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Apuntes jurados: crónica personal para un concurso literario

Eso de ser jurado en el Certamen Nacional BAM de Cuento 2016 me dio la tremenda oportunidad de observar un premio de letras desde dentro.
        
He participado muchas veces en certámenes de esta naturaleza, algo de todo punto emocionante. Pero no menos emocionante es formar parte de un jurado literario.
        
Puede decirse que la experiencia es ya por derecho propio una historia, una narración, un viaje.
        
Siendo un viaje, es normal que yo pensara en algún momento: ¿por qué no hacer una bitácora del mismo en las redes sociales mientras está ocurriendo?
        
Y así fui creando un cuerpo de apuntes –entre tuitcast y diario– alrededor del proceso mismo de selección de obras, que llamé Apuntes jurados.
        
La idea de estas notas espontáneas era establecer alguna clase de conexión con el participante, que generalmente envía sus cosas y luego ya no sabe nada. ¿Por qué condenarlo, como es lo usual, a la incertidumbre y a una larga espera de meses en forma de silencio? Se me ocurrió que podría ir comunicando algo del  concurso, sin revelar por supuesto nada del mismo.
        
Los apuntes los fui soltando en forma de aforismos en Facebook/Twitter, incluso compulsivamente, para irritación de algunos. Lo que no sabían esos algunos es que yo iba a hacer un texto –este texto– con todas esas anotaciones. 


El jurado
          
Fue Luis Fernando Cáceres –gerente de marketing de BAM– quien me invitó a ser jurado para el concurso.
        
A Luis Fernando Cáceres lo conozco desde hace algunos años. A veces me comisiona textos, porque sabe que el diseño verbal es de hecho una parte importante de las comunicaciones de cualquier empresa, en este caso BAM. Un ejemplo claro de cómo el mundo empresarial no tiene por qué ser ese nido genético y comoditizado de ignorancia y mal gusto, todo lo contrario. Y de cómo el mecenazgo sensible también puede construir valor de marca. Con diez tipos como Luis Fernando se podrían hacer cosas realmente alentadoras en el paisaje cultural (ese yermo, ese cráneo) desde lo privado. Por medio de la institución que representa, Luis Fernando apadrina toda clase de proyectos estimulantes, y no solo en la cultura –aunque por supuesto la cultura es el área que más me interesa, por razones obvias, y en particular la literatura.  
 
Es de su mano, pues, que ha salido el mayor concurso literario que tiene actualmente este país. Mayor por el premio como tal –el dinero, la edición– y mayor porque se enfoca exclusivamente en nuestros autores nacionales y mayor porque es un certamen fresco y vibrátil que viene a remozar el ambiente de las letras. ¿Vamos los escritores a darlo por descontado? ¿A devaluarlo o ningunearlo? Para mientras, a los jurados nos tratan con mucha dignidad.
        
El jurado original del premio estaba constituido por tres personas: este servidor, la escritora Ana María Rodas, y un viejo compañero de aventuras, José Luis Perdomo. Luego Ana María –que entró a ocupar el cargo absorbente de Ministra de Cultura– fue sustituida por Carol Zardetto.
        
Eso de construir un jurado literario es delicado. Un jurado es un mandala y como todo mandala requiere diseño, equilibrio, composición. Por fortuna, el equipo escogido funcionó.
        
Tuvimos una primera reunión de carácter afable. Ahí estaban, aparte de los miembros del jurado, el mismo Luis Fernando Cáceres y Raúl Figueroa Sarti, editor de F&G Editores, y responsable de publicar la obra ganadora. Habríamos de juntarnos varias veces en los meses siguientes, para ir reduciendo el listado de posibles ganadores (y para pelar desde luego el ambiente literario, cosa que nos sale tremendamente bien).
        
En términos generales, fue fácil ponerse de acuerdo. Aunque lamento que ni Carol ni Perdomo dejaran pasar a la ronda final un manuscrito al cual yo le tenía suficiente confianza. Nada qué hacer: así funciona el juego, y hay que confiar en la consciencia colectiva.


