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Jefferson escribe


Hace 240 años (en 1776 entonces) la relación con la gerencia de Jorge III se había vuelto inestable, en ese lugar que luego iba a llamarse Estados Unidos. Hay desasosiego.
           
Hay desasosiego, y los hijos de la Colonia, hartos de un régimen punitivo y tiránico, buscan ser libres. Estamos cansadas, exclamaron, despiertas, las Trece Colonias. Por lo cual se puso a un hombre oracular, experimentado y marcialmente talentoso –el general George Washington– al mando de un ejército continental de tonalidades milicianas. Constituciones fueron consignadas. Se venía la Revolución Americana, con su cadena de eventos pictóricos y colosales.
           
Con eso en mente se proyectó la redacción de lo que sería un magno documento revolucionario, aún con todas sus limitaciones culturales: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América.
           
Lo que ocurrió fue que Thomas Jefferson escribió, y dos continentes se separaron.


Palabras ciudadanas

Todo el mundo sabe que Jefferson fue el artífice del texto en cuestión. El error sería asumir que todo el mundo sabe que fue escrito en Philadelphia (Market and Seventh Streets) en un edificio de ladrillo, en donde el prócer rentó una habitación, y en cuyo salón lo podemos ver ya sentado sobre una silla que ha de ser cómoda (Jefferson de eso sabía alguna cosa: inventó la silla giratoria).    
           
Impresiona verlo ahí, al Padre Fundador, en reclusión, a ratos pensativo, resumido sobre un escritorio propio, simple y limpio, con pluma cargada de tinta y poder histórico. Su caligrafía es inocente, casi infantil, pero de ella se desprende una gavilla de ideas maduras y graves palabras ciudadanas.
           
¿Qué obras le acompañan, mientras redacta la suya? No muchas, aseguran las fuentes. Uno de ellas podría ser la recientísima Declaración de Derechos de Virginia, de George Mason (Mason está muy presente en el texto de Jefferson).
           
Fraguar una Declaración de Independencia es una gran responsabilidad. El Congreso Continental conformará un comité de cinco ilustres, para llevar a cabo la tarea, que podemos inventariar aquí: el propio Thomas Jefferson, John Adams, Benjamin Franklin, Roger Sherman, Robert Livingston.
           
Aquel comité impresionante pensó en Adams para la redacción del delicado escrito. Estamos hablando del mismo Adams con quien Jefferson mantendría más adelante una enemistad proverbial. El mismo Adams con quien luego de esta rivalidad se reconciliaría famosamente. El mismo Adams que en su lecho de muerte diría “Jefferson sobrevive” (aunque Jefferson venía de morirse, en una de esas gloriosas sincronicidades históricas).
           
¿Por qué Adams le daría al joven Jefferson la responsabilidad de crear el acta? “Reason enough”, es su propia respuesta. Adams consideraba que tenía un “feliz talento para la composición y una singular felicidad de expresión”. Puede que todos los demás del comité, más ancianos que Jefferson, vieran la redacción del manuscrito como una responsabilidad menor, en medio de mayores deberes.  
           
Pero de hecho era una gran responsabilidad, una nada grotesca responsabilidad. Una que Jefferson, con la edad crística de treinta y tres años, emprendió. Era relativamente joven para la tarea, pero escribir no le era ajeno. Ya había escrito, por caso, A Summary View of The Rights of British America (1774). Más tarde, Jefferson redactaría otros notables legajos, y en términos generales fraguaría un notable cuerpo verbal, que bien ocupa una docena o veintena de volúmenes, según la edición.
           
De la composición propiamente: imaginamos a un Jefferson eléctrico, de todo punto inspirado. Lo cual se refleja muy claro en ese preámbulo modélico e icónico que ya todos conocemos. Muchas pinturas se han hecho de ese instante concreto en donde una nación abstracta fue fundada. Fue Robert Penn Warren quien dijo, en una entrevista para el Paris Review, que América es única entre naciones porque otras naciones son accidentes geográficos o raciales, pero que América está basada en una idea.
           
Esas grandes, esas apoteósicas verdades que quedaron ahí plasmadas, naturalmente que Jefferson ya las conocía. De hecho no eran suyas en lo particular. Las había recogido en unos libros que estudiara ávidamente en el seno de una plantación de Virginia (Jefferson era sureño). También las había escuchado de primera mano de otros alumbrados que tuvo a bien conocer.   
           
