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Los tres rostros de Umberto Eco



A propósito de las muertes recientes de Harper Lee o Michel Tournier, me es inevitable pensar que muchos de los grandes referentes literarios e intelectuales del siglo XX ya han pasado a mejor vida, o estarán a punto de hacerlo. La Historia los ha recibido y consagrado ya. Quizá las generaciones venideras mirarán a estos íconos (a un Gunter Grass, por ejemplo, que murió hace un año) como nosotros mirábamos a ciertas figuras decimonónicas, cuando las leíamos en el colegio: como algo venerable pero irreal, canónico, seráfico, más o menos venido del Olimpo.
           
Es posible que algún día Umberto Eco –la figura eurouniversal que todos lloran, con tanta razón– corra igual suerte. Da miedo pensar que alguien tan cotidiano para muchos de nosotros haya pasado de estar ahí todas las mañanas a la comarca abstracta y mercurial de los Ancestros. Y para colmo sin Nobel, a pesar de su constelada bibliografía, algo que devora a sus tantos devotos la entraña.
           
No había tenido chance de escribir, desde su muerte, del que sin duda fuera hasta hace poco el escritor vivo más importante de Italia.


“Señor, usted está loco”

Uno de los rasgos del narrador Umberto Eco es por supuesto el humor. Como cuando, después de casi ochocientas páginas, Casaubon arriba, en El Péndulo de Foucault, al despacho del doctor Wagner, y le cuenta todo lo que le ha ocurrido, y el doctor Wagner se levanta y de espaldas le dice: “Monsieur, vous êtes fou”.
           
En cuyo momento llegué a soltar una carcajada que, no miento, me duró quince minutos. Desencajada. Histérica. Olvídenlo. Nunca, en toda mi historia como lector, me había pasado algo así. Era como si hubiera consumido gas nitroso.
           
Fue un momento casi iniciático, y lo que me fue revelado es la Broma, la gran Broma Cósmica (y pongo esto en mayúsculas por darle importancia, pero la Broma Cósmica es justamente cuando todas las mayúsculas caen, se desinflan, pierden su arcano y su enigma).
           
El Péndulo de Foucault es un ensayo narrativo maestro que nos muestra cómo la ficción fagocita y cataliza peligrosamente la realidad –uno de los temas recurrentes en la obra de Eco. Sin creer en lo oculto, Eco era su más grande conocedor, admiraba ese mundo de sombras, esa secretividad gestora de positividades ilusorias. Había ahí un asombro literario. También una perplejidad cultural. Nunca, por supuesto, un impulso religioso.
           
Dicho esto, lejos de desacralizarme el esoterismo, que al final es la raison d´être de El Péndulo, el libro me levantó todavía más el interés por el mismo. La teoría del secreto vacío de Eco (“Cree que exite un secreto, y te sentirás un iniciado”) es por supuesto correcta. No quita que el misterio sigue allí, con eso que tiene el misterio de paradójicamente evidente (“Malkut es siempre Malkut, y punto”, se dice al final de la obra). Que algunos lo instrumentalicen, el misterio, que busquen hacerlo oscuro, encriptarlo, es aparte.
           
Pero en eso aparte es donde Eco realmente brilla: su función fue, ha sido siempre, la de introducir luz en la oscuridad, evaporando toda clase de supersticiones y tropismos metafísicos.
           
Un auténtico intelectual laico.
           
Para ello, para desmitificar los laberintos y el nonsense enramado de las correspondencias mágicas, y para hacerlo sin quedarse atrapado ahí, utiliza una lucidez que puede llegar a ser tan complicada como la de los universos que está subvirtiendo. El secreto (si se me permite la palabra) está en utilizar como contrapunto el humor, ese humor tan mediterráneo de Umberto Eco. Ríe, y todos los engaños y ensalmos se desvanecen. Así pues, a lo largo de buena parte de su obra, Eco nos arranca risotadas, hablando de lo trágico y último con el tono más desenfadado, a veces ácido. Es eso que tiene Eco de trompetista, cuando podría bien tocar, trágicamente, el violín.
           
Aunque lo toca, a su modo. Quiero decir que hay mucha seriedad y gravedad en su obra. Literariamente, el esfuerzo es monumental. Baste ver el diseño del Péndulo, milimétrico, holotrópico, hasta obsesivo, inspirado en las séfiras del Árbol de la Vida. Baste ver la profusión virtuosa, docta, nada tambaleante, de informaciones, de citas increíbles, de intertextualidades, que saturan sus escritos. Parece que nos toma el pelo, con sus erudiciones  y cartografías, y lo hace, pero lo hace de un modo muy arduo, disciplinado, geométrico, y en suma formal. Y además con un estilo narrativo –en lenguaje y estructura– impecable.
           