Narrativamente honrados

Me fueron a dejar a casa una gran caja con los libros a considerar.          Se trataba de una preselección; lo cual es completamente estándar en concursos de esta naturaleza. Setenta y un libros en total, si mal no recuerdo.
        
De pronto mi casa se llenó de escritores sin nombre.
        
Lo cual era un honor. Si alguien, quienquiera, te concede ese privilegio, el de leer su manuscrito, entonces esa intimidad, esa confianza, hay que agradecer, hay que reverenciar. ¡Es un honor cortarte el dedo con la espiral del libro que alguien ha enviado a un concurso! (Cosa que efectivamente, y sangrientamente, me pasó.)
        
Así pues, la cuestión era entrar en relación de intimidad con cada obra, abrirme a su modo propio de estar abierto, de recibirme.
        
Otra cuestión era desconfiar de ese gesto demiúrgico y arrogante que consiste en descartar un manuscrito como quien borra un mundo.
        
Como dije antes, he concursado en un resto de certámenes literarios –ganando algunos y perdiendo casi todos–. Y es por lo mismo que entiendo perfectamente lo que es invertir tiempo, energía, trabajo y esperanza en ganar un premio. Para mí, verán, es una cosa muy muy seria.
        
Así pues, cuando acepté el cargo de jurado en este concurso, decidí que toda mi sensibilidad y poder de discriminación iban a ser puestos en ello.
        
No fue para mí un mero brete. No una seca actividad literaria, entre otras secas actividades literarias. Había todo un principio en juego. Un libro merecía un lugar. Un destino. Por tanto había que escarbar. Esa obra y esas obras eran, de algún modo, como si fueran mías.
        
Ignoraba quiénes eran los autores de los libros, aunque a veces jugaba a intuirlo. Otras veces no tenía idea. ¿Era una mujer, un hombre, un anciano, un adolescente? También me preguntaba si cambiaría mi lectura y criterio de un libro si antes supiera quién lo había escrito. Pregunta vieja y legítima: ¿en qué medida lo que sabemos de la obra afecta nuestra lectura de la misma?
        
Aprendí mucho. De los libros excelentes, pero también de los otros. De una obra genial se aprende todo, pero de una obra solamente buena, o incluso mala, se aprende más, pues le permite a uno comprender lo que carece justamente para ser genial.
        
Hay manuscritos mágicos. Uno de entrada sabe que merecen ir a la próxima ronda. También se da el efecto contrario –esos libros que te hacen retroceder horrorizado, monstruosidades, deformaciones que te indignan e indignan toda la plaza cósmica.   Libros feos.
        
A veces me ocurría que una obra se me presentaba como una mis favoritos en las etapas iniciales del proceso, pero luego me parecía sin ningún brillo. Se me caía. Eso que al principio pensaba abridor de magias narrativas, se quedaba sin vigor y fundamento, lívido, pobre, aburrido. 
        
A veces era con tristeza que descartaba un libro. Nunca una decisión a ciegas: el libro simplemente no cumplía, no ejecutaba. Y sin embargo se notaba cuánto amor se había puesto allí, cuánto sentido de posibilidad, cuánta tibia, mullida esperanza... No daba para un primer lugar, acaso, pero toda vez intrigaba...
        
Seguidamente está el caso de los libros impares: todo el genio de un cuento gotea por la rajadura de otro. Es parte de la dificultad básica de ser jurado de un certamen de cuentos. Un solo libro de cuentos puede encerrar muchas calidades distintas. En ese sentido podría pensarse que ser jurado en un concurso de novela es más fácil que ser jurado en un concurso de cuento. Aunque la verdad es que una novela también puede tener muchos momentos impares.
        
En fin, ya descartado el ripio, y pasada la reventazón, empecé realmente a disfrutar el sonido de la página que pasa, el oficio oracular de discriminar manuscritos. Lo que estaba buscando, con celo evangélico, eran libros narrativamente honrados, y escritos con suficiente dignidad.
        