Como sea, eran grandes verdades. Verdades como esa de que todos los hombres son creados iguales (lamentablemente, y al parecer, las mujeres no). Una verdad que Jefferson llamará autoevidente.
           
Jefferson como se sabe defendía la teoría de los derechos naturales. La vida, la libertad y la persecución de la felicidad son derechos inalienables, redactó en el acta–espejo, y quizá hoy todo eso nos parezca un truismo, pero en aquella época, nos atreveremos a decir, había algo en esas palabras de anomalía, una afrenta, una naciente constelación de posibilidades.         
           
Bajo la pluma de Jefferson esas doctrinas y discursos cobraban una vida especial. Era como si el Gran Ángel Americano lo estuviera tocando. Y ahora le brotaba una prosa exaltada, una llama, de su puño y letra, que quemaba el papel mismo donde escribía. Sobre todo, se aprecia que Jefferson pusiera esas verdades de un modo tan axial, tan sucinto. Ahí está el pragmatismo americano, hecho prosa.
           
Claro, Jefferson edita, corta, retrocede, agrega. Hubo tachaduras. A lo largo de dos semanas y media ­–­desde el 11 de junio hasta el 28– emana varias versiones del texto. Pero eso no contradice la seguridad forjada de sus palabras. Dos semanas y medias no es una noche, está bien; pero tampoco son dos años y medio, por decir. El original fue formado en un relativo arrebato, puesto ahí por la urgencia de las circunstancias, claro, pero también por alguna clase de empuje noético, nos gustaría pensar.                           
                                   

Escrito para todos
                       
Hecho el papel, vinieron los cambios: 86 cambios, para ser exactos.
           
Algunos cambios vinieron del patricio Comité de los Cinco (por ejemplo, alguna alusión al pueblo inglés se juzgó innecesaria). Pero los mayores cambios  vinieron ya del Congreso Continental, al punto de que se cortó el 25% del texto original.
           
Claro, fueron retiradas las alusiones al esclavismo, ese “comercio execrable”, en las palabras del propio Jefferson, en un embrujo abolicionista que luego habría de evaporarse en su persona (Jefferson siempre mantuvo esclavos y hoy se le consideraría bajo cualquier criterio un cafre racista). Jefferson, como era de esperarse, no estaba muy contento con esos cambios que le impusieron (“mangled”, mutilado, nos parece que fue la palabra que usó, respecto a lo que le habían hecho al texto). De todos es conocido que ese dilema, el del esclavismo, ese sórdido dilema, fue el parteaguas que habría de llevar a la cruenta, casi teleológica, guerra de la secesión, que habría de convertir el territorio estadounidense en una sentina de carnes magulladas.  
           
Terminada la mutilación, vendría la firma de los notables en el Congreso. Aunque hay que especificar que el escrito no habría de ser firmado sino hasta el 2 de agosto de 1776 (no el 4 de julio, como podría pensarse, fecha cuando se aprobó más bien el texto). Lincoln dijo del mismo que es uno de los más nobles documentos oficiales de América. Que Jefferson era su autor no sería un dato conocido sino hasta muchos años después.
           
La Declaración es hoy estudiada en todas las aulas de Norteamérica (acaso por un afroamericano en Virginia, en estos momentos cuando las primarias ya expiran en Estados Unidos). Si fue celebrado tan universalmente (y suficientemente emulado por otras naciones) es porque era, y es, una obra al final accesible, no críptica. La Declaración puede o no ser leída por las mayorías (aunque hay que suponer que muchos, pasado el preámbulo, se aburren leyendo el cuerpo del pliego, un fichero de cláusulas que tratan la casuística, por así decirlo, de la Independencia) pero lo que en todo caso podemos decir es que a estas mayorías las subsume, las espiritualiza, las representa: Jefferson escribió para todos y con todos en mente.
           
Cincuenta años después de la Independencia de América, Jefferson murió, acaso pensando en ese momento íntimo cuando su pluma definió el estilo de una nación, en un documento que, siendo tan puntual, es vasto como un orbe.

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