muy variada en cuanto a psicologías,
semblantes y edades (aunque claro, sigue siendo una serie mayormente para
adultos).
Y es que la serie es puro asombro. JDT ha conseguido algo ya muy arduo en
pleno siglo veintiuno: que el pasmo y emoción no bajen. Es un estado de
permanente tensión y shock. No hay temporada y capítulo que no contengan
escenas crispantes. Las aventuras (que transcurren en grandes ciudades
totémicas o bien en raudos senderillos) no terminan. La danza de eventos y cambios
de fortuna es constante. El miedo táctil a lo que puede pasar, la expectación
paranoica, por tanto, no sucumben. JDT
no pareciera una mera serie de televisión, sino más bien una obra de hechicería,
con, estadísticamente, muy pocos momentos de bazofia y desperdicio. Por lo
general los finales de cada capítulo son apoteósicos, significativos, sublimes y
completamente estéticos.
Hay que acreditar la serie por conseguir
expandir los límites de lo que es mostrable a la gran audiencia, y también por
romper ciertas reglas narrativas sagradas, por ejemplo matar a los héroes
cuando les da la puñetera gana. Desde el momento en que el primer Stark fue
decapitado sabíamos que JDT era una
cosa distinta, que no nos iban a dar leche tibia, que con la leche de la teta
venía un arsénico profundo, y sin embargo seguimos libando, obedientes, o bien agradecidos
por encontrar por fin la clase de entretenimiento que nos dice algo real, algo serio, sobre nuestras propias existencias.
Hay otras series geniales, eso nadie lo
puede negar. Pero JDT, siendo tan específica,
es que lo tiene todo. Es la serie total. Y por eso conecta con tanta gente. Por
eso reditúa de la manera que reditúa. Por eso compite de la manera que compite.
Y por eso la audiencia es masiva y es de culto.
El culto es a la serie y por supuesto a
sus personajes–actores. Peter Dinklage, por mencionar alguno, el que hace del
enano Lannister, es ya todo un fenómeno televisivo, que ha conseguido darle a
los enanos una categoría de sex appeal
nunca antes vista.
La serie, de temporada en temporada,
siempre va dando nuevos personajes, y por tanto siempre hay nuevos,
estimulantes actores, protagonizando. Pero luego resulta que sus propios personajes
son asesinados...
En algún sitio ya prepararon tu condena,
dijo el poeta.
Cuando mi mujer comprobó mi conversión a
JDT, se puso feliz. Sin embargo, me
dio una sabia recomendación: “No te apegués a ningún personaje”.
¿Por qué no le hice caso?
Un
asunto de poder
Con la muerte del Rey Baratheon, adviene
una desintegración y atomización de lo que hoy llamaríamos el mapa geopolítico
de Westeros. Adviene una alacranizada lucha por la legitimidad del control
total de todas las comarcas. En cada región, una narrativa bélica se establece,
y así, vamos saltando de locación en locación con emocionante ritmo. King´s
Landing, Winterfell, Lannisport, Gulltown, White Harbour, Old Town... En todos
esos lugares –y en los lugares que los conectan– distintas figuras se
mueven, produciendo un tablero cada vez más rapaz y dinámico.
Con lo cual llegamos al tema
cohesionador de Juego de Tronos: el poder.
El poder que sublima y el que carcome;
el que apacigua y que enriquece; el que fascina o destruye; el darwiniano poder;
el poder que va de la simple bribonería al más puro fascismo; el poder
puramente físico o el ya puramente sobrenatural…
Quien dice poder dice lucha por el poder.
Que es decir lucha por la tierra, los recursos, las consciencias y las
lealtades. La lucha por la polis, en
suma.
Por supuesto, el máximo poder en un
lugar como este es el poder de matar, y correlativamente el poder de vivir –de
sobrevivir. Lo cual explicaría tantas peleas individuales y colectivas (coreografiadas
increíble y monumentalmente). Peleas que dejan tras de sí un mar bermejo de cadáveres.
¿Quiénes quedarán de pie, luego de la
gran masacre? ¿Qué simientes conseguirán pasar la prueba?
La sangre levanta ciudades de sangre. Es
difícil perdurar en un lugar en donde el poder tiende a degradarse en maldad
directa. Una poza cruenta de gore, tortura y sadismo. Un entramado de
pesadillas individuales que convergen en una amplia pesadilla orbicular. La
serie nos hace sonreír, pero sobre todo nos hace vomitar. Bienvenidos a la condición
infrahumana.