Nuevamente: todo eso contrabalanceado con una liviandad y una frescura plural, que echa mano de la cultura popular (así, el género policiaco) y que siempre está permeada de relevancia y contemporaneidad, incluso cuando el relato está ubicado en el más distinto pasado. Hay un guiño en eso: aquellos tiempos medievales son, informática aparte, estos.

                                   
Criptoanalista

La profunda actividad narradora de Umberto Eco fue siempre dialectizada con una actividad reflexiva y académica apabullante. De hecho, primero vino el teórico duro, y hasta después vino, al menos públicamente, el narrador. Ya en su etapa de estudiante se asocia la filosofía y al tomismo, luego fue la docencia y la cátedra superior, más allá el análisis de los signos y la semiología impenitente (un libro como La estructura ausente definitivamente no es para cualquiera) en donde Eco encuentra una forma, en sus palabras, de unificar todos los niveles de cultura.
           
Con una mente completamente disciplinada como la suya –pero también creativa, que asume modos originales de abordar problemas y sabe salirse de la caja– Eco confronta temas como la interpretación y lenguaje.
           
A la par del teórico duro se advierte un Eco crítico más accesible, que es el articulista y pensador de periódicos, con algo ya de a pie en su forma de opinar (naturalmente, la exigencia, el rigor siempre están ahí) y que da sus valoraciones de arte, política y cultura con una soltura discursiva encomiable, a veces reaccionaria (como cuando habla de las redes sociales) y otras delirante. En todo caso, el compromiso con el acontecer es claro. Y así nos informa de la cultura de masas, del mass media, de los códigos democráticos, y todo eso cundido de alusiones italianas, europeas, universales.
           
No sé qué día me dio insomnio y me puse a recorrer un libro de Eco llamado A paso de cangrejo que desgaja el mundo político tal y como era al filo del cambio de milenio (integrismos y populismos). Con leer unas páginas fui apreciando a ese verdadero pensador de la actualidad política que era Eco (y que nos trajo insights valiosos en momentos clave, como cuando la guerra en Kosovo), nunca apartado de la historia y sus lecciones, y siempre dispuesto a mojarse por sus nada cojas opiniones, a recibir críticas por ellas, a debatirlas conscientemente.
           
Termino esta sección diciendo que una de las dimensiones más alucinantes de Eco es su capacidad investigadora. En efecto, Eco era un investigador del más alto orden. El esfuerzo que pone en sus averiguaciones es casi demencial. Eco se mete, por puro placer libresco, a situaciones académicas que pueden parecer incluso desmesuradas e inútiles. Recién hace poco leía un ensayo suyo de Nerval en Sobre literatura, en donde pude apreciar el celo puntilloso y obsesivo con el cual se acercaba a la topografía de Sylvie para correlacionarla la topografía real en Valois. Ejercicios como este son los de un cabalista seglar, de un criptoanalista lego que se sumerge en un ejercicio radical de exploración de todo lo habido y por haber.

           
Cada libro es ya un eco

Pronto nos damos cuenta que entre el Eco creador y el Eco pensador hay una figura mediadora, y es el Eco lector, no solamente entendido como lector de libros, sino como espectador cultural.  
           
¿Tenía límites la cultura vertiginosa de Eco? Por Alá, parece que no. Su poder referencial simplemente era enciclopédico y abrumador. Lo asimilaba todo. Lo digería todo. Desde las luces de la escolástica y teología clásica hasta los vericuetos contemporáneos de Joyce.
           
Eco nos recuerda que leer es clarificar nuestra visión del mundo, pero a la vez complicarla deliciosamente. También nos recuerda el valor de ser un perpetuo estudiante, y no solo de la alta cultura sino de la profana también. Eco se acerca por igual a un incunable que a un cómic. A un viejo texto en latín (lo desentierra de la historia textual profunda, lo desempolva, como un arqueólogo, para devolverle toda su frescura) que a una noticia colgada en internet ayer mismo.
           
Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído, dijo alguna vez Borges, a quien Eco amaba. Eso explicaría que la biblioteca del escritor piamontés –repartida en sus dos casas– alcanzara los cincuenta mil volúmentes, o más.
           
Y como pongo yo mismo en mi poema Umberto sale a caminar: “cada libro es ya un rumor y cada libro es ya un eco”.


El Que Lo Hila Todo

Eco es el que se toma la molestia de conjuntar alquimias exquisitas de imaginación, cultura e interpretación. En un libro como El nombre de la rosa, por ejemplo, se ve clarito que Eco es El Que Lo Hila Todo: la exegesis más rigurosa… la expresión más amena… la referencialidad más curada... Pertenece a esa raza de intelectuales que leen bien, escriben bien y piensan bien, anudando esas tres facetas, o rostros, en un mismo universo creativo.


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