Nunca
antes había leído ninguno de los libros de la escritora y columnista Carol
Zardetto, sino hasta hace unos días, cuando decidí entrarle a las 300 páginas
cabales de su novela La ciudad de los minotauros, publicada
recientemente por Alfaguara. Veamos.
Intertextual
El
personaje principal del libro, llamado Felipe Martínez, cavila en primera
persona de su vida y de su país.
Lo hace
en Nueva York, en esa tierra larga e instantánea y vertical llamada Nueva
York. Felipe Martínez cavila de su vida
y de su país y cavila de la ciudad de Nueva York, mientras la circula.
En
efecto, hay mucho deambular en esta novela. Este deambular por la cultural,
nocturna e immigracional Nueva York organiza y vertebra y funcionaliza buena
parte de La ciudad de los minotauros.
Ahora
bien, dentro de este gran pozo de ciudad hay un pequeño apartamento, que Felipe
comparte con su misteriosa roommate, Toni. Digamos que el apartamento también
asiste las dinámicas de la acción narrativa, por medio de encuentros y
desencuentros, retornos y huidas, búsquedas y raudos rompimientos. La novela,
lo han adivinado, es la historia de un hombre y una mujer (y de esta mujer y su
hija anoréxica). Idilio erótico, imposible. Recordé de inmediato aquella cita
de Baudrillard, de su libro América: “En Nueva York, el torbellino de la
ciudad es tan grande, y tanta la fuerza centrífuga, que resulta sobrehumano
pensar en vivir en pareja, compartir la vida de alguien”.
¿Pero
qué hace Felipe en NY, a todo esto? Parece ser que estudia cómo hacer guiones
de cine. El hecho de que el personaje principal estudie guionismo explica por
qué la autora se permite ir trazando la idea entera para un guión dentro de la
novela misma.
No es
extraño que Zardetto use el asunto del guión como recurso narrativo, siendo
ella misma guionista, hasta donde creo y me parece recordar. Creo recordar
también que da clases o talleres de guión.
Como
sea: el guión que Felipe va desarrollando está basado en un libro que él mismo
encuentra en una librería de Nueva York. Se llama El contador de los libros,
de los antropólogos Lore y Benjamin Colby (lleva por subtítulo: Vida y
discurso de un adivino Ixil). El libro surge en la ficción de Zardetto,
pero de hecho existe en la realidad.
La vida
y el discurso del adivino ixil –llamado Shas– informa el guión de Felipe, así
que ahora la novela de Carol Zardetto ya tiene dos historias, y en paralelo.
Por un lado tenemos las peregrinaciones, pasiones e incertidumbres de Felipe en
Nueva York; por el otro la biografía de Shas en fincas y cafetales, su
alcoholismo, su condición de adivino (y no es difícil adivinar que el tema de
la adivinación le resulta cercano a Zardetto: un libro suyo, El discurso del
Loco, se basa en las cartas del Tarot).
Zardetto
se sirve de la historia de Shas para crear en Felipe una reflexión sobre
Guatemala en NY (con esa consabida intimidad que da la distancia). La novela
toca un tema muy y siempre actual: el tema de la identidad en un contexto de
migración.
Así
como el guión va quedando desarrollado dentro de la novela (por medio de
sucesivas secuencias) hay otro recurso narrativo que Zardetto utiliza, que
llamaré a partir de aquí “intertexto”: pequeños párrafos intercalados que
rompen la narración comprimida en primera persona.
Realmente
el intertexto representa una distancia crítica, un alejamiento de la voz de
Felipe. Este alejarse se da paradójicamente como un escrutinio, como un
acercarse a la subjetividad de nuestro personaje –un acercarse que es ya una
interpelación. De ese modo, el intertexto va rindiendo la vida interior del
personaje, y lo capta en sus contradicciones, en sus insuficiencias. Teóricamente,
el intertexto rinde una subjetividad auténtica, contra el encuadre falso,
tendencioso, oblicuo, del narrador. El libro se va poblando de disgresiones,
que se hacen ver por un cambio de tipografía (por cierto horrible).