Y no es que en el mundo de JDT todo se reduzca a la sobrevivencia
basal. Hay hedonismos, hay vinos, hay risas, hay sexo (mucho sexo, muchas voluptuosas
y lascivas escenas sexuales). Pero como todos los temas de la serie, el sexo
también está unido al asunto metatópico del poder y de la guerra.
Porque el poder es la guerra. Y la
guerra de JDT es una en donde todos
se pelean con todos, hacia todos los lados y de arriba a abajo. Las clases
altas se pelean entre sí y se pelean con las clases bajas, que a su vez se
pelean entre ellas. Hay aplastamientos e insurrecciones sociales. Vasallajes y
venganzas. Domesticaciones y abandonos imperdonables.
Y mientras los vivos se pelean entre sí,
los muertos se pelean con los vivos, y de vuelta.
Muchos actores e instancias entran en
este Juego de Tronos. Poderes formales y fácticos. Guerreros, políticos,
sacerdotes y mercaderes van captando cada cual a su manera el destino
ensombrecido de los seres, y tomando decisiones que van tejiendo karmas irrompibles.
No siempre la guerra es frontal. Hay
otra guerra angustiante que es oblicua, de estrategas y mandarines y eunucos y espías
de temer. El aprendiz de político puede ver JDT
(o House of Cards) y por contagio se
tornará un experto en asuntos criptoadministrativos. Aprenderá el arte del lobbying,
cómo hacer alianzas, cómo arreglar matrimonios, cómo dirigir a distancia
esbirros, rufianes y prostitutas. Aprenderá a transitar entre la alta y la baja
política, entre la guerra sutil y la cruda batalla, entre las manipulaciones
susurrantes y las coercitivas domesticaciones, entre los cómplices dormitorios
y las infinitas ofensivas imperialistas.
Parte del interés que nos ofrece la
serie se encuentra al nivel de lo que comúnmente llamamos lealtad y su anverso
ineludible: la repugnante traición. Véase cuántos pactos y despactos cruzan JDT, en un ajedrez agusanado e
intrigante. La táctica ocupa un rol avanzado aquí (más no siempre funciona) y resulta
de ello una colisión constante y sangrante de diplomacias y emporcadas argucias.
De todo esto extrae el espectador una fuente de placer mental, no exento de
perversión.
Lo intelectual de la serie no mata lo
mágico. El poder en JDT se refracta
en toda clase de poderes sobrenaturales (shapeshifting, nahualismo, dragones, demonios,
zombis, etcétera). Así pues, lo oculto y lo misterioso ocupan un lugar muy
especial en la serie, y sin embargo no es un recurso, el de lo maravilloso, del
cual se abusa (puesto que JDT no
tiene una naturaleza escapista) sino solo un elemento más en el mandala total de
la serie.
Como sea, no importa la cantidad de
fuerza disponible, física, estratégica o mágica. Al final, cada quien termina
recibiendo lo que merece, lo que el karma o el azar, o ambas cosas, le hacen
merecer. JDT es una cátedra de la
causa y el efecto, por un lado, y del azar y lo imprevisible, por el otro. En
cierto modo son lo mismo. Nadie escapa a este monstruo de dos cabezas: lo
fortuito y lo necesario.
Termino esta sección diciendo que en la cosmología
budista se habla de un tipo de seres llamados asuras (titanes, en Occidente).
Son esos que están constantemente luchando por el dominio divino. Muchos de los
personajes de JDT se mueven, yo
diría, en el registro psicológico de los asuras. Ahora bien, la frustración de
los asuras es que nunca terminan de conquistar el poder que tanto anhelan. Lo
cual es perfectamente normal, siendo el poder lo que por definición se pierde.
No existe tal cosa como el control absoluto y duradero sobre los otros y lo
otro.
No hace falta ser un genio para darse
cuenta que el símbolo de la serie es la espada; y son mil espadas las que
cruzan el Trono de Hierro.
