Escribiré ahora sobre concursos
literarios. Unos apuntes, nomás. Si el interesado requiere más información,
sepa que hay en la web miles de miles de tutorials y guías, que explican con
mucha precisión todos los aspectos formales y temáticos y logísticos de los
certámenes en cuestión.
Motivación
del concursante
No voy a dar recomendaciones básicas
sobre cuál es la mejor forma de participar en un concurso literario, pues
resulta que yo los concursos literarios los he perdido todos. O casi todos. Qué
puedo recomendar.
No quisiera ser yo como esos escritores
que escriben guías sesudas cuyo tema es ganar un certamen de letras –con puros
truismos además– pero en su vida han ganado nada. Una sola cosa me atrevería a
recomendar y es no meterse nunca a los grandes grandes concursos. Esos son
inalcanzables. Si usted no es un Savater, no se meta al Planeta. No sea
tontito.
Permítaseme hablar, más bien, de la
motivación del concursante, que es múltiple. En el vasto cuerpo de devotos de
la plica y el seudónimo, encontramos a aquellos que buscan prestigio,
reconocimiento, poder curricular. Luego están los que creen, lazarillos, que
van a extraer del río de los concursos unas pepitas de oro (los concursos
mantienen la ilusión de la literatura como actividad productiva). Desde luego
están esos otros, más píos tal vez, que quieren ver su librito publicado. Se
dan los ludópatas, claro, los que hacen del concurso narrativo o poético una
especie de póker (“Cuando no estamos seguros, estamos vivos”, dijera un Graham
Greene). Hay quienes han hecho de los premios una especie de carrera: es todo
lo que les ocupa, y a algunos nos les ha ido tan mal, auténticos artistas del
concurso literario que son. Incluso puede decirse que son más artistas del
concurso literario que de la palabra propiamente.
Yo no me considero uno de esos. Es
cierto que he invertido tiempo y energía en concursos, pero tampoco he agotado
toda mi vida literaria en ello… Además, ser un concursante profesional demanda
don profético y un talento especial, que no tengo. Estos profesionales conocen
algoritmos que el resto de los mortales ignoramos. Saben perfectamente cuáles
son los concursos digitales que valen la pena y cuáles no. Conocen a fondo la
topografía de los certámenes, por ayuntamiento, empresa o editorial. Intuyen
con perfecta puntería cuál será la composición del jurado de unos Juegos
Florales en alguna vaga provincia sudamericana.
Ritmos
y mareas
No siempre es buen momento para entrar a
concursos. Hay que saber cuáles son los ritmos, las mareas de estas cosas. Así
por ejemplo, un pésimo momento es cuando hay crisis económica, porque todos los
hambrientos resultan escritores. Es cuando las preseas y los premios bajan lo
indecible (algunos concursos son tan caraduras que ofrecen como recompensa el
haber concursado, y todavía se quedan con los materiales). En términos
generales puede decirse que en la última década se ha dado una sobreabundancia
de hombres y mujeres de letras, consecuencia del auge tecnoverbal. Y allí
tienen a todo el serotal concursando. Ganar es ya casi matemáticamente
imposible.
Ese
gremio de hinchados
La buena noticia es que siguen habiendo
concursos meritorios, con jurados conscientes, premios jugosos (también, por
supuesto, los hay de signo inverso). Es de agradecer a quienes los promueven,
más cuando podrían perfectamente poner su atención en otras iniciativas,
seguramente más prestigiadas. Es una pena que no falten quienes menosprecien
esta clase de espacios. Siendo parte de ese gremio de hinchados que somos los
escritores, conozco lo malagradecido que a veces podemos llegar a ser. Es un
problema, porque la crítica mezquina no ayuda en nada, ahuyenta esta clase de
propuestas, que tantísima falta hacen, más en países como Guatemala.
Por supuesto, esto no quiere decir que
no se pueda, y deba, señalar cuando los premios no funcionan, cuando son
ingratos, cuando no corresponden en remuneración con la realidad de lo
trabajado en horas–hombre–mujer, cuando hay desproporciones de cualquier clase,
como dar el mismo dinero a un cuento de veinticinco páginas que a una novela de
ciento sesenta, por imaginar algo.
Una
galaxia ancha
Concursos literarios los hay para todo
el mundo –mujeres, niños, ancianos, sadomasos, usted diga. Y en todos los
géneros, desde los clásicos hasta un tuit.
Es una galaxia ancha. Solo en el ámbito
hispanoamericano existen un catizumbal, con España por supuesto a la cabeza,
con unos tres mil certámenes, seguido por, no sé, México, Argentina, Colombia
(de último seguramente Costa Rica o Paraguay). En Guatemala han nacido y están
vigentes algunos certámenes de lo más interesantes, como los sempiternos Juegos
Florales de Xela, el Monteforte Toledo, el BAM. Si alguien quiere saber cuáles
son los concursos disponibles es una cuestión de meterse a portales
especializados como escritores.org o Letralia. Son muy ordenados y son muy
prácticos.
Es arduo aterrizar un veredicto
definitivo y unificado respecto a tan grande cantidad de concursos. Oscilan
desde el más puro altruismo literario hasta el postureo
estato–empresario–institucional, con todos los matices intermedios.
¿Tiene
sentido concursar?
Sí y no. Ganar un premio literario puede
no significar nada o puede significarlo todo. Por supuesto, perder no quiere
decir por fuerza que uno es un mal escritor. Y ganar no le convierte a uno, por
fuerza, en un escritor digno. Nos encontramos en el terreno puro de la
arreferencialidad. El concurso literario es algo que depende por igual del
talento, del trabajo, de la ciencia, de la gracia, del karma, del azar, del
destino, y, como se ha visto en unos casos lamentables, inclusive de la trampa
y la manipulación.
Algunas veces ganar un concurso es lo
mejor que nos puede pasar en vida. Otras, es lo peor que puede sucedernos: en
el sentido de que puede arrancarnos la serenidad, sea literaria o
extraliteraria. Como esos cuates que se ganan la lotería, pero luego advienen
ominosas tragedias kármicas.
Por supuesto, no quiero quitarle a nadie
el impulso de participar en un concurso literario. Nada conmueve más, y nada es
más tierno, que un escritor preparando, con ademán relevante, y el celo de un
diácono a punto de dar un sacramento, su manuscrito, para enviarlo a concurso.
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