Algunas
objeciones
Carol
Zardetto es una mujer abierta: no le importará que meta aquí una o dos críticas
a su novela.
La
primera de ella tiene que ver con el ya mencionado intertexto, que, en mi
criterio, le resta dinamismo al libro todo. Moroso, cíclico, inútil,
esquemático, pareciera un juego interesante pero de veras no lo es. Sobre todo
no aporta la clase de autenticidad que pretende dar. La autora sustituye la
consciencia del narrador por otra consciencia, pero resulta que esa otra
consciencia es igual de oblicua que la primera. ¿No hubiese sido mejor hacer un
personaje definitivamente contradictorio? ¿Y delatar sus contradicciones
orgánicamente, por medio del personaje mismo, sus gestos, sus palabras, sus
acciones?
Así
como no funciona del todo el intertexto, tampoco funcionan mucho las llamadas
secuencias (que van dibujando el guión ya mencionado). Esas secuencias, yo las
hubiera preferido presentidas, a la manera onettiana. Me pasó que en cada
secuencia que leía, perdía progresivamente el interés por la novela. Este recurso
de meter dentro de la novela otro género es suficientemente riesgoso y rara vez
funciona. Yo lo hice con mi novela Diccionario Esotérico (un largo
poema) y fue un completo error.
Mi
siguiente crítica tiene que ver con lo que el libro tiene de comentario social.
La ciudad de los minotauros busca convertir un relato etnográfico en un
mensaje conscienciado. Para mí eso es un problema. En verdad no podemos dejar
que nuestro indignado columnista interior se meta en nuestra libro y colonice
el cerebro de nuestro personaje. Es algo que se puede hacer muy hasta cierto
punto; pero pasado ese punto nuestra posición y nuestra crítica (por ejemplo,
al racismo o al machismo) empiezan a devorar, anticlimáticamente, la ficción.
Como yo lo veo, la literatura y la ciudadanía son extremadamente difíciles de
mezclar. Tanto la novela social como la moral demandan competencias muy
especiales, de otro modo se van volviendo explicativas y emplazadas. Lo étnico,
cuando busca un programa, se torna formulaico. Se ha visto en innumerables
novelas guatemaltecas que, en su exigencia de historia, identidad, pluralismo,
extravían una dosis escandalosa de poesía y acción narrativa.
No
puedo evitar pensar por demás que sin todo esta glosa social que va atravesando
el libro, impuesto por la autora, el personaje Felipe hubiese brotado más
entrañudo, más decadente, más luciferino y más interesante.
No todo
el problema se lo quiero endilgar a la autora. Es decir: creo que La ciudad
de los minotauros se hubiese beneficiado de un trabajo editorial más
agresivo. Todo tiene que ver con el corte, a mi forma de verlo.
El
editor deberá tener una espada, una lógica, y es la lógica menos-es-más. Es mi
opinión que la novela hubiese quedado mejor con la mitad de páginas, que
hubiera funcionado mejor como nouvelle o cuento largo. Todo ese trabajo –ya
retirado, ya tácito– le hubiera dado mucha fuerza a la historia y a la
psicología de la historia, en lugar de quitársela. Vamos, no estamos diciendo
nada que Flaubert o Hemingway no hayan dicho antes.
Mi última crítica tiene que ver con Nueva York. Lo diré directamente: ¿no merecía Nueva York un homenaje más místico, más proteico, más avanzado y visionario? Uno piensa en la producción literaria que hay detrás de ella. Uno piensa en todos esos autores (de Lorca a Beigbeder, de Céline a José Hierro, de Ginsberg a De Lillo, so on) que supieron hacerla mugir, y de inmediato reivindica una exigencia... una exigencia newyorquina. Escribir algo basado en NY es un reto enorme, que demanda devoción y sobre todo demanda lenguaje. Pareciera ser que esa misma fuerza centrífuga (yo agregaría: minotáurica) de la cual nos hablaba Baudrillard, y que nos dificulta amar en la ciudad incansable, también dificulta escribir en, sobre y de ella.
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