De
la fantasía a la realidad
Se puede malinterpretar que JDT es mero escape: ningún error más
grande. JDT es un juego muy serio y
muy real. El realismo lo consigue a través de cinco estrategias básicas: 1) partir
de un fondo histórico tangible; 2) asentarse en espacios de veras existentes; 3)
poner la fantasía al servicio de la realidad; 4) llevar las cosas a su nivel más
visceral; 5) y crear personajes vivos.
Veamos:
1. Está claro que JDT es una serie de ficción fantástica, ¿pero se aparta categóricamente
de la historia real?
Yo diría que hay un fondo de realidad
histórica en esta serie de fantasía. ¿De dónde sino de la realidad es que
provienen todas esas masacres y envenenados y guerras cruentas? Intuimos en JDT una vivencia indirecta, pero dable,
de nuestra propio relato humano. El argumento, pues, no es un argumento
completamente imaginario.
Esas ambientaciones caballerescas y
escenografías feudales no es que surjan ex
nihilo: se inspiran, más allá de las licencias de la imaginación, en cosas
rastreables en nuestra propia memoria. Por tanto, podemos decir que lo mucho de
lo que vemos en la serie (e. g. las campañas de guerra) es más o menos como
debió haber sido en la realidad.
(Nota: aún siendo JDT una serie de corte medieval, lejana de época a nuestros días,
no nos sentimos alienados respecto a sus argumentos y ambientes y lenguajes: todo
ha sido calibrado perfectamente para que el rapport
no se pierda, y por ende no se abusa de cualquier recurso casticista. Lo
antiguo, más que duplicado, es sugerido, y cuánto mejor: si la precisión fuera perfecta,
el aliento general de la serie no sería, paradójicamente, verosímil.)
JDT tiene una cierta habilidad para comprimir
atmósferas pretéritas verídicas y transformarlas en ficción. Lo hace de varios
modos, y uno de ellos es situándose en una coordenada de transición, en un cruce de tiempos.
O lo que podríamos llamar un auténtico mélange d´époque. Por tanto tenemos
prototribus más o menos ferales; agrupamientos como salidos de la Edad de
Hierro; asentamientos agrícolas con viejas religiones; luego tenemos el
encuentro de los viejos y nuevos dioses (eso hubiera hecho las delicias de
Cioran); el medioevo puro (con su vasallaje y esclavismo famélico y leprosante,
su política de simiente y sangre real, su presentido cristianismo, que por
supuesto no se llama así en la serie); la preburguesía y el incipiente
capitalismo con sus bancos y mercaderes a quienes los nobles les pignoran sus
reinados; hasta una incipiente política nacional y moderna; e incluso ciertos
toques contemporáneos. El enano Lannister, por ejemplo, nos da algo de ese cinismo
posmoderno y de la consideración por las minorías. Los que han visto la serie
saben que hay referencias constantes a lo gay y al asunto de género, por caso).
No sabemos cómo terminará JDT, pero para mientras, la historia se
desarrolla de un modo hiperfluido, galopante y dinámico. Un episodio no visto y
ya todo ha cambiado. De subtrama en subtrama, la evolución es evidente. Esta
increíble sociedad global que es JDT va
integrando saltos meméticos y circulando a través de distintos rostros
culturales (con alusiones veladas a la cultura persa, mediterránea, nórdica,
cristiana, renacentista, etcétera).
Por las razones antes expuestas, yo llamaría
a JDT una serie histórica de fantasía.
Pero no apenas una historia del pasado: también una historia del presente. Un
comentario social de nuestros días.
2. Así como el tiempo–historia de la
serie nos conecta con nuestra realidad, también lo hace el espacio en donde
transcurre. Nuevamente, estamos hablando de un espacio mítico, inexistente,
tolkienesco, pero dentro de ese contexto de los Siete Reinos, con sus ambientes
forestales o ya marmóreos, podemos encontrar conexiones con nuestro espacio
real, con nuestra existente estética geográfica. Ese mundo espacial de JDT bien puede ser el nuestro, y lo es.
Claro, está para empezar el espacio
elemental, que es igual al nuestro. Hay territorios de tierra, agua, fuego y
aire; frondosos, invernales, desérticos o abiertos espacios, que podemos llamar estados del alma.
(Esos distintos territorios tienen en la serie un color, una
tonalidad explícita. Winterfield por ejemplo es azuloso y oscuro. Lannister es más
bien esplendente o dorado. Etcétera.)