Obtuve muchos momentos de placer. Me topé con cosas realmente espléndidas. A veces me pasaba que leía algo muy interesante y me sentía ligeramente amenazado como escritor, con cierta envidia (sepan que soy un jurado justo pero de plano un autor envidioso).
        
La narrativa corta local no está en un mal lugar, puede decirse, desde el momento en que hay un puñado de libros de cuentos consistentes girando en un solo concurso. No es un puñado enorme, aclaro, pero es compacto y eso basta.
        
Muchos de esos libros puestos a concursar merecen ser publicados. Ciertamente todos aquellos que terminaron siendo recomendados tienen algo de especial en ellos. Yo hubiese agregado algunos más, pero eso ya no cabía en las posibilidades.
        
Por mi parte, estoy agradecido de esta oportunidad que tuve de sentir de cerca la temperatura de la narrativa del país.


El arte de discriminar

Quiero hablarles un poco de cómo fue mi manera de discriminar, en tanto que jurado.
        
Procuré ser laxo al principio (dejando entrar muchas obras al círculo de consideración) y al final implacable (desmochando cabezas sin piedad).
        
También procuré integrar razón e intuición. En efecto, si nos atenemos a ese viejo esquema que pone la razón por un lado y la intuición por el otro (hoy seguramente puesto en duda por la neurocibernética) yo diría que el oficio de jurado es uno muy racional y lógico, pero luego hay todo un movimiento de criterio que parte de otra clase de legitimación, más cercana al relámpago.
        
Tiene que darse, es necesario, alguna especie de amplitud objetiva, un reconocimiento más allá del propio sistema de preferencias, pero lo mismo hay que confiar en la propia subjetiva sensibilidad, que es algo más que un apéndice decorativo.
        
Pero aún con toda la voluntad racional e intuitiva del mundo, siempre hay espacios de incertidumbre. ¿Y si se me pasó alguno?, me preguntaba yo a veces. Y entonces era un cuestión de volver y revisar.
        
De ahí que a veces descartara un libro, y días más tarde, lo volviera a reincorporar.
        
Solo para descartarlo de nuevo.
        
O no.
        
(Otras veces soñaba con un libro ganador que fuera una selección de cuentos de varias de las obras concursantes, en plan Frankestein.)
        
Y cuando finalmente ya sabía por donde iba la cosa, venía otro cuento, en otro libro, que me botaba todo el esquema.
        
Una cosa tenía clara: no estábamos premiando un cuento, quizá ni siquiera una colección de cuentos, sino, ya, un libro de cuentos, si me permiten, amables ustedes, la hipóstasis.
        
Quería quedarme con aquellas obras que me dejaban la impresión de haber leído un libro. Habían proyectos muy bien escritos, pero no eran libros en el sentido totalizante, holosférico, de la palabra.
        
Al final del proceso, tuve un nuevo momento de indecisión. Verán: reducida la lista a cinco, seis títulos, es posible escoger un ganador, pero en todo caso el asunto se torna apretado. Apretado y simultáneamente etéreo, sutil: los criterios son tantálicamente subjetivos: acertar y equivocarse nociones ya porosas.
        
Con todo, un libro fue quedándose conmigo, el que resultó ganador, y en el cual los tres jurados claramente coincidimos.
        

De jurado a concursante literario

Termino este texto bastante contento, porque el escribirlo me permitió revisitar una experiencia, la de ser jurado, que fue estimulante en tantos niveles y me enseñó tanto.  
        
Y una de las cosas que me enseñó es a ser mejor concursante literario. Nada te prepara mejor para ganar concursos literarios que ser el jurado de un par de ellos. Si de algo te facilita el ser jurado es ver tu propia sombra narrativa, el tedio que hay en tu propia literatura.
        
De hacer recibido mi propio manuscrito, ¿le habría dado el primer premio?
        
Lo dudo.

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