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La existencia poética

Palabras de aceptación del XI Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón. 

Lo que yo he querido siempre, y he logrado a ratos, es una existencia poética. 
        
Es una suerte que la poesía no forme parte del mercado, una suerte que no se pueda escribir poesía para ganar toneladas de pisto, una suerte que el poeta no forme parte de las llamadas fuerzas productivas.
        
La poesía es ese agujero arsénico por donde todas las esperanzas económicas gotean y lo que va quedando es una sed financiera de proporciones siderales.
        
Eso nos obliga a quienes la practicamos a ejercerla de un modo enteramente desinteresado, con la lencería quitada, sin seguridades ni garantías, y fe punk. 
        
Como la vida poética está hecha de incertidumbre, eso exige al poeta, de modo paradójico, a confiar con locura en la vida poética. Aquellos que han otorgado su fluido existencial a la creación verdadera recibirán algo que no puede ser descrito en el presente párrafo sin riesgo de traición.
        
Aclarado esto, no tengo ningún problema con que el poeta reciba un premio, una beca, un sustento, una posibilidad concreta que le ayude en su quehacer. Dejemos que esas cosas lleguen a nosotros. Como dije en otra parte, si la poesía no vale aunque sea dinero, entonces la poesía no vale nada, puesto que el dinero es el mínimo valor posible de cualquier cosa.
        
Pero, por supuesto, cualquier suministro y asistencia palidece en comparación con el gran premio que es residir en la energía y éxtasis radiante de la palabra. La poesía nos pone de un humor excepcional en cuanto a que lo derrite todo: las agonías, las calcificaciones, las prescripciones, los candados, el agudísimo dolor tetánico presente en prácticamente todas las esquinas.
        
Es en virtud de este gozo que el poeta está dispuesto a hacer un contrato feroz con la poesía y mantenerlo en las condiciones más infames. Es en virtud de este regocijo que el poeta decide privilegiar la poesía por encima de los buenos y cuerdos oficios. Es en virtud de este deleite que el poeta hace de la poesía una identidad ridículamente dominante. Es en virtud de esta risa que el poeta se ahorca al final de cada tarde, con un verso. 
        
Nunca he de olvidar las épocas cuando escribí por lo menos un poema al día. Empresa fácil si lo hacemos algunas semanas, pero ya en una constancia de meses y demás, digamos que son otras veinte varas.
        
En semejante obligación está la gloria del poeta. Como todos los votos, los de la poesía también hay que renovarlos. No es cosa de convertirse en un diletante, un turista de la inspiración, sino de asumir la responsabilidad lírica con toda la soberanía del caso.
        
Compromiso obscenamente irracional, teniendo en cuenta que va en contra de todos los dictados del sano juicio y en contra de los mejores y más rectilíneos pactos sociales. En efecto, la poesía se presenta como un acto de resistencia a los mandamientos del orden común. Eso requiere que utilicemos –con cierta autoridad y contra toda autoridad– un arma afilada y sensible.    
        
Lo que estamos diciendo es que la poesía es un verduguillo, y que será utilizado.
        
Dicho esto, no sugiero retirar vitriólicamente todas las embajadas de todos los países y ponerse a manufacturar ensayos nucleares. De hecho, yo creo mucho en eso de escribir para el otro. O dicho más precisamente: yo creo que el escritor escribe para nadie, para sí mismo y para todos.
        
Hoy, gracias a las formas instantáneas de difusión, fuera del formato impreso orbicular, es muy fácil regalarle al prójimo nuestro trabajo. En mi blog La panza abierta de algo he subido hasta doce de los poemarios que he venido escribiendo. Regalar y circular poemas inéditos: eso para mí tiene que ser una de las definiciones más precisas del afecto.
        
En tiempos más arcanos, el poeta escribió bajo la esperanza de que sus versos transformasen el contexto y la consciencia. Lo que buscaba ese sujeto extravagante era conmover el corazón de su pueblo y de los pueblos y subvertir las jerarquías ya sin gracia. Creía que podía conectar con las personas y así protegerlas, sanarlas, mutarlas, con el poder íntimo de una composición. El poeta era un vehículo del cambio. Llámenlo ingenuidad feérica, llámenlo inocencia. Como yo lo veo, sin esta clase de inocencia seremos todos degollados.
        
¿No es hora de que volvamos un poco a esta antigua superstición? ¿No estamos viviendo momentos oscuros en el vasto orbe? ¿Y en Guatemala, en donde luchamos contra la hidra inacabable del caos y la completa deserción de toda arquitectura cultural avanzada, en pos de un funcionariado regresivo y obsoleto? ¿Y en México, en donde las personas desaparecen como vaporizadas por alienígenas, mientras la logomaquia oficial va quedando más y más ridícula? No, señores, no vamos a olvidar a los desaparecidos, como de hecho no vamos a olvidar a los muertos.
        
He hablado de la cualidad comunal del poema, pero con ello no estoy hablando de formar parte de un estamento municipal o artístico. De hecho para mí es crucial permanecer lejos del mundillo literario y sus convenciones, fuera de los espacios banales de la literatura.
        
Como dijo Ferlinghetti, parodiando al buen Ginsberg: “Hemos visto a las mejores mentes de nuestra generación / destruidas por el aburrimiento en las lecturas de poesía”. Cuánta razón dan estos versos. Yo los he visto llevarse a la poesía a los peores muladares y vertederos, ante los cerdos insensibles, de jeta congelada, y ahí asesinarla, destriparla, convertirla en un vómito tibio y reconfortante. Le robaron todo su carácter sacramental. Le robaron toda su verdad. La convirtieron en una telenovela para histrionistas baratos.
        
Por mi parte, no tengo ningún problema con crear poesía constantemente, constantemente publicarla, y todo el tiempo decirla, siempre y cuando eso no la ponga en la canasta de los saldos. Está bien ganarse un premio de vez en cuando, supongo, pero tampoco podemos perder del todo la diagonalidad de la poesía, la subterraneidad, la elegante discreción.
        
La poesía como práctica de las periferias. Y el poeta como brujo que escribe desde la liminalidad social. Me quejo de lo impasible y lo imposible de las audiencias, pero lo cierto es que solamente una cosa salvará la poesía, y será la indiferencia. Imaginen que los libros de poesía tuvieran opción de comments. Sería abominable.
        
Eso implica contenerse en lo escrito, y no ponerse a leer poemas en público como si no hay mañana, o como si uno fuera parte de una banda chafa de covers. Sigo considerando la lectura poética como un modo de darshan, de transmisión espiritual. Recordemos que la poesía visionaria es una bendición del espíritu, como quieran entenderlo, y deberá ser leída en espacios sagrados, y por sagrados no quiero decir perfumados o elitistas, sino verdaderos, sensibles, incondicionales, libres.

En esto no hay alternancia posible.
        
Mejor que aceptar cuánta invitación a leer poesía es escribirla con un poco de maldita honestidad. Estoy refiriéndome a una autenticidad sin paredes. O por decirlo como nuestro gran psicopompo Cardoza: “Escribir es sacarse las tripas y hacer una hoguera con ellas”.
        
En vez de ir por la vida como quinceañera de la poesía, ¿no sería mejor redactarla con espontaneidad, intuición, gracia, duende? ¿Y con diseño, orden, precisión y técnica?
        
Arrogancia grande sería reclamar semejantes cualidades para mi propia obra, pero al menos puedo reclamar para mis versos la cualidad de lo oblicuo y lo mutante.

Y un estilo propio desde donde contemplar el mundo.
        
Ahora bien, lo original no puede nacer sin lo recibido. De ahí la importancia de leer a los lamas líricos, aprender toda vez de ellos y recibir su experiencia y su hermoso granizo. En cuanto a mí, he leído mucha poesía de muchos lados, pero por supuesto la gran mentora ha sido la poesía latinoamericana. No voy a citar a todas las bellas influencias necesarias, porque eso sería desde luego interminable, pero sí mencionaré a tres clásicos que amo demasiado y lo suficiente: el peruano Manuel Scorza, el cubano Eliseo Diego, y el venezolano Eugenio Montejo.    
        
Maestros.
        
Como ellos, a nosotros por igual nos corresponde levantar, demiúrgicamente, la ciudad poética. Si no nos ocupamos de celebrar a los poetas y su producción, de regenerar continuamente el sentido y tradición de la poesía, es posible que esta misma tradición termine perdiendo su fuerza y su pureza. Por lo mismo, el poeta no puede negar arbitrariamente a aquellos que vinieron detrás. Sin caer en la complacencia, deberá ser también un poeta de su tiempo y vivir entre los suyos. Y luego le corresponde intuir y preparar el camino de aquellos y aquellas que vendrán.
        
Es así como todos los tiempos residen en el poeta. Todos los tiempos y todos los espacios. La poesía es una práctica que nos da la facultad de penetrar, con inteligencia y sensibilidad y sensualismo, en la totalidad de lo manifestado y lo contingente, registrar sus permanentes sincronicidades, sus cuajos luminosos, sus mandíbulas fascinantes. Tener una relación profunda con la poesía significa tener una profunda relación con todo. Los poetas son como trovadores/psiconautas viajando en la innumerable toldería cósmica, desatando claridades. Lejos de ser una manera de reificar nuestra identidad artística, la poesía puede ser un instrumento despierto de búsqueda que nos permita recorrer el mundo interior y el objetivo, el ser y el interser. 
        
Entiendo la poesía como una forma de existencia total, abierta y receptiva a todos los principios titulares del universo, así como a sus infinitos matices. Como escribí hace poco, parafraseando –a cien años de su muerte– al gran Darío: “El poeta es un router celeste”.
        
Si la poesía es un espejo del todo, entonces yo he querido una poesía galvánica que refleje por igual la proporción y la profusión, la disciplina y la inspiración, la solemnidad y la irreverencia, el rito y la ruptura, la distancia y la intimidad, el placer y el dolor, la armonía y el asco, la sensibilidad y la violencia, el poder y la vulnerabilidad, lo claro y lo críptico. 
        
Espero que el libro que están premiando esta noche contenga, en mínima medida, todas estas distintas propensiones. Pero sobre todo espero que exprese el pájaro ciego y lúcido de lo libre.
        
Por supuesto, hablar de poesía libre no es más que una onerosa tautología. No quita que a veces es bueno repetirse de este modo, especialmente cuando queremos hacer el punto de que la poesía no puede a ningún programa encadenarse, ni tampoco a ninguna voluntad específica. La envisiono como un poderoso, un incoercible rayo catódico que puede jugar al zigzag pero en última instancia no cede a la tentación de ningún magnetismo.
        
En todo caso, la poesía se mantendrá libre mientras sirva a su verdadero amo, que es el silencio. Es en el silencio en donde la poesía última siembra sus raíces y a partir de ahí ilumina creativamente todos los universos.
        
Y bien, es en nombre del silencio que termino esta intervención, pero no sin antes agradecer a todos aquellos que hacen posible este premio, uno de los más importantes del área. Que viva la poesía.

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