Por supuesto, si algo comparten el mundo
de fantasía y el mundo real son las locaciones. Tómese en cuenta que JDT es filmada (en rodajes, calculo, de
millonaria parafernalia, que hacen ver la trilogía del Señor de Los Anillos como un juego de niños) en lugares muy
verídicos como lo son Irlanda, Malta, Marruecos, Croacia, Islandia.
Aquí es donde mejor se mira que esta
serie no habla de otro mundo, sino del nuestro, con todos sus distintos sabores
culturales, landmarks, pueblos y rostros tangibles y nativos.
3. Está claro que JDT es una serie de fantasía, sí, pero yo le llamaría fantasía calculada. Ustedes fíjense: nunca
se abusa de la misma, y por momentos incluso es casi homeopática de dosis. Pero,
sobre todo, la fantasía está subordinada al realismo de la serie.
4. Otra forma en que JDT consigue realismo es que lleva las
cosas a su nivel más visceral. Es el reinado de la viscerancia. JDT es una serie intestinal que se
siente profundamente en los intestinos. Me considero una persona gory, que
escribe cositas oscuras pero JDT es que
me dejó lívido y trabado, traumatizado en no sé cuantas ocasiones. Cosas
espantosas, testamentarias y teratológicas ocurren en esa serie, cosas de las
que prefiero no hablar aquí.
Y si bien es cierto que lo barbárico y
realista se compensa con el buen gusto, no he podido quitarme de encima esas
imágenes terribles de envenenados, degollados y masacrados. Despierto
en la noche, sudando, envuelto en paranoia: ¿terminaré yo mismo defecado,
emasculado, colgado de un gancho de metal, con las carnes desolladas, sangrando
del costillar, purificado por sangre o fuego, hecho pulpa? ¡Confieso, abjuro!
(¿Se va habituando el espectador a tanta
crudeza, se va habituando al alarido, a la trituración, al horror? En cierto
nivel sí, pero en otro sentido no estoy seguro que eso sea cierto. El negro
asombro y el asco continúan, capítulo a capítulo, tendón a tendón.)
5. Los personajes de JDT son grandes personajes (¿pero no hay
uno pequeño?) y cada uno con su encanto, con su gran o mínimo talento, con su íntimo
coraje y cobardía. Son personajes de todas las razas y temperamentos. Puede
tratarse de personajes fastuosos, dorados, palaciegos, enjaezados y cortesanos;
o bien puede tratarse de individuos simples, analfabetas, hedorosos y bárbaros.
Unos son patricios venecianos y otros burdelescos y adustos mastines. Y con
frecuencia ocurre que son los nobles los más bestiales, sádicos, profanos y
carceleros, y que los otros tienen un cierto toque de nobleza y santidad, de
albo compromiso. Ocurre que las reinas son prostitutas, y que las prostitutas
son, entonces, como reinas.
Entiéndase que hay siete conjuntos de
personajes principales (aparte de todos los secundarios) representados por las
siete familias o casas o potentados: Arryn, Baratheon, Greyjoy, Lannister, Martell,
Stark, Targaryen, Tully, Tyrell.
Cada familia tiene su propia historia y
su set de personajes con su historia individual. Y todas esas historias y
subhistorias familiares se van mezclando unas y otras, dando un mosaico tremendamente
rico y complejo.
Ahora bien, lo extraordinario, lo
increíble, es que no nos perdamos en esa selva infinita de circunstantes. Todos
son memorables. ¿Cómo es eso posible?
Tiene que estar vinculado al hecho de
que todos los personajes son tan queribles y tan odiosos, tan atractivos y tan
deleznables, tan venturosos y tan hijueputas, a la vez. Y si son tan queribles
y tan odiosos es porque son de veras humanos. Es de esa humanidad de la cual se
para uno enamorando. No hay personajes buenos o malos aquí: todos son buenos y
malos por igual. Hasta los dragones tienen claroscuros. Es como en la vida real.
Son personajes vivos y de verdad. Uno
puede sentir su evolución conforme van pasando las temporadas.
¿Cómo tomar partido? Hay preferencias,
claro, pero percibimos que todos los personajes tienen valor, y a todos
lloramos cuando se van, porque todos al final se van.
Cada ser es un himno destruido, dice un apotegma de Cioran. No hay mejor frase para describir a las pobres almas que pueblan este tenebroso Juego de Tronos.
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