Si no me he interesado
demasiado hasta ahora en Virgilio Rodríguez Macal (1916–1964) es por ese olor a
instituto que tiende a rodearle.
Macal es uno
de esos autores que nos han embuchado por decreto, como parte de eternos y
circulares programas ministeriales. En efecto, no es ningún secreto que la
lectura escolar ha sido cooptada (cooptada parece ser la palabra de turno)
durante décadas, por determinados escritores y editoriales.
Esto incluyendo
al propio Asturias. Para su detrimento, puesto que no hay peor enemigo de la
literatura asturiana que la misma política educativa que ha buscado
entronizarlo en las aulas. De esa cuenta no es raro encontrarse con personas
que quedaron muy resentidas con sus libros, después de haber sido forzadas a estudiarlos.
Es cierto que
Macal –autor de Carazamba, El Mundo del Misterio Verde, Sangre y
Clorofila, Guayacán, entre otros– es más accesible y por tanto mejor
comprendido, y apreciado con más honestidad, que Asturias. Pero luego hay algo
muy triste en su caso: habiendo sido tan leído y mercadeado, en los círculos
literarios serios se le menciona raramente.
¿Por qué? Porque
quedó en cierto modo atrapado y comprimido en ese mismo ambiente colegial que
tanto le ha explotado. Las propias ediciones de su obra han sido golpeadas por una
estética llanamente parvularia –ediciones pobres, masivas, con majaderas guías
de trabajo de carácter nemotécnico incluidas en ellas. Me pregunto si hay algo
más horrendo que un cuestionario dentro en una obra literaria.
Habrá que
resurreccionar a Virgilio Macal de toda esa muerte escolar, y buscarle un
prestigio más allá de lo lectivo. Más este año –año de su centenario– en donde apenas
si lo hemos visto, si no es en una manta en la FILGUA, en textos clónicos de la
web (da lástima y ofrece muy poco consuelo la ausencia de reseñas frescas) y en
uno o dos eventos que no conseguirán poner pie en la esfera de lo imperdible y
lo memorable. Lo cierto es que Macal merecía un congreso, vamos.
Tanta
institucionalización, tanta escolarización, tanto embuchamiento, tanta
sanforización, para que al final no se le pueda rendir un homenaje de veras
decente, de veras profesional, a este nuestro Virgilio de la selva.
Un libro vigente
Con o sin
centenario, La Mansión del Pájaro
Serpiente (1939) es el libro de un cuentista comprometido, lo cual también
explicaría por qué continúa vigente (injusto sería buscar razones meramente
sistémicas a esta sobrevivencia). El empuje literario, la imaginación ardiente de
plano están ahí. Razón de sobra para reseñarlo.
Pero luego hay
otra razón. La Mansión del Pájaro
Serpiente realmente constituye nuestro libro ecológico par excellence. Mucho ante de un Mario Payeras, ahí estaba Macal,
hablándonos de la selva, selva que hoy arde sin mañana. Baste recordar el gran
fuego que se dio en junio de este año en Petén (“un ocote inmenso, llameante”, diría
Macal) y que no es más que la desoladora evidencia de que este proyecto de país
ha por entero fracasado.
La Mansión del Pájaro Serpiente es una obra
que te rompe el corazón por muchas razones, pero una de ellas es porque leerla
hoy, cuando la desintegración ecológica ha alcanzado proporciones siderales, es
un gesto de inagotable nostalgia.
El Bestiario de Macal
La Mansión del Pájaro Serpiente está
organizado en derredor de cinco cuentos más o menos largos. Cada uno nos acerca
y dibuja un animal determinado. Nos recuerda en ese sentido Horacio Quiroga, quien
deberá llevarse pues el crédito.
Lo cual no le
resta tampoco mérito a Macal. Porque después de todo es admirable cómo entabla
un equilibrio notable entre la alegoría moral y el homenaje animalista.
Me explico: en
cualquier bestiario clásico el animal será siempre una metáfora del animal que
es el hombre, pero por otro lado nos parece que Macal respeta la animalidad misma
e idiosincrasia particular de las criaturas como tales.
Son fieras muy
propias y tradicionales de nuestro entorno selvático, léase un pizote, un
armadillo, una comadreja ladrona (Cux, que nos recordó bastante a Otto Pérez Molina y a quien también
le cayó su CICIG); el tepezcuintle; el arrogante mono Coy (la arrogancia es un
tema regular y dominante del libro).
Están esos bichos,
pero no son los únicos que aparecen en nuestro bestiario. Criatura tras
criatura, así va surgiendo una fauna nutrida, fraternal e infraternal, un mundo
sociopolítico básico, del cual forma parte el pájaro serpiente, es decir el
quetzal, que nos resultó elitista y semiesnob.
El libro
compite entre dos vertientes: el animismo, de un lado, y cierto examen digamos naturalista,
del otro. Aquí quiero referirme a la perspectiva naturalista, en cuanto a que se
supone que Macal tiene muy observados estos animales y ello le permite hacer
comentarios íntimos de estos. Desde luego se corre el riesgo de que estas
descripciones levemente didácticas y biologales le terminan derogando la acción
narrativa.
Pero lo cierto
es que lo literario nunca se pierde. No se pierde para empezar el asunto que está
tratando –por ejemplo el de la vida, o sea el de la muerte– así como no se pierde
el proyecto verbal, que sin ser tan marcado, exuberante y dramático como el de
Asturias (perteneciente por cierto a una generación previa) posee toda vez una fraseología
reconocible, una cierta orquídea sintáctica.
De otra parte
podría decirse que en el detalle de las costumbres de los animales está buena parte
de la magia del libro y su belleza. El más grande activo de Macal es cómo
mezcla la observación con la literatura. Y cómo extrae del comportamiento
animal una suerte de picaresca y también una parábola encantadora de nuestra estupidez,
crueldad, vanagloria y paranoia.
Miedos, prudencias,
poderes. Las batallas son épicas. Terminamos asistiendo, en cada relato, a una
especie de survival thriller, dado
que en el Mundo Verde todo anhela comer y es ovalmente comido (“el único
espectro que ambula por las inmensas mansiones verdes: el hambre”). En la
selva, el que se duerme, el que no usa constantemente su olfato, muere.
Los cinco
cuentos son bellos, conmovedores y primera clase, pero en particular lo es el
primero, el del anda solo, que es un
tipo de pizote. ¿Por qué me ha gustado tanto el relato de Itzul? ¿Habrán sido
sus combates feroces y luchas samurái? Seguro, pero es algo más: es que yo me he
sentido toda mi mísera vida como un anda
solo. Ya ven que los anda solos
no se sienten bien en compañía y recíprocamente la tribu no muy que los quiere,
y con toda la razón del mundo. Qué gran arquetipo nos ha dado aquí Macal.
Adicionalmente,
me ha gustado el cuento porque nos facilita mucha condición humana, es decir,
animal. Leí el cuento fascinado y lo terminé en lágrimas (¿cuándo había sido la
última vez que lloré así?). Celebro La
Mansión del Pájaro Serpiente porque es un libro que se atrevió a ser un
libro triste.
Y aquí me
gustaría agregar que un cuento como este puede pasar por un cuento inocuo para niños,
pero hay que darse cuenta que es un cuento fuertísimo, nada complaciente. En
general puede decirse que estas historias, aún dentro de un marco posible de
inocencia, son de veras crueles.
Y si no pensemos
en el mono Coy, que termina matando a su padre con la escopeta que le ha robado
al hombre.
Y todo por el
bling.
Lo feral
Uno de los
temas preferidos del criollismo (corriente a la cual este libro se adscribe) es
el de lo “feral”. El sujeto civilizado y civilizatorio, encantado y espantado por
lo otro. Las grandes novelas criollistas se debaten entre los dos polos del
edenismo y el terror de lo foráneo.
La Mansión del Pájaro Serpiente también
participa del trance criollista, tanto en lo que respecta al tema aludido de la
feralidad como en el lenguaje propiamente, que riega en el texto castellano un
sinnúmero de términos cachiqueles, hasta volverlo una cosa incluso pegajosa.
Se ve más que
nada lo criollista de La Mansión del
Pájaro Serpiente en el hecho de que toda esa sobreutilización de
expresiones indígenas siempre se da desde una óptica atestiguante, clínica y
acursivada. Lo indígena sigue siendo una externalidad. Un exotismo, pues.
Selvático
Por supuesto,
otra dimensión de lo feral es lo selvático.
(Hoy en cambio
lo feral habrá que buscarlo más bien en lo urbano. Aunque, ¿no es la selva de
Macal una suerte de Ciudad, de un modo? Nos parece que sí. Vivir en la selva es
como vivir en la colonia El Limón.)
Como se sabe, Macal
conoció la “Mansión” de primera mano. Este es el libro de alguien que respiró
la selva, la absorbió celularmente. Pero aún así Macal necesita un
intermediario, Pedro Culán (dotándonos de una versión prematura, mucho antes
del new age, de la tradición del hombre blanco o criollo que escucha al guía o
maestro indígena). De esa cuenta, Pedro Culán es un agente narrativo que devela
y transmite a Macal los secretos e interioridades selváticos. Una vez recibida
la transmisión, es el lector quien la recibe a su vez, en una segunda emanación.
Culán le
permite a Macal construir una percepción mítica de la selva, en donde todo es
animizado y antromorfizado. En la selva de Culán, todo tiene nombre y
personalidad (la noche, el sol, la serpiente, el árbol). Hay algo de mágico, y de
muy noble, en el tratamiento que se le da a este reinado. Un reinado de leyes
crudas, es cierto, pero también claras. Así pues, en el cuento del
tepezcuintle, se nos ofrece una excelente justificación místico–darwiniana del
orden predatorio.
La selva
colinda –de acuerdo al esquema clásico de la liminalidad criollista– con el
mundo del hombre. Ahora bien, lo excitante de La Mansión del Pájaro Serpiente es cómo ofrece una suerte de
criollismo revertido, una alteridad al revés: no es el hombre penetrando en el
misterio selvático, sino la selva penetrando en el misterio del hombre. Una
apreciable inversión.
Todo lo que vive mata
Como sabemos,
el hombre –Achí– es el peor, más cruel e infame organismo que recorre esta
porción del universo.
Y posee por
supuesto la tecnología destructiva para reforzar este esterootipo, o como diría
Roger Waters, “la valentía de estar fuera de alcance”.
Así pues, Pedro
Culán siempre va con su fiel y servil chucho –tzíi– y su colérico palo negro, que escupe a Víbora
del Cielo.
Es cierto que
el narrador muestra mucho respeto por Culán, pero pienso que a la vez lo sabe
portador de destrucción y cobardía. Cualquier exceso de bonsauvagismo queda en
el acto matizado.
Por otro lado,
al lector le entristecerán los sucesivos animales liquidados, por el hombre
pero no ha de olvidar que ellos, los animales, también liquidaron, y nada
diplomáticamente, por cierto. En efecto, todo lo que vive mata.
Una verdad tenebrosa, pero de hecho también podemos decir, en un tono más exultante, que todo lo que vive ama. Y, como bien lo muestra La Mansión del Pájaro Serpiente, hasta las criaturas más crueles son tiernas en